Las palabras y el silencio

Quien estuvo en un gueto, en un campo de concentración y en los bosques conoce el silencio de su cuerpo. En la guerra no se discute, no se agudizan las diferencias de opinión. La guerra es un invernadero para la atención y el silencio. El hambre de pan, la sed de agua, el miedo a la muerte convierten las palabras en algo superfluo. En realidad no hay necesidad de ellas. En el gueto y en el campo de concentración sólo las personas que habían perdido el juicio hablaban, daban explicaciones e intentaban convencer. La gente cuerda no hablaba.

Fue entonces cuando desarrollé mi desconfianza hacia las palabras. Una corriente fluida de vocablos despierta en mí desconfianza. Prefiero el tartamudeo: en él noto la fricción y la intranquilidad, el esfuerzo por depurar las palabras de residuos, el deseo de ofrecerte algo interior. Las frases lisas y fluidas me producen un sentimiento de falta de limpieza, de un orden que oculta el vacío.

Ese viejo principio que dice que al hombre se le juzga por sus obras cobra un doble significado en época de guerra. En los días del gueto y en los campos de concentración vi a gente culta, entre ellos médicos y abogados de renombre, que por un trozo de pan eran capaces de matar; pero, al mismo tiempo, también vi a gente que sabía renunciar, dar, anularse y morir sin haber hecho mal a nadie. La guerra reveló no sólo el carácter, sino también un elemento primordial en el ser humano, y ese elemento, por consiguiente, no era solamente oscuridad. Los egoístas y los malvados dejaron en mí miedo y repugnancia; los generosos, en cambio, el calor de su generosidad, y cuando los recuerdo me envuelve la vergüenza de no poseer ni siquiera un poquito de su virtud.
Durante la guerra vimos cuánto valían las ideologías. Comunistas que predicaban en las plazas igualdad y amor al prójimo se convirtieron, en momentos difíciles, en bestias humanas, pero hubo también comunistas cuya fe en el hombre se purificó de tal modo que al verlos parecían creyentes. Todas sus acciones eran abnegadas. Esto se manifestó también en las personas religiosas. Hubo judíos observantes a los que la guerra convirtió en materialistas y egoístas, y hubo quienes elevaron los preceptos a una esfera luminosa.

En la época de la guerra no hablaban las palabras, sino los rostros y las manos. Por el semblante aprendías hasta qué punto el hombre que tenías a tu lado quería ayudarte o te causaría daño. Las palabras no ayudaban a comprender. Los sentidos eran lo que te transmitía la información correcta. El hambre nos hace retornar a los instintos, al lenguaje que antecede a las palabras. La mano que te ofreció un trozo de pan o un trago de agua cuando caíste de rodillas a causa de la debilidad, aquella mano no la olvidarás nunca.

La maldad, así como la generosidad, no necesitan palabras. La maldad porque ama lo oculto y la oscuridad, y la generosidad porque no quiere embellecer sus propias acciones. La guerra está llena de sufrimiento, aflicción y desesperación, experiencias duras que exigen, aparentemente, una expresión explícita; pero qué se le va a hacer: cuanto más grande es el sufrimiento y fuerte la desesperación, más innecesarias son las palabras.

Solamente después de la guerra resurgieron las palabras. La gente volvió a hacer preguntas a los demás y a sí mismos, y quienes no estuvieron allí exigían explicaciones, que al final resultaban desafortunadas y ridículas. Pero la necesidad de esclarecer e interpretar estaba tan arraigada en nosotros que, incluso si eras consciente de su escaso valor, no te negabas a darlas. Está claro: en aquellos intentos había un esfuerzo por regresar a la vida cotidiana normal, pero qué se le iba a hacer: ese esfuerzo era absurdo. Las palabras no tienen la fuerza suficiente para enfrentarse a las grandes catástrofes, son pobres, inadecuadas y mistifican. Ni siquiera las antiguas plegarias tienen el poder necesario para afrontar la catástrofe.

Al comienzo de los años cincuenta, cuando empecé a escribir, ya corrían ríos de tinta sobre la guerra. Muchos contaban, testimoniaban, se confesaban y evaluaban. Quienes se habían prometido a sí mismos y a sus seres queridos que después de la guerra lo contarían todo realmente cumplieron su palabra. De este modo aparecieron diarios, folletos y numerosos libros de memorias. Hay mucho dolor en esas páginas, pero también muchos tópicos y expresiones superficiales. Era como si un mar de palabras hubiera engullido el silencio que había reinado durante la guerra y poco tiempo después.

Acostumbramos, a veces, a envolver en palabras las grandes catástrofes para defendernos de ellas. Las primeras palabras que logré escribir fueron todo tipo de llamadas desesperadas, tratando de recobrar el silencio que me rodeaba durante la guerra y restituirlo a mi ser. Con mis ciegos sentidos comprendí que en ese silencio estaba mi alma, y si lograba revivirlo el habla correcta tal vez retornaría a mí.

Mi poética se formó al comienzo de mi vida, y cuando digo “al comienzo de mi vida” me refiero a todo lo que vi y absorbí en casa de mis padres y durante la larga guerra. En aquel entonces tomó forma mi relación con las personas, con el arte, con los sentimientos y con las palabras. Esa relación no ha cambiado en el transcurso de los años. Cierto es que mi vida se enriqueció, acumulé palabras, conceptos y conocimientos, pero la relación básica ha permanecido tal como era. Durante la guerra vi la vida en su desnudez, sin adornos. Lo bueno y lo malo, lo hermoso y lo feo se me reveló entremezclado. Esto no me convirtió, gracias a Dios, en un moralista. Al contrario, aprendí a respetar la debilidad y a quererla; la debilidad es parte de nuestro ser, de nuestra humanidad. El hombre que conoce su debilidad sabe a veces superarla. El moralista ignora su debilidad, y en lugar de dirigir las exigencias hacia sí mismo, las dirige hacia su prójimo.


Autor: Aharon APPELFELD
Título: Historia de una vida
Editorial: Península
Barcelona, 1999
Pág. 98-101