La oración

¿Cuántas veces no me sentí sobrecogido por el silencio que reinaba en la iglesia mientras los padres rezaban? Al principio me colocaba al fondo del edificio y contemplaba a aquellos hombres preguntándome qué hacían, arrodillados o sentados en penumbra, sin decir una palabra… Sin embargo, daban la impresión de estar escuchando y conversando con alguien envueltos por la semioscuridad de la iglesia, iluminada por velas. Me fascinaban la práctica de la oración y la atmósfera de paz que genera. Creo que es justo afirmar que existe una auténtica forma de heroicidad, de grandeza y de nobleza en esa vida de oración habitual. El hombre solo es grande cuando se arrodilla ante Dios.

Los grandes momentos de una vida son las horas de oración y adoración. Alumbran al ser, configuran nuestra verdadera identidad, afianzan una existencia en el misterio. El encuentro cotidiano con el Señor en la oración: ese es el fundamento de mi vida. Empecé cuidando esos instantes desde niño, en familia y a través de mi contacto con los espiritanos de Ourous. Cuando hemos de vivir la Pasión, necesitamos retirarnos al huerto de Getsemaní, en la soledad de la noche.

En este mundo ajetreado donde no existe tiempo ni para la familia ni para uno mismo, y menos para Dios, la auténtica reforma consiste en redescubrir el sentido de la oración, el sentido del silencio, el sentido de la eternidad. Por desgracia, nada más concluir el concilio, la Constitución sobre la liturgia no se comprendió a partir del primado fundamental de la adoración, de la humilde genuflexión de la Iglesia ante la grandeza de Dios, sino más bien como un libro de recetas. Vimos a toda clase de creativos y animadores que buscaban más bien artimañas para presentar la liturgia de modo atrayente, más comunicativo, implicando cada vez a más gente, pero olvidando que la liturgia está hecha para Dios. Si Dios se convierte en el gran ausente, podemos llegar a toda clase de desviaciones, desde las más triviales a las más abyectas.

Benedicto XVI ha recordado con frecuencia que la liturgia no puede considerarse una obra de creatividad personal. Si hacemos una liturgia para nosotros mismos, se aleja de lo divino: se convierte en una representación teatral ridícula, vulgar y aburrida. Y se desemboca en liturgias que parecen operetas, fiestas dominicales para divertirse o disfrutar juntos después de una semana de trabajo y de afanes de todo tipo. Después de la celebración eucarística, los fieles vuelven a casa sin haberse encontrado personalmente con Dios y sin haberle escuchado en lo más íntimo de su corazón. Falta ese cara a cara con Dios contemplativo y silencioso que nos transforma y nos devuelve las energías que permiten revelarlo a un mundo cada vez más indiferente a las cuestiones espirituales.

La oración es la necesidad más importante del mundo actual, el instrumento para reformar el mundo. En un siglo que ya no reza, el tiempo queda como suprimido y la vida se transforma en una carrera desenfrenada. Por eso la oración proporciona al hombre la medida de sí mismo y de lo invisible. Me gustaría que no olvidáramos el camino que decidió tomar Benedicto XVI para la Iglesia el día de su renuncia a la sede de Pedro. Eligió un camino exclusivamente dedicado a la oración, a la contemplación y a la escucha de Dios. Es el camino más importante porque sigue la dirección de la gloria de Dios.

Desde los orígenes de la Iglesia, la oración ha ido muchas veces unida al ayuno: en la búsqueda de Dios en la oración debe estar totalmente implicado nuestro cuerpo. Sería una falacia conceder a Dios el primer lugar en nuestra vida si nuestro cuerpo no se implica también en ello. Si no somos capaces de negar a nuestro cuerpo por amor a Dios no solamente el alimento, sino ciertos placeres y necesidades biológicas fundamentales, nos faltará disposición interior. Por eso, desde los inicios de la tradición cristiana, la castidad, la virginidad, el celibato consagrado y el ayuno se han convertido en expresiones indispensables del primado de Dios y de la fe en Él.

Dios nos ha amado primero. Orar es dejarse amar y amarse a uno mismo. Orar es mirar a Dios y dejarse mirar por Él; es saber disponerse a mirar a Dios que habita y vive en nosotros de manera trinitaria. No se trata de una imagen: el Padre, el Hijo y el Espíritu viven realmente en nosotros. Somos de verdad la morada de Dios. San Atanasio lo explica de un modo espléndido: «Cuando el Espíritu está en nosotros, lo está también la Palabra, de quien recibimos el Espíritu, y en la Palabra está también el Padre, realizándose así aquellas palabras: “Si alguno me ama, guardará mi palabra, y vendremos a él y haremos morada en él” (Jn 14, 23). Porque, donde está la luz, está también el resplandor; y donde está el resplandor, allí está también su eficiencia y su gracia esplendorosa».

Orar no consiste, en primer lugar, en hablar con Dios, sino más bien en callar para escuchar a Dios que nos habla y oír al Espíritu Santo que habla en nosotros. Creo que es importante decir que no sabemos ni podemos orar solos: es el Espíritu Santo quien ora en nosotros y por nosotros. San Pablo afirma: “El Espíritu mismo da testimonio junto con nuestro espíritu de que somos hijos de Dios”. Y añade: “Asimismo también el Espíritu acude en ayuda de nuestra flaqueza: porque no sabemos lo que debemos pedir como conviene. Pero el mismo Espíritu intercede por nosotros con gemidos inefables. Y el que sondea los corazones sabe cuál es el deseo del Espíritu” (Rm 8, 16.26).

No cabe duda de que los hombres deben hablar a Dios; pero la verdadera oración deja a Dios libertad para venir a nosotros según su voluntad. Tenemos que aprender a esperarle en el silencio. Hay que perseverar en el silencio, en el abandono y la confianza. Orar es saber permanecer mucho tiempo callado: ¡cuántas veces estamos sordos, distraídos por nuestras palabras…! Por desgracia no es fácil saber escuchar al Espíritu Santo que ora en nosotros. Cuanto más perseveremos en el silencio, más oportunidades tendremos de escuchar el susurro de Dios. Recordemos que el profeta Elías pasó mucho tiempo oculto en una cueva antes de escuchar el dulce susurro del cielo. Sí, vuelvo a insistir: la oración consiste ante todo en guardar silencio. A veces tendremos que acurrucarnos junto a la Virgen del Silencio para pedirle que nos obtenga la gracia del silencio del amor y de la virginidad interior, es decir, una pureza de corazón y una disponibilidad para la escucha, que destierre toda presencia que no sea la de Dios. El Espíritu Santo se encuentra en nosotros, pero solemos estar llenos de orquestas que tapan su voz.

Yo creo que la oración exige de alguna manera la ausencia de palabras, porque el único lenguaje que escucha Dios de verdad es el silencio del amor. La locuacidad en la oración impide oír a Dios. La contemplación de los santos se alimenta exclusivamente de un cara a cara con Dios en el abandono. Solo hay fecundidad espiritual en un silencio virginal que no esté mezclado con demasiadas palabras y ruido interior. Hay que saber mostrarse desnudo ante Dios, sin afeites. La oración necesita una honradez sin tacha del corazón. La virginidad es la esencia misma del absoluto en que nos mantiene Dios.

Cuando Juan Pablo II rezaba, estaba inmerso en Dios y apresado por una presencia invisible, como una roca totalmente ajena a lo que ocurría a su alrededor. Karol Wojtyla se hallaba siempre arrodillado ante Dios, inmóvil, petrificado y como muerto en el silencio ante la grandeza de su Padre. Sé que el cuerpo no deja nunca de sacarnos fuera de la oración. El hombre también es imaginación, y esta tiene la habilidad de arrastrarnos a largos viajes que nos alejan de Dios. Cuando hay tantos pensamientos que nos alejan de Dios, es importante no olvidar que el Espíritu Santo sigue presente. También los grandes santos han dudado de su propia vida de oración, de tan dura como era a veces su sequedad. Santa Teresita del Niño Jesús se preguntaba incluso si creía en las palabras que recitaba en sus oraciones diarias.
 

Autor: Cardenal Robert SARAH
Título: Dios o nada
Editorial: Palabra, Madrid, 2015 (pp. 40, 82, 124, 145-146, 179, 181, 249-254)