Santificado sea tu Nombre



Lo primero que debe ser pedido

“Padre nuestro que estás en el cielo, que tu nombre sea santificado”. Subraya el cardenal Journet, que el orden de las peticiones del Padrenuestro es significativo, que con ese orden el Señor nos está diciendo algo y que lo que nos dice es que lo primero que hay que pedir es que su nombre sea santificado, es decir, que Él sea conocido por nosotros como es en verdad. Pues si su Nombre de Padre es santificado en los corazones, eso quiere decir que llega su reino; si su reino llega, es que se cumple su voluntad; si su voluntad se cumple, es que tenemos en nuestros corazones lo necesario para no morir de hambre; si tenemos el pan, ese que más necesitamos, es que nos perdona nuestras faltas; y que, habiéndonos perdonado, ya no nos deja recaer. Ésta es la lógica profunda del Padrenuestro. Que tu Nombre sea santificado, que venga tu reino. Estas cosas deben ser formuladas en primer lugar, y todo el resto debe ser pedido por ello.

El carácter inefable del nombre de Dios

En la Sagrada Escritura el “nombre” designa la realidad del ser que lo lleva, su esencia más profunda, de tal modo que “conocer el nombre” de alguien es como conocer su secreto, casi como “poseerlo”, como ser dueño de él, puesto que su misterio está desvelado a mis ojos. Cuando Jacob, de regreso a Canaán, cruza el vado de Yabboq con sus mujeres, sus once hijos y todos sus rebaños y se queda solo, se pasa la noche luchando con Dios y, al rayar el alba “Jacob le preguntó: ‘Dime, por favor, tu nombre’ – “¿Para qué me preguntas por mi nombre? Y lo bendijo allí mismo” (Gn 32,30). El hombre puede ser bendecido por Dios pero no puede conocer su nombre.

Cuando Moisés se encontró con Dios en la zarza ardiente, en el monte Horeb, y recibió la misión de sacar a los israelitas de Egipto, le preguntó a Dios cuál era su nombre. Y el Señor le respondió: “Yo soy el que soy” (Ex 3,14). Esta respuesta es paradójica pues el Nombre así revelado, no es propiamente hablando un "nombre", puesto que no ofrece ninguna descripción de la esencia de Dios, sino que tan solo viene a decirnos que Dios es libre, que es Alguien y que la única manera de conocerlo es dejar que Él se manifieste. "Yo soy el que soy" o "Yo seré el que seré" (pues también se puede traducir así) expresan el rechazo divino a encerrarse en una idea que el hombre pueda manejar cómodamente: es la afirmación de la libertad divina, del carácter personal de Dios. Y del mismo modo que a las personas humanas sólo se las puede conocer a través del trato personal, así ocurrirá con Dios. La revelación del Nombre abre, así, un horizonte y una expectativa, remite a un futuro, a una historia, que culminará en Jesucristo, que nos dará a conocer el Nombre de Dios, tal como él mismo afirmó, la noche del jueves santo, orando al Padre: “Yo les he dado a conocer tu Nombre y se lo seguiré dando a conocer” (Jn 17,26). El nombre que Jesús nos dado a conocer es “Padre”, y por eso nuestra oración empieza con esta palabra (“Padre nuestro”). 

Sería una ingenuidad por parte nuestra creer que con el nombre de “Padre” ya conocemos el secreto de Dios. El propio Señor lo da a entender cuando dice “y se lo seguiré dando a conocer”. Pues el nombre de Dios es inefable, tal como recuerda Santo Tomás de Aquino: “Si pudiéramos conocer la esencia divina, tal cual es en sí, y darle el nombre que le conviene como propio, lo expresaríamos con un único nombre. Tal es la promesa hecha por el profeta (Za 14,9) a los que verán a Dios en su esencia: aquel día Yahveh será único y único será su nombre”. 

Y Jacques Maritain comenta: “No creas, sin embargo, pobre alma mía, que con este nombre de Padre, o el de Amor, o el de Bondad, la distancia entre Él y tú sea menos grande que con el nombre que está prohibido pronunciar. Porque escapa a toda inteligencia y su transcendencia le hace tanto más desconocido cuanto más le conoces. Es infinitamente mejor que todo otro ser, pero también y por eso mismo es totalmente diferente. Es Padre, infinitamente mejor padre de lo que pueda ser todo otro padre, pero también y por eso mismo es totalmente distinto. Te ama infinitamente mejor que pueda amar toda otra criatura, pero también y por eso mismo te ama de un modo totalmente distinto y como no puedes imaginar en absoluto”. 

El nombre de Dios y el nombre del hombre

“El hombre dio nombres a todos los cuadrúpedos, a todos los pájaros del aire y a todos los animales del campo; paro para Adán no se encontró ayuda de su especie” (Gn 2,20). El hombre acepta y reconoce la índole peculiar de los seres vivos, y la expresa en el nombre. Al comprender lo que es el animal, comprende que él mismo no es un animal, que es diferente de todo.

Este pasaje de la Escritura nos recuerda que el hombre no puede ser comprendido desde los animales, sino tan sólo desde encima de él, desde Dios, porque sólo existe por Dios. Detrás de toda afirmación falsa sobre el hombre hay una afirmación falsa sobre Dios. Por eso en el relato del pecado original el tentador dice a Eva: ¿Semejanza? ¡Oh, no! Dios sabe exactamente que sois lo mismo que él; también vosotros sois prototipos. Sólo que no debéis saberlo. Rebelaos contra Dios: entonces os daréis cuenta de que sois iguales a Él.

La revelación del nombre de Dios nos revela nuestro propio nombre, nos indica la situación de nuestra existencia: si nombramos a Dios como es debido, nos nombramos también, por contraste, a nosotros mismos. Por eso hemos de saber y reconocer una y otra vez, como verdad básica de toda existencia, que:

- Él es prototipo y Creador, y nosotros, en cambio, seres creados; 

- Él es Señor por esencia; nosotros, en cambio, seres a quienes se llama y que obedecen; 

- Él es Bondad; nosotros, en cambio, por su gracia, a veces vivimos tenemos bondad; 

- Él es el Padre, y nosotros, en cambio, en la comunidad de Cristo, hijos suyos y, por tanto, hermanos entre nosotros. 

Situarse con corazón puro en esta ordenación es lo que llama la Escritura el “temor de Dios”. En cuanto la realizamos, llegamos a ser realmente nosotros mismos; en cuanto nos desviamos de ella, corrompemos nuestra esencia y perdemos nuestro sentido. 

Siempre que en el transcurso de la historia el nombre de Dios es mal usado u olvidado, se usa mal o se olvida el nombre del hombre. Una ciencia salida de sus límites ve en el hombre la especie animal más elevadamente desarrollada; una ciega filosofía cultural le toma por un ser económico o sociológico; finalmente, ha venido el totalitarismo y le ha convertido en material para sus objetivos de poder. Es muy necesario que pronunciemos la petición del Padrenuestro.

La santidad del nombre de Dios

La santidad de Dios significa ante todo que no se puede unir con él nada que sea común, bajo, vulgar. Más aún: significa que Dios no es “mundano”, sino diverso de todo lo que se llama mundo: misteriosamente elevado e inabordable. Ningún concepto la expresa. Ningún poder puede poner la mano sobre él. La santidad de Dios significa, además, que en él no hay nada malo, ninguna mentira, ninguna injusticia, ninguna violencia, ninguna impureza, sino que Dios es bueno. Pero el bien no es una ley que esté por encima de él, y a la cual él le dé satisfacción del modo más pleno, sino que es él mismo. Quien habla del bien, habla de él. Por eso el Señor replicó al muchacho que le quería honrar: “¿Por qué me llamas bueno? Nadie es bueno sino sólo Dios” (Mc 10,18). Esa bondad no es en él solamente intención, sino realidad; no sólo pretender y esforzarse, sino ser. Bondad y realidad son en él una sola cosa, y de esa unidad surge un fulgor: es la santidad.

La “santidad” del nombre de Dios, explica el cardenal Journet, consiste en que no está mezclado con las cosas impuras, es una “limpieza” absoluta, una pureza total. Dios es la pureza infinita, la plenitud del ser, es el único santo. Si es puro de este modo, eso significa que está separado de todo lo que está mezclado de no-ser. Separado de nosotros, de toda la creación, transcendente, situado a una distancia infinita, pues yo estoy mezclado en todos los planos: mezclado de nada, de miseria, de pecado, de ignorancia. Y él es la pureza, la santidad. Dice el concilio de Letrán: “Sea cual fuere la semejanza entre Dios y las criaturas, la distancia es incomparablemente mayor”. 

Que su nombre sea santificado

Explica al cardenal Daneels: No hemos de creer que somos nosotros quienes santificamos el nombre de Dios: lo hace él mismo. Con esta oración en realidad lo que nosotros hacemos es decir: “Dios, yo lo acepto y te dejo también penetrar en mí”. Dios hace eso en la creación: los animales, las plantas, el sol, el mar y las estrellas hacen exactamente aquello para lo que han sido hechos. Ellos no pueden decir no y obedecen por sí mismos. Pero los hombres podemos decir no, podemos resistir a Dios, impedirle ser él mismo en nosotros, podemos oponernos a lo que él espera de nosotros. Al pronunciar las palabras del padrenuestro, le pedimos que nuestro corazón se transforme de tal manera que le permitamos a Dios ser más él mismo en nuestra vida, para que sea igualmente santificado en nosotros.

También Romano Guardini insiste en que “santificar” no es un acto del hombre sino de Dios mismo (…) Dios ha situado todas las cosas en su esencia y en su realidad: las cosas y las personas. Todo existe solamente porque él lo mantiene. Si preguntáramos: ¿qué existe?, la primera respuesta diría: Dios. Él existe en absoluto y por sí; todo lo que se llama mundo, sólo existe por él y ante él. Por eso propiamente Él debería resplandecer a través de todo. Las cosas deberían florecer de él. En vez de eso, todo está sordo y mudo. ¿Cómo puede ser? 

La respuesta nos conduce al pecado original, que se basó en una mentira sobre el nombre de Dios: en vez de creer que “Dios es Amor”, Eva creyó lo que le decía la serpiente: que Dios era un ser envidioso y temeroso del crecimiento del hombre. Una vez desfigurado el nombre de Dios, se desfiguró la percepción de la realidad entera, tal como expresa patéticamente el profeta Jeremías: “Miré a la tierra, y he aquí que era un caos; a los cielos, y faltaba su luz. Miré a los montes, y estaban temblando, y todos los cerros trepidaban. Miré y he aquí que no había un alma, y todas las aves del cielo se habían volado. Miré, y he aquí que el vergel era yermo” (4,23-26). La oscuridad y la confusión sobre las cuestiones fundamentales se apoderaron del hombre, que, no sabiendo quién es Dios, dejó de saber quién era él mismo, y que era el universo.

“Santificar el nombre de Dios” significa mostrar bien a las claras quién es Dios, revelar, dar a conocer, el ser de Dios tal como Él es en verdad. Y al hacerlo, se clarifica también quién es el hombre y cuál es el sentido del universo y de las cosas. Por eso hemos de rogar a Dios con gran seriedad que santifique su nombre, en nosotros y por nosotros, para que de ahí surja la luz que disipe la fría mentira que reina por todas partes. 

Cómo podemos “santificar” el nombre de Dios

El Catecismo nos recuerda que «el término “santificar” debe entenderse aquí, en primer lugar, no en su sentido causativo (sólo Dios santifica, hace santo), sino sobre todo en su sentido estimativo: reconocer como santo, tratar de una manera santa (…) Esta petición es enseñada por Jesús como algo a desear profundamente y como proyecto en que Dios y el hombre se comprometen» (2807). La Iglesia es el pueblo que Dios ha convocado, un pueblo que es “suyo” y que, en consecuencia, debe ser una “nación santa” (o consagrada, es la misma palabra en hebreo: cf. Ex 19,5-6) porque el Nombre de Dios habita en ella (cf. 2810). 

Por esta primera petición del padrenuestro “nosotros pedimos que este Nombre de Dios sea santificado en nosotros por nuestra vida. Porque si nosotros vivimos bien, el nombre divino es bendecido; pero si vivimos mal, es blasfemado, según las palabras del apóstol: ‘el nombre de Dios, por vuestra causa, es blasfemado entre las naciones’ (Rm 2,24; Ez 36, 20-22)” (San Pedro Crisólogo) (2814). Y el alcance de esta petición es universal: “Cuando decimos ‘santificado sea tu Nombre’, pedimos que sea santificado en nosotros que estamos en él, pero también en los otros a los que la gracia de Dios espera todavía para conformarnos al precepto que nos obliga a orar por todos, incluso por nuestros enemigos. He aquí por qué no decimos expresamente: Santificado sea tu Nombre ‘en nosotros’, porque pedimos que lo sea en todos los hombres” (Tertuliano) (2814).

Todos los Padres de la Iglesia insisten en que nos somos nosotros quienes “santificamos” el nombre de Dios con nuestras oraciones, porque ese Nombre es santo por sí y en sí, sino que nuestra manera de “santificarlo” consiste en dejar que Él nos santifique a nosotros, en consentir en que nuestra vida sea una manifestación de la santidad de Dios. Como dice san Agustín: “No rogamos por Dios al pedir esto, sino que rogamos por nosotros. Ningún bien pedimos para Dios, a quien ningún mal puede amenazar, sino que deseamos el bien para nosotros, para que en nosotros sea santificado su santo nombre”. 

Pues, como explica san Cirilo de Jerusalén: “Lo digamos o no lo digamos, el nombre de Dios es santo por naturaleza. Pero ya que en los que pecan es profanado, según aquello: “Por vosotros es blasfemado mi nombre todo el día entre las gentes” (Rm 2,24; cf. Is 52,5), suplicamos que en nosotros sea santificado el nombre de Dios”. Y también san Ambrosio: «¿Qué quiere decir “santificado”? ¿Acaso desear que sea santificado aquél que dijo: “Sed santos, como yo soy santo? (Lev 19, 2). ¡Cómo si nuestra petición pudiera añadir algo a su santidad! Nada de eso. Más bien (pedimos) que sea santificado en nosotros, para que también a nosotros llegue su santidad». 

Jesús es quien mejor ha santificado el nombre de Dios. La “santificación del Nombre”, en los tiempos de Cristo, no significaba el honor y la alabanza dados a Dios, sino el don de la propia vida, el martirio. Jesús santificó el nombre de Dios hasta el extremo de morir en la cruz, y el nombre de Dios lo santificó a él hasta el extremo de la resurrección. En la total desapropiación de la cruz se revela el Nombre propio de Dios. Y ese Nombre es el amor, “Dios es Amor”, dice san Juan. 

Para “santificar el nombre de Dios” nos hemos de refugiar en la cruz de Cristo. El martirio cristiano es una experiencia mística en la que un hombre o una mujer, a menudo sin especiales cualidades humanas, se abandona con una humilde confianza a Cristo, en el momento del sufrimiento más agudo. Entonces sucede que la alegría de la resurrección se apodera de él 

Hay muchas maneras de ser mártir (y por tanto de “santificar el nombre de Dios”): “bienaventurados los perseguidos por la justicia…bienaventurados cuando os insulten…”. Y también la enfermedad, el declive, la pérdida de los seres queridos, la traición, la soledad, la muerte. Todas estas situaciones constituyen “lugares” para “santificar el Nombre”, para que, por nuestra manera de vivirlas, se manifieste que Dios es Amor, que la fuente y el soporte y el término de toda la realidad, es el Amor.

Pero sobre todo debemos rezar para que sepamos vivir nuestro sufrimiento último y nuestra propia muerte identificándonos misteriosamente con el cuerpo torturado de Cristo. De manera que venga sobre nosotros la “santificación del nombre de Dios”, y a través de la angustia y el horror, se filtre una luz, y seamos capaces no sólo de decir “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”, sino también “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”. 

En el monaquismo antiguo encontramos una multitud de breves fórmulas para invocar el nombre del Señor. La más conocida es la que denominamos “oración de Jesús”: “Señor Jesús, Hijo de Dios, te piedad de mí, pecador”. Pero hay muchas más: “Kyrie eleison”, “yo te invoco, Señor, yo te invoco”, “Señor, ven en mi auxilio, apresúrate a socorrerme”, “como tú sabes y como tú quieras”, “gloria a ti, Señor, gloria a ti”. Nosotros podemos inventar otras. En la vida cotidiana, es una manera muy sencilla de “santificar el Nombre” y de santificarlo todo por el Nombre, de poner el Nombre como un sello de eternidad sobre los seres y las cosas, de descifrar por él una situación (…) La invocación del Nombre: la oración de los que no tiene tiempo de orar.

Finalmente, observemos, con el cardenal Daneels, que la imagen perfecta de la santidad es el perdón. San Lucas lo afirma de una manera sutil, poniendo en labios de Jesús la frase del Levítico: “Sed santos, como yo, el Señor Dios, soy santo” (Lv 19,2), pero sustituyendo la palabra “santidad” por la palabra “misericordia”: “Sed misericordiosos como vuestro Padre celestial es misericordioso” (Lc 6,36). La santidad consiste en ser misericordiosos, en poder perdonar. En el Antiguo Testamento, “santo” significa en primer lugar “separado”, “ser de otro modo”. Dios es, en materia de misericordia, totalmente diferente de nosotros porque es capaz de perdonar infinitamente. En el terreno del perdón, todas las fronteras de lo razonable están rechazadas por Jesús. En ningún otro lugar se ha ido tan lejos, se ha “exagerado” tanto: Jesús deja las noventa y nueve ovejas en el redil para buscar a una sola, nos pide que amemos a nuestros enemigos y que roguemos por los que nos hacen daño; él personalmente perdonó a los que lo ejecutaban.