La persona, el pudor, la castidad

La originalidad propia del ser del hombre se designa afirmando que el hombre es un sujeto, un “yo”. Pero para indicar el verdadero significado del yo, más allá de la dimensión biológica (sujeto biológico), de las funciones sociales (yo social), de la personalidad (yo psicológico) y del aspecto epistemológico (sujeto de conocimiento), afirmamos que el hombre es una persona.

Con este término se quiere subrayar, ante todo, la unicidad de cada ser humano, el hecho de que el hombre es, a diferencia del animal, mucho más que un individuo de una determinada especie (la humana). Al afirmar que todo hombre es persona se subraya que, más allá de todos los caracteres que lo especifican como individuo distinto de los demás, todo hombre es un ser singular, inconfundible e insustituible, único. Pues lo que le confiere su unicidad no es ninguna característica peculiar, propia de cada uno, sino el hecho de que todo hombre es un misterio, es decir, una realidad que nunca puedo objetivar del todo, poniéndola frente a mí, como un “objeto”.

El carácter ‘mistérico’ de la persona se pone de relieve en la perpetua inadecuación que existe entre las manifestaciones del yo y su propio ser. De tal manera que ningún hombre es reducible al conjunto de sus actos (exteriores e interiores): todos ellos pertenecen a su ser, pero él no es ninguno de ellos, ni tampoco la suma de todos ellos.

Tampoco puede reducirse el hombre al conjunto de sus vivencias, de sus sentimientos y sensaciones, de sus estados de ánimo. Escuchemos lo que afirma el filósofo español Ortega y Gasset: «”Mis” impulsos, inclinaciones, amores, odios, deseos, son míos, pero no son “yo”. El “yo” asiste a ellos como espectador, interviene en ellos como jefe de policía, sentencia sobre ellos como juez, los disciplina como capitán. Es curioso investigar el repertorio de curiosas acciones que posee el espíritu sobre el alma y, por otra parte, notar sus límites. El espíritu o “yo” no puede, por ejemplo, crear un sentimiento ni directamente aniquilarlo. En cambio puede, una vez que ha surgido un deseo o una emoción en cierto punto del alma, cerrar el resto de ella e impedir que se derrame hasta ocupar todo su volumen». Con el término “persona” designamos el hecho de que el “yo” que constituye a cada hombre como único, está situado más allá de su “mí”, de que es otro que el conjunto de sus vivencias o estados psíquicos.

El pudor

“El pudor es el sentimiento que tiene la persona de no agotarse en sus expresiones y de estar amenazada en su ser por quien tome su existencia manifiesta por su existencia total. El pudor físico no significa que el cuerpo es impuro, sino que soy infinitamente más que este cuerpo mirado o tomado. El pudor de los sentimientos significa que cada uno de ellos me limita y me traiciona. Uno y otro expresan que no soy juguete de la naturaleza, ni del otro. No estoy avergonzado de ser esta desnudez o este personaje, sino de que parezca que no soy más que esto”, escribe el filósofo francés Emmanuel Mounier.

Hay un pudor del cuerpo y un pudor del alma, del espíritu, de los sentimientos, de la propia interioridad. Pero tanto en uno como en otro se expresa la misma realidad: que el hombre es un misterio que no se agota en ninguna de sus manifestaciones, ni en su manifestación física -la desnudez del cuerpo-, ni en sus manifestaciones espirituales –las que se ofrecen en el diálogo íntimo y confiado.

El pudor es, pues, una manifestación eminentemente personal, humana, porque nace de la toma de conciencia de mi ser personal, del misterio que me constituye y que puede ser vulnerado en cualquier momento por quien identifique mi ser total con el conjunto de sus manifestaciones.

El pudor no es sólo una actitud que debe regular mi manera de presentarme ante los demás, sino también mi manera de abordar al prójimo. Pretender una transparencia inmediata y total por parte del otro es ignorar el hecho de que la vida humana está ligada, por su propia naturaleza a un cierto secreto. “Las gentes totalmente volcadas al exterior, totalmente expuestas, no tienen secreto, ni densidad, ni fondo. Se leen como un libro abierto y se agotan pronto. La reserva en la expresión, la discreción, es el homenaje que la persona rinde a su infinitud interior. Jamás puede comunicar íntegramente por la comunicación directa y prefiere a veces los medios indirectos: la ironía, el humor, la paradoja, el mito, el símbolo, la ficción, etc.”, sigue afirmando Emmanuel Mounier.

La castidad

La castidad es el reconocimiento -en los pensamientos, en las palabras, en los gestos y en la conducta- de la verdad integral del hombre: de la verdad de mi propio ser y de la verdad del ser del otro.

Falto a la castidad cada vez que mis palabras o mis gestos sugieren una intensidad y un alcance de mi entrega que no estoy dispuesto a refrendar con toda la energía de mi ser, con la totalidad de mi persona. Entonces mis gestos se hacen engañosos, mentirosos, falaces: aparentan algo que mi libertad, en realidad, no está dispuesta a mantener.

Mis gestos son castos, en cambio, cuando expresan toda la verdad de mi ser, cuando no se reducen a manifestar mi impulsividad sino que expresan también mi voluntad, mi decisión y mi elección responsable; en una palabra, mi ser personal.

Mis gestos son castos cuando abordan al otro en la totalidad de su verdad personal. Cuando al asumir su cuerpo, asumo, en verdad, su rostro, es decir, su historia, su libertad, su ser personal.

Mis gestos son, finalmente, castos, cuando mi manera de considerar y de abordar al otro -y a mí mismo en primer lugar-, expresa la verdad más honda, la que nos constituye a ambos como personas: que somos imagen y semejanza de Dios (y no del orangután), miembros de Cristo y templos del Espíritu Santo. Entonces nuestras relaciones se convierten en testimonio de la pertenencia que nos constituye desde nuestro bautismo, en manifestación de nuestra gran verdad: que le pertenecemos (a Cristo), que somos suyos, no sólo “su pueblo y ovejas de su rebaño”, sino más íntimamente aún “miembros de su Cuerpo”. Esto significa que tenemos un “dueño” al que pertenecemos por amor -“Que mi Amado es para mí y yo soy para mi amado”- y que, en consecuencia, no podemos disponer libremente de nuestro cuerpo ni del cuerpo del prójimo, no podemos nunca decir “mi cuerpo es mío y hago con él lo que quiero”, porque en realidad mi cuerpo no es mío sino del Señor. Entonces comprendemos que tanto el otro como yo somos santos porque pertenecemos a Dios, porque nuestros cuerpos son templos donde arde el fuego de su Espíritu, y que, en estricto rigor, sólo el Amor que viene de lo alto puede penetrar en el cuerpo humano sin profanarlo, misterio que expresa el y realiza sacramento del matrimonio.