Alma de Cristo

Alma de Cristo, santifícame
Cuerpo de Cristo, sálvame
Sangre de Cristo, embriágame
Agua del costado de Cristo, lávame
Pasión de Cristo, fortaléceme
¡Oh buen Jesús, óyeme!
Dentro de tus llagas, escóndeme
No permitas que me aparte (sea separado) de ti
Del maligno enemigo, defiéndeme
En la hora de mi muerte llámame y mándame ir a ti,
para que con tus santos te alabe
por los siglos de los siglos. Amén.


Esta conocida oración la encontramos por primera vez en algunos manuscritos de los siglos XIV y XV, y debió de alcanzar una gran difusión como lo demuestra el hecho de que san Ignacio de Loyola la recomienda en sus Ejercicios Espirituales denominándola simplemente con el título Anima Christi suponiendo, evidentemente, que todos sus lectores la conocían. Pero sobre su autor no sabemos nada con certeza.

Una cosa es cierta: que esta oración nos sitúa en el corazón de la teología católica, que es Cristo presente en medio de nosotros, también después de la resurrección y ascensión al cielo, con su realidad verdadera, aunque velada, en el organismo de la Iglesia y en el sacramento del altar. Y lo hace subrayando la importancia de la humanidad de Cristo. De hecho esta oración se desarrolló, al principio, como oración ante la Hostia consagrada o como oración de acción de gracias después de la comunión, a partir del siglo XIX. Es evidente que la oración es muy idónea para tomar conciencia de la realidad de la Eucaristía, del don que se estaba contemplando o se acababa de recibir.

La oración está compuesta por once aspiraciones dirigidas al Redentor: las cinco primeras a través de alguna realidad de su humanidad (alma, cuerpo, sangre…) y las cinco siguientes dirigidas directamente a Él, a su Persona. Las cinco primeras aspiraciones subrayan el “de Cristo”, puesto que todo el valor del alma, del cuerpo, de la sangre, del agua y de la pasión procede del hecho de que son “de Cristo”, que no es un hombre cualquiera sino que es el Hijo de Dios, Dios él mismo.

Alma de Cristo, santifícame

En el Nuevo Testamento encontramos tan solo tres veces el sustantivo “alma” referido a Cristo. Uno en referencia inminente a la pasión, cuando Cristo dice que su alma esta “turbada” (Jn 12, 27) y los otros dos referidos al mismo episodio, la oración de Jesús en el huerto de Getsemaní (Mc 14, 34; Mt 26, 38). Conviene recordar que el Hijo de Dios, al encarnarse, ha asumido un alma humana (CEC 427), que, como toda alma humana, es sede del entendimiento, de la memoria y de la voluntad. En la oración del huerto el alma humana de Jesús posee un papel fundamental, puesto que Cristo pide que no se haga su voluntad humana sino la voluntad de su Padre del cielo, con lo que está pidiendo su santificación, ya que la santificación consiste en la fusión de la voluntad humana con la divina. «En la hora de Getsemaní, Jesús ha transformado nuestra voluntad humana rebelde en voluntad conforme y unida a la voluntad divina. Ha sufrido todo el drama de nuestra autonomía y entregando precisamente nuestra voluntad en las manos de Dios, nos ha dado la verdadera libertad diciendo: “no como yo quiero, sino como quieres tú”», afirmó el cardenal Ratzinger en la homilía de la misa pro eligendo pontifice.



Esta primera invocación del Anima Christi es una variación, en clave cristológica, de la tercera petición del Padre Nuestro: “hágase tu voluntad”. En Diálogo de carmelitas, Georges Bernanos pone en boca de la protagonista estas palabras: “En el jardín de los Olivos, Cristo ya no era dueño de nada. La angustia humana nunca había alcanzado, ni nunca alcanzará, un nivel tan alto. Había recubierto todo en Él, salvo aquella extrema punta del alma en la que se consumó la divina aceptación”.

También el entonces cardenal Wojtyla escribió en 1976 que “esta oración es, en el fondo, un encuentro entre la voluntad humana de Jesús y la eterna voluntad de Dios, que en este momento se manifiesta como voluntad del Padre en relación a su Hijo (…) En último análisis esta oración es un encuentro de la voluntad humana con la voluntad de Dios y un fruto particular de la obediencia del Hijo al Padre”. Esta primera invocación posee, por lo tanto, un fondo “getsemaníaco” que debe ser entendido no tanto como ejemplo moral sino como el hecho ontológico en el que se ha producido la nueva creación.

Que lo que ocurrió en Getsemaní fue, ante todo, un hecho ontológico antes que moral, lo subraya Luigi Giussani afirmando que allí se vio el amor de Jesucristo al Ser, “el respeto a la objetividad del Ser, el amor a su origen y a su destino y al contenido del diseño del tiempo, de la historia: ‘Padre, si es posible, que yo no muera; pero que no se haga mi voluntad sino la tuya’. Ahí encontramos la suprema aplicación de nuestro reconocimiento del Misterio, adhiriendo al hombre Cristo que está arrodillado y sudando sangre por los poros de su piel en la agonía de Getsemaní: la condición para ser verdadero en una relación es el sacrificio”.

Al rezar esta primera invocación, adherimos al alma de Cristo en la que se ha consumado la obediencia salvífica que puede santificarnos y volvernos a dar la verdadera libertad, la de los hijos de Dios.

Cuerpo de Cristo, sálvame

Aquí la palabra “cuerpo” debe ser entendida en un doble sentido: el cuerpo eucarístico de Cristo (cf. Jn 6) y el cuerpo eclesial de Cristo (el “cuerpo de Cristo” que es la Iglesia). Entre los dos hay una íntima relación, puesto que, es la Iglesia quien hace la Eucaristía, pero es también la Eucaristía la que hace a la Iglesia. Es impresionante la afirmación de san Buenaventura sobre esta interrelación: “Quita este sacramento de la Iglesia y no habrá en el mundo más que error e infidelidad; y el pueblo cristiano, como un rebaño de puercos, se dispersará y caerá en la idolatría”. También santo Tomás de Aquino está en esta línea cuando afirma: “En el sacramento de la Eucaristía se contiene el Bien común espiritual de toda la Iglesia”. En esta invocación pedimos la salvación, que se encuentra en la Eucaristía y en la Iglesia (que es la única que puede darnos la Eucaristía).

Sangre de Cristo, embriágame

La expresión “embriágame” nos recuerda el pasaje evangélico en el que la madre de los Zebedeos le pide a Cristo que sus hijos se sienten uno a la derecha y otro a la izquierda del Señor en la gloria, a lo que Cristo responde con la pregunta “¿podéis beber el cáliz que yo he de beber y ser bautizados en el bautismo con que yo me voy a bautizar?”. Lo que se refiere a la pasión del Señor, a dar la vida por el honor del Padre y por la salvación del mundo, cosa que no es nada “sensata” y que requiere un “entusiasmo”, una “locura”, una “embriaguez” especial, que es la que había en la “sangre” del Señor, si recordamos que “sangre” en la Biblia es sinónimo de “vida”.

La petición “embriágame” parece la síntesis de lo que decía santa Catalina de Siena en una de sus cartas: “Entonces llegaremos a estar verdaderamente ebrios de su sangre, ardientes y consumados en la divina y dulce caridad, hasta el punto de ser una sola cosa con él [Cristo]. Y actuaremos como el ebrio, que no piensa en sí mismo sino en el vino que ha bebido y el que espera beber”. La embriaguez que produce la sangre de Cristo es, como subraya santa Catalina, una embriaguez casta y humilde; es la embriaguez del mundo nuevo, el mundo que nace rescatado y regenerado por la sangre de Cristo. De hecho, cuando los Apóstoles anunciaron el día de Pentecostés el nacimiento de este nuevo mundo, la gente decía de ellos que “estaban ebrios” (Hch 2, 15): efectivamente, tenían la sobria embriaguez del Espíritu Santo.

“Embriágame” hace referencia, obviamente, al vino consagrado en la misa que se ha convertido en la sangre de Cristo.

Agua del costado de Cristo, lávame

El profeta Ezequiel tuvo una visión en la que contempló un torrente de agua que brotaba del Templo de Jerusalén y que era fuente de vida porque “esta agua lo sanea todo y la vida prospera en todas partes a donde llega el torrente” (Ez 47, 9). Esta visión fue una profecía de lo que ocurrió en la crucifixión del Señor, cuando el costado de Cristo, que es el verdadero Templo, fue atravesado por la lanza del centurión y de su corazón traspasado, brotó sangre y agua (Jn 19, 34).

También el profeta Zacarías habló de este acontecimiento futuro diciendo: “Aquel día habrá una fuente abierta para la casa de David y para los habitantes de Jerusalén, para lavar el pecado y la impureza” (Za 13, 1). Estamos hablando, pues, del agua del bautismo, cuya eficacia proviene de la sangre de Cristo derramada en la cruz, con lo que hay una estrecha relación entre el agua y la sangre, que está sugerida no sólo por el episodio de la lanzada en la cruz, sino también por el rito litúrgico de mezclar agua con el vino que se va a convertir en la sangre de Cristo. El sacerdote realiza este rito diciendo, en silencio, la siguiente oración: “El agua unida al vino sea signo de nuestra participación en la vida divina de quien ha querido compartir nuestra condición humana”. Por tanto se trata de pedir que se realice en nosotros el “admirable intercambio” que fue el objetivo de la encarnación y de la redención: la participación en la naturaleza divina de Cristo, participación a la que llegamos a través de la humanidad de Cristo, de su sangre derramada por nosotros; en el rito litúrgico el vino simboliza la divinidad y el agua la humanidad.

“Dejarse lavar por Cristo” es un requisito para estar en comunión con Él, como puso de relieve el propio Señor en la última cena, al lavar los pies de los discípulos, en el diálogo con Pedro. La limpieza que requiere la comunión con Cristo, hasta el punto de participar de su naturaleza divina, es tan grande que sólo Él nos la puede dar. Al decir esta plegaria retomamos implícitamente las palabras de Pedro: “No sólo mis pies sino también mis manos y mi cabeza” (cf. Jn 13, 5-9).

Pasión de Cristo, fortaléceme

Esta petición resulta, a primera vista, un tanto paradójica, puesto que suplica la fortaleza a través de la experiencia de la máxima debilidad humana del Señor, que fue su pasión. Sin embargo hay una profunda coherencia en ello, puesto que la pasión de Cristo fue la gran experiencia en la que la fortaleza de Dios se manifestó a través de la debilidad humana.

En la pasión del Señor se puso de relieve la debilidad de lo corporal de Cristo, que fue destrozado y desarbolado por los azotes, la coronación de espinas, la pesada carga de la cruz a cuestas sobre sus hombros y la crucifixión y muerte en la cruz. También se manifestó en ella la debilidad de las relaciones humanas, pues Cristo fue traicionado por uno de sus amigos, negado tres veces por otro y abandonado por la mayoría de ellos, así como la debilidad de los vínculos sociales y patrióticos: los mismos que habían gritado entusiasmados “¡Hosanna al Hijo de David! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor! (Mt 21, 9), gritaban ahora “¡sea crucificado!” (Mt 27, 22).

Pero sorprendentemente se puso también de relieve una extraña fortaleza que hizo que Jesús afrontara todo esto con un impresionante señorío. “Sabiendo todo lo que venía sobre él”, dice el evangelista para explicar su comportamiento. En efecto, hay multitud de detalles que indican que aquel hombre que estaba siendo víctima de un complot humano contra él, vivía toda esta situación con una serenidad, con un dominio, impensables en alguien que sólo fuera víctima. Así Jesús sale al paso de quienes van a detenerle y los impresiona con su contundente respuesta –“Yo soy”- (que evoca el nombre mismo de Dios revelado a Moisés en la zarza ardiente), defiende a los suyos (“si me buscáis a mí dejad marchar a éstos”), reprende a Pedro por usar la espada porque “el cáliz que me ha dado mi Padre, ¿no lo voy a beber?”-, le habla de igual a igual a Pilato instruyéndole sobre el origen divino del poder que ostenta (recordándole, por lo tanto, que tendrá que dar cuentas del uso que haga de él).

Esta extraña y sorprendente coincidencia de debilidad de todo lo humano y de fortaleza que se hace presente en esa debilidad, es posible gracias a la plegaria de Getsemaní, en la que todo el ser humano de Cristo está destrozado por la debilidad, excepto su espíritu (“la fina punta del alma”) con el que ora diciendo “que no se haga mi voluntad sino la tuya” (Lc 22,42). A partir de ahí, arrancando de este acto donación incondicional de sí mismo al Padre del cielo, es como la fortaleza de Dios reviste la debilidad de Jesús de Nazaret.

Y lo mismo ocurre en la vida del cristiano, si éste repite el acto de abandono de Jesús, si se sitúa en él. Entonces experimenta, como decía san Pablo, que “todo lo puedo en Aquel que me conforta” (Flp 4, 13) y “por eso me complazco en mis flaquezas, en las injurias, en las necesidades, en las persecuciones y las angustias sufridas por Cristo; pues, cuando soy débil, entonces es cuando soy fuerte” (2Co 12, 10).

Esta plegaria posee, pues, una clara referencia al combate espiritual que el cristiano tiene que sostener a lo largo de toda su vida y en el que es sostenido por la certeza del amor de Dios hacia él, amor que, como dice santo Tomás de Aquino, el hombre ha conocido al contemplar la pasión de Cristo, al ver en ella hasta que punto Dios le ama.

¡Oh buen Jesús, óyeme!

Esta petición recuerda el pasaje del joven rico, donde éste llama a Jesús “maestro bueno” (Mc 10, 17) y donde Jesús le responde con una pregunta y una afirmación: “¿Por qué me llamas bueno? Nadie es bueno sino Dios”. Con lo que se está diciendo que Jesús es Dios y, por ello mismo, es bueno. Con esta petición se está apuntando directamente a la Persona de Cristo, sin detenerse en algún aspecto de su humanidad (como en las peticiones anteriores) y puesto que la Persona de Cristo es divina, se está seguro de que nos escucha, ya que Dios “no ignora ningún sonido” (Sb 1, 7) y es sensible sobre todo a los “gemidos de los pobres”, “recogiendo sus lágrimas en su odre” (Sal 59, 9): “Cuando uno grita, el Señor lo escucha y lo salva de todas sus angustias” (Sal 34, 7). Por lo tanto por insignificante que sea la propia existencia -es más, cuanto más insignificante, más atención merece de Dios- Dios está pendiente de nosotros y podemos siempre dirigirnos a Él en la certeza de que nuestro clamor será escuchado.

Dentro de tus llagas, escóndeme

Se incrementa el carácter paradójico de la oración porque las llagas son un lugar de extrema vulnerabilidad que no parece, en principio, idóneo para esconderse. Quien suplica esconderse es porque se siente perseguido y busca un refugio seguro: “llévame a una roca inaccesible” (Sal 26, 5). La roca inaccesible y el refugio seguro resulta ser el Calvario, el lugar adonde nadie quiere ir, el lugar de la cruz, de la máxima vulnerabilidad, pero también del máximo Amor, de la manifestación extrema de ese Amor del que nada ni nadie nos separará como canta san Pablo (Rm 8, 35). Ahí es donde estamos seguros, en la hendidura de la roca: la roca era Cristo (1Co 10, 4) y las hendiduras de esa roca, en las que se puede refugiar segura la paloma del Cantar de los cantares (Ct 2, 14) (es decir, la Iglesia, el alma de cada cristiano), son las cinco llagas gloriosas y benditas del Señor crucificado, que son las cinco puertas para entrar en el Paraíso, porque son la manifestación extrema del Amor de Dios. Sólo el amor es digno de fe y por eso no andaba equivocado el apóstol Tomás cuando quería tocar las llagas, poner su mano en el costado traspasado de Cristo para realizar el acto de fe más contundente de todo el Nuevo Testamento: “Señor mío y Dios mío” (Jn 20, 28). “Mirarán al que atravesaron” (Za 12, 10; Jn 19, 37). Quien está escondido en las llagas está escondido en lo profundo del Amor de Dios, en “el abismo de sabiduría y de ciencia de Dios…” (Rm 11, 33) que nadie podría intuir con la sola razón natural. No hay refugio más seguro: “¿Quién habitará un fuego devorador, quién habitará una hoguera perpetua?” (Is 33, 14).

No permitas que me aparte (sea separado) de ti

¿Quién nos separará del amor de Dios? Se pregunta san Pablo, seguro de la fidelidad de Dios hacia nosotros. Pero nosotros, en cambio, sí podemos serle infieles y por eso oramos pidiendo al Señor que Él mismo garantice nuestra fidelidad. Es la oración por la perseverancia, la humilde petición para que “no nos deje caer en la tentación”.

Hay que distinguir entre “las” tentaciones y “la” tentación. “Las” tentaciones, nos incitan a pecar; pero lo hacen desde la conciencia de que Dios existe y de que Cristo ha pagado por nuestros pecados y está dispuesto a perdonarnos siempre. En cambio “la” tentación prescinde de todo eso porque plantea la vida etsi Deus non daretur, como si no hubiera Dios y como si Cristo no fuera el enviado del Padre y el que perdona. “La” tentación es la apostasía, es el olvido de Dios y de Cristo, es vivir como si la cuestión de Dios no tuviera ninguna importancia, es considerar como evidente la increencia, hasta el punto de que la cuestión de Dios ya ni siquiera se plantee en nuestro corazón.

“No permitas que me aparte de ti” significa: no permitas que yo deje de contar contigo, aunque sea sólo para pedirte perdón y aceptar tu perdón. No permitas que me olvide del gran misterio de Amor que tu corazón traspasado nos ha revelado. Porque entonces viviría yo como si sólo existiese el mundo, la sociedad, la historia, la política, la cultura y como si Tú no existiese. Y eso sería una soledad brutal que me helaría el corazón.

Del maligno enemigo, defiéndeme

El hombre es un ser finito y limitado, que además está espiritualmente herido por el pecado original de nuestros padres y todo ello hace que le resulte difícil percibir correctamente todas las exigencias del Bien y seguirlas. Pero, sin embargo, no todo el mal que hay en el hombre se puede explicar por su condición finita y su concupiscencia. Le enormidad del mal que, en ocasiones, genera el hombre y su tendencia a querer erigir su libertad en criterio absoluto del bien y del mal sólo se pueden entender por la existencia del Maligno, de “la serpiente antigua, que es el diablo o Satanás” (Ap 20, 2). Es él quien está continuamente tentando al hombre, sugiriéndole propuestas monstruosas de maldad que se resumen en lo que dijo a nuestros primeros padres: “Seréis como dioses en el conocimiento del bien y del mal” (Gn 3, 5), es decir, seréis vosotros, con vuestra libertad, quienes determinaréis lo que está bien y lo que está mal.

El Papa Pablo VI recordó esta verdad de la existencia del diablo como un ser personal, que se dedica a instigar a los hombres al mal: “El mal no es sólo una deficiencia sino una eficiencia, un ser vivo, espiritual, pervertido y pervertidor. Una terrible realidad misteriosa y pavorosa. Quien se niegue a reconocer la existencia de esta terrible realidad, misteriosa y pavorosa del mal, se sale del marco de la enseñanza bíblica y eclesiástica; como también se sale de este marco quien hace de ella un principio que no tiene su origen en Dios, o la explica como una ‘pseudorealidad’, una personificación conceptual o fantástica de las causas desconocidas de nuestros males”.

Con esta súplica pedimos ser defendidos de las insidias del diablo y reconocemos que en la batalla contra él esperamos la victoria no de nosotros mismos sino de Dios.

En la hora de mi muerte llámame y mándame ir a ti, para que con tus santos te alabe por los siglos de los siglos. Amén.

La muerte es un misterio de libertad, por parte de Dios, que viene hacia nosotros, y también por parte nuestra, que acogemos a Dios. La muerte es una cita entre dos personas libres. Y es Dios quien establece la hora de esa cita, de ese encuentro definitivo. Como decía San Juan de la Cruz: “Acaba ya si quieres; rompe la tela de este dulce encuentro” (el subrayado es mío).

El desafío espiritual que plantea el momento de la muerte es el de dar cumplimiento a las palabras que el Señor dijo a Abrahán, y que en ese momento nos dirá a cada uno de nosotros: “Sal de tu tierra, y de tu patria, y de la casa de tu padre y vete a la tierra que yo te mostraré” (Gn 12,1). Pues en la hora de la muerte se trata de salir de la condición terrena, de abandonar la “tierra” de la que estamos hechos –“Entonces el Señor formó al hombre con polvo del suelo”, dice el libro del Génesis (2,7)-, de salir de la “casa” que nuestros padres nos han dado –y que es nuestra existencia en su condición corporal, terrena- para marchar hacia la nueva tierra que el Señor nos muestra y que es la Jerusalén celestial, la nueva patria que el Señor nos da (Hb 11,13-16). Se trata, por lo tanto, de hacer un acto de fe, de esperanza y de amor a Dios, por el cual me fío de su palabra, y esperando su cumplimiento, me abandono a Él. Cuando Santa Teresita muere diciendo “Dios mío, os amo”, en el fondo está diciendo todo esto, está consintiendo en la llamada del Señor y abandonándose por completo a ella (que en eso consiste el amor a Dios, en fiarnos de Él, en otorgar a su palabra un valor más grande que a todas nuestras sensaciones).