Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo


“HÁGASE TU VOLUNTAD”: UNA PETICIÓN PARADÓJICA

En cuanto nos acercamos a esta frase sentimos el misterio: el que la pronuncia ruega que pueda realizarse la voluntad de Dios, que, sin embargo, es todopoderosa, tal como proclama el salmo 33: “Pues él habló y así fue, él lo mandó y se hizo” (Sal 33, 9). ¿Para qué pedir, pues, que se haga? 

La voluntad de Dios no es un querer jurídico, es un flujo de vida que da la existencia y la renueva cuando se pierde. La voluntad de Dios es, en primer lugar, la creación, el universo, todo él constituido por los logoi, por las palabras subsistentes de Dios. es la voluntad todopoderosa y soberana que “dice” y “se hace”, como lo muestra el relato de la creación, donde se repite cada día “día” la expresión. “Dijo Dios” (Gn 1, 1-26).

Pero también, en segundo lugar, la voluntad de Dios es la historia de la salvación, el diálogo dramático de amor entre Dios y la humanidad a fin de que “todos los hombres se salven” (1Tm 2, 4), y aquí es donde se inserta esta petición. Para comprender, pues, el misterio de esta petición, tenemos que recordar y distinguir los dos órdenes de la voluntad de Dios: el orden de la necesidad y el de la libertad. 

a) El orden de la necesidad

En el orden de la necesidad, el contenido de la voluntad de Dios es, en primer lugar, que exista el mundo, que todo lo creado sea. El mundo es realización de la voluntad de Dios: todo ser finito existe en obediencia a la voluntad de Dios; todo ser finito es obediencia. Obediencia, cumplimiento de la voluntad de Dios son las cosas y hechos del mundo; pues Dios ha querido que fueran como son, y que se desarrollaran como ocurre. Las leyes según las cuales subsiste y actúa el universo son expresión de la voluntad de Dios.

Él ha querido también que haya vida; plantas, con la abundancia de sus formas, creciendo, floreciendo y dando frutos. Dios ha querido que haya seres que se mueven por un impulso interior y que habitan un mundo propio (ecosistema): los animales. Todos tienen en sí su imagen específica, según la cual se realizan y se comportan. Esas imágenes son expresión de la voluntad de Dios, y su realización es una obediencia que nunca puede romperse, porque con eso se rompería la vida misma.

b) El orden de la libertad

Pero al crear al hombre, Dios introdujo un orden nuevo: el orden de la libertad: “Y dijo Dios: «Hagamos al ser humano a nuestra imagen, como semejanza nuestra, y manden en los peces del mar y en las aves del cielo, y en las bestias y en todas las alimañas terrestres, y en todos los reptiles que reptan por la tierra. Creó, pues, Dios al ser humano a imagen suya, a imagen de Dios lo creó, macho y hembra los creó” (Gn 1, 26-27). Así, según la voluntad de Dios, surgió un ser diferente del animal. Lleva en sí la posibilidad del animal, pero incorporada a un nuevo conjunto de sentido. El hombre no sólo se da cuenta de las cosas, sino que las comprende: su esencia y ordenaciones, causas e influjos, origen y objetivo, fin y sentido. El hombre actúa no por necesidad, como el animal, sino libremente; y la libertad, por su parte, significa que no está encerrado en la órbita de las causas y efectos, sino que él mismo puede tomar iniciativas y por sí.

Dios ha hecho algo inaudito: entregar el cumplimiento de su voluntad a la libertad del hombre. En tanto que su voluntad se expresa en las leyes naturales, debe ocurrir; éstas son las formas de la necesidad. En tanto que determina el crecimiento de las plantas y la vida de los animales, no puede permanecer inefectiva; también aquí rige la necesidad. Pero en cuanto que la voluntad de Dios se ha confiado a la libertad del hombre, ya no “debe” ocurrir necesariamente, sino que es sólo justo que ocurra; y el hombre incluso puede rechazarla. Esta petición del padrenuestro se refiere al orden de la libertad, al misterio de la gracia en su relación a la libertad humana. 

En el corazón de Jesús, del que se dijo que “sabía lo que hay en el hombre” (Jn 2,25), había preocupación de que el hombre rechazara cumplir la voluntad del Padre, como ya había ocurrido en el paraíso y tantas veces a lo largo de la historia santa. Y por eso el Señor nos mandó orar con esta petición, para que no se malogre la posibilidad -la gracia- que Dios nos concede, en y por Jesucristo, de acoger su Reino que con Él viene. Pues cuando hacemos libremente la voluntad del Padre, entonces su Reino se hace realidad en nuestra vida y, a través de nosotros, en este mundo.

c) Una petición sólo comprensible en una relación de amor

En una relación de amor intenso y verdadero las personas se dicen la una a la otra: “Haz de mí lo que quieras”. Esa frase sólo se entiende dentro de una relación de amor, en la que uno confía plenamente en el otro, está seguro de que el otro quiere siempre su propio bien y por eso no teme decirla. En este contexto es como Jesús dice en el huerto de Getsemaní: “no mi voluntad, sino la tuya” (Mt 26,36). Jesús se fía por completo del Padre del cielo. Una de las más bellas transcripciones de esta petición del padrenuestro es la oración del beato Carlos de Foucauld: “Padre, me pongo en tus manos, haz de mí lo que quieras, sea lo que sea; te doy las gracias, lo acepto todo, con tal que tu voluntad se cumpla en mí, y en todas tus criaturas. No deseo nada más…”.

“COMO EN EL CIELO”: LA OBEDIENCIA DE LOS SANTOS ÁNGELES A LA VOLUNTAD DE DIOS

¿Quién hace tan perfectamente la voluntad de Dios que puede ser modelo para nosotros? Son aquellos seres personales, inteligentes y libres, como lo somos nosotros, que están en la presencia de Dios y le obedecen libremente de una manera perfecta: los santos ángeles. Pues las criaturas que no están dotadas de libertad obedecen fielmente la voluntad de Dios, pero no pueden servirnos de modelo, precisamente porque no son libres, mientras que los ángeles sí que lo son.

Antes de la creación del mundo visible ha tenido lugar la creación de un mundo puramente espiritual, esto es, el de los ángeles. Los que allí fueron creados no son sólo fuerzas o relaciones, sino seres personales, dotados de inteligencia, libertad y responsabilidad. Por eso en su existencia hay también una decisión moral. Los ángeles son puestos ante la prueba de si reconocen o no la sagrada soberanía de Dios. Así se tomó la primera decisión entre el bien y el mal. Por primera vez se hizo la voluntad de Dios. El hecho de que se hiciera esa voluntad es reino de Dios; de modo que allí empezó el “reino de Dios”. 

Pero allí empezó también la rebelión contra la voluntad de Dios. Seres de la más alta potencia de conocimiento, de voluntad, de libertad y capacidad responsable, se rebelaron contra la soberanía de Dios, queriendo ser señores por su propia gracia. Con esto se decidieron por el mal; se hicieron seres satánicos. Cómo es posible esto seguirá siendo siempre incomprensible; el mysterium iniquitatis, el misterio del mal. La clave de este misterio fue la aceptación del designio de gracia de Dios: ésta fue la prueba ante la cual tropezó Lucifer. 

El ángel conoce los atributos y las perfecciones de Dios todopoderoso y creador, pero no conoce por sí mismo el corazón del Dios trinitario. Para ello necesita hacer un acto de fe, de esperanza y de caridad, que constituye para él una prueba temible, porque tiene que hacerlo en un solo acto libre en el que se juega su destino eterno. Por lo que la Biblia deja intuir sobre la “envidia del diablo” (Sb 2,24), este acto de fe no se hizo sin referencia a la aceptación del designio de gracia divino, es decir, de su voluntad de hacer heredero al hombre y de constituir al ángel en servidor del hombre de cara a la realización de ese designio. Pues nunca es fácil para el mayor servir al menor. Es el mismo caso de una parte del pueblo de Israel en relación a los paganos, tal como la parábola del hijo pródigo pone de relieve.

La clave del pecado de los ángeles no reside en una oposición a la omnipotencia divina; al contrario, lo que Lucifer y sus ángeles quieren es que Dios sea Dios y manifieste el esplendor de su majestad; y lo que no aceptan es que Dios sea Padre en relación al hombre. Al no aceptarlo se excluyen ellos mismo del único designio de adopción filial. El fondo de la cuestión es el rechazo a aceptar que la omnipotencia divina, de la que los ángeles tienen un conocimiento directo, se ordene por completo a un designio de amor e incluso de misericordia por el que Dios quiere adoptar al hombre para hacer de él el rey de la creación. La fiesta de la Asunción de María y la aparición de la Mujer del Apocalipsis, que tiene la luna y las estrellas a sus pies (alusión a los ángeles que presiden el orden natural del cosmos), muestra que la humanidad -en la persona de María- desempeña un papel absolutamente central en el designio de adopción filial.

Así pues parece que el pecado del ángel ha consistido en un pecado de orgullo que se ha traducido en un pecado de envidia hacia el hombre. El orgullo del diablo no le empujaba a querer ser igual a Dios. De hecho el diablo, en la Biblia, es muy servil con Dios (cf. Jb 1), no es, de ningún modo, un Prometeo. Su orgullo ha consistido en el deseo de ser preferido por Dios, en razón de la perfección de su naturaleza espiritual. Lucifer se vuelve “homicida desde el principio” (Jn 8,44): al hacer pecar al hombre, intenta mostrarle a Dios que se ha equivocado en su preferencia de gracia hacia el hombre. Se vuelve también “acusador” (Ap 12,10), atrayendo la mirada divina sobre todo lo que el hombre hace mal. Y todo este esfuerzo diabólico tiene como finalidad hacer a los hombres indignos de la elección de Dios, para ver si consigue que Dios reconozca que se ha equivocado en esa elección y que debe preferir a quienes poseen una perfección puramente espiritual. Al obrar así olvida que esa perfección es también un don, una gracia: “¿Qué tienes tú que no hayas recibido?” (1Co 4,7).

En consecuencia, el modelo de cumplimiento de la voluntad de Dios que se nos propone es el de aquellos ángeles humildes que aceptaron la voluntad de Dios -su designio de gracia- sin entenderla, que dijeron, como proclamó san Miguel, “¿quién como Dios?”, es decir, que reconocieron la transcendencia infinita de Dios y, por lo tanto, la propia incapacidad para penetrar sus designios, aceptando que a Dios hay que servirle sin pretender entender sus caminos y, menos todavía, proponerle otros. Pues, como dice Isaías, “mis planes no son vuestros planes, vuestros caminos no son mis caminos -oráculo del Señor-. Cuanto dista el cielo de la tierra, así distan mis caminos de los vuestros, y mis planes de vuestros planes” (Is 55,8-9). 

“HÁGASE TU VOLUNTAD”: UNA ORACIÓN QUE VIVIÓ Y REZÓ EL PROPIO CRISTO

El Señor Jesús entendió su vida terrena como un “hacer la voluntad del Padre”. Así nos lo presenta la Carta a los Hebreos cuando aplica a Cristo las palabras del salmo 40: “Por eso, al entrar en este mundo, dice: Sacrificio y oblación no quisiste; pero me has formado un cuerpo. Holocaustos y sacrificios por el pecado no te agradaron. Entonces dije: ¡He aquí que vengo -pues de mí está escrito en el rollo del libro- a hacer, oh Dios, tu voluntad!” (Hb 10,5-7). 

El propio Señor, en el evangelio según san Juan, afirma en reiteradas ocasiones que el objetivo de su venida a la tierra no es otro sino hacer la voluntad del Padre que le ha enviado: “Porque he bajado del cielo, no para hacer mi voluntad sino la voluntad del que me ha enviado” (Jn 6,38), hasta el punto de afirmar que “Mi alimento es hacer la voluntad del que me ha enviado y llevar a cabo su obra” (Jn 4,34).

La obra del Padre que Cristo ha venido a realizar es la salvación del mundo, y esa obra comporta la cruz, ante la cual el propio Señor “se turbó”, tal como nos narra san Juan: “Ahora mi alma está turbada. Y ¿que voy a decir? ¡Padre, líbrame de esta hora! Pero ¡si he llegado a esta hora para esto! Padre, glorifica tu Nombre” (Jn 12,27-28). Esta tensión llegó al máximo en el huerto de los olivos, en Getsemaní, donde Cristo oró diciendo: “Padre, si quieres, aparta de mí esta copa; pero no se haga mi voluntad, sino la tuya.” (Lc 22,42).

Estamos ante un gran misterio. Jesús, que es completamente santo, vive un conflicto entre la voluntad divina y su voluntad humana. Santo Tomás nos enseña a distinguir en Cristo lo que podemos llamar el deseo de la sensibilidad y el deseo de la voluntad libre. Voluntad de la naturaleza que no quiere el sufrimiento, que no quiere la muerte; y voluntad de la libertad por la que dice: Yo quiero lo que el Padre quiere. Él dice sí al Padre contra su voluntad de naturaleza; se da un desgarro, un conflicto, en Jesús.

¿Por qué este conflicto? Por tres razones, dice santo Tomás: la primera, para que comprendiéramos que Jesús tenía una verdadera naturaleza humana. La segunda, para que quede bien claro que está permitido al hombre, según su afecto natural, desear, querer algo que Dios no quiere darle. Cuando alguien nos dice, por ejemplo, que tiene miedo a la muerte, esto no es ningún pecado: el miedo natural al sufrimiento, a la tortura, a la muerte, no es ningún pecado, no constituye una ofensa a Dios. También Cristo lo tuvo. Y la tercera razón es para que comprendiéramos que debemos aceptar la voluntad de Dios libremente, incluso contra nuestros deseos. Cristo podía querer algo diferente de lo que Dios quería según su voluntad de sensibilidad; pero su voluntad de libertad, quería siempre lo que Dios quería.

La oración de Cristo en su agonía debe iluminar todas nuestras pequeñas o grandes “agonías”, todas nuestras luchas espirituales. Pues la lucha y la tentación forman parte de la condición normal del cristiano en su existencia terrena. Así lo recuerda san Pablo en el célebre texto: “Pues no hago lo bueno que deseo, sino que obro lo malo que no deseo. Y si lo que no deseo es precisamente lo que hago, no soy yo el que lo realiza sino el pecado que habita en mí. Así pues, descubro la siguiente ley: yo quiero hacer lo bueno, pero lo que está a mi alcance es hacer el mal. En efecto, según el hombre interior, me complazco en la ley de Dios; pero percibo en mis miembros otra ley que lucha contra la ley de mi razón, y me hace prisionero de la ley del pecado que está en mis miembros” (Rm 7, 19-23). Con estas palabras, san Pablo nos enseña que el pecado reside en nosotros no como un huésped advenedizo, sino como “estable y fija condición de nuestra vida humana” (Catecismo de Trento), con lo que no hay modo de evitar el combate espiritual. La oración pertinente para vencer en él es precisamente ésta. “hágase tu voluntad”.

QUÉ PEDIMOS CUANDO PEDIMOS “HÁGASE TU VOLUNTAD”

a) Pedimos la santificación de todos los cristianos, pues “ésta es la voluntad de Dios: vuestra santificación, que os apartéis de la impureza, que cada uno trate su cuerpo con santidad y respeto, no dominado por la pasión, como hacen los gentiles que no conocen a Dios” (1Ts 4, 3-5). Pedimos la purificación de nuestra vida del mal, para que, a semejanza de la vida celeste, también se cumpla sin impedimento alguno en nosotros la voluntad de Dios. Como si se dijese: “del mismo modo que tu voluntad es cumplida por los tronos, principados, potestades, dominaciones y por todo el ejército sobrehumano, sin que la malicia ni el vicio impidan la práctica del bien, así se realice y perfecciones en nosotros el bien, para que, alejada toda perversidad y maldad, se cumpla en nosotros siempre su voluntad” (San Gregorio de Nisa). «Pedimos que nos conceda apartarnos de las obras de la carne, a saber, “fornicación, impureza, libertinaje, idolatría, hechicería, enemistades, discordia, envidia, cólera, ambiciones, divisiones, disensiones, rivalidades, borracheras, orgías y cosas por el estilo. Y os prevengo, como ya os previne, que quienes hacen estas cosas no heredarán el reino de Dios” (Ga 5, 19-21). Pedimos, pues, a Dios que no nos abandone a los deseos de los sentidos, a nuestra concupiscencia y fragilidad, sino que rija y modele nuestra voluntad en plena conformidad con la suya», recuerda el Catecismo de Trento. Pedimos la victoria en el combate espiritual. No prescribe que las pasiones no se levanten más, sino que no nos modelemos según lo que se disolverá con la subsistencia de este mundo, sino que luche contra los eventos (…) que pueden caer en pensamientos contrarios a Dios y separar nuestro corazón de querer el bien (Teodoro de Mopsuestia). 

b) Pedimos la salvación de todos los hombres, porque Dios quiere que “todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad” (1Tm 2, 4). «La salud del alma consiste en el cumplimiento de la voluntad divina, así como la enfermedad mortal del alma consiste en alejarse de ella. Y puesto que nos habíamos enfermado, abandonando la buena casa del paraíso al tomar el veneno de la desobediencia, que hundió a nuestra naturaleza en una enfermedad letal, vino el verdadero médico, y curó el mal con el antídoto medicinal: uniendo con la voluntad divina a quienes se habían alejado de ella. Las palabras de la oración curan, en efecto, la enfermedad del alma» (San Gregorio de Nisa). Pedimos por la conversión de todos los hombres, pues al pedir “en la tierra como en el cielo”, pedimos que en aquellos hombres que son “tierra” (es decir, que viven apartados de Dios), se cumpla la voluntad de Dios, de suerte que aquella tierra se convierta en “cielo”, y así ya no haya más tierra, sino que todo se convierta en cielo (Orígenes).

c) Pedimos por nuestros enemigos, pues «la Iglesia es el cielo y los enemigos de la Iglesia son la tierra. ¿Qué significa, pues, “hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo?” Que nuestros enemigos crean, como también nosotros creemos en ti, y se tornen amigos, y cesen las enemistades. Ellos son la tierra, por eso nos son contrarios; ¡háganse cielo!, y estarán con nosotros» (San Agustín).