La infidelidad de mi mujer


(Kafuku es un actor, que ha vivido felizmente casado durante veinte años, pero que acaba de enviudar y contrata a una chica joven –Misaki- como chófer para sus desplazamientos de ida y vuelta al teatro donde trabaja. Durante los desplazamientos en su coche, conducido por Misaki, normalmente él recita en voz alta el papel de la obra de teatro que está representando; y aunque la chica es muy silenciosa, se va creando entre ellos una cierta atmósfera que da lugar a que Kafuku se confidencie con ella. Así le habla de lo que fue su relación con el último amante de su mujer)

Mientras iba en el asiento del copiloto, Kafuku solía pensar con frecuencia en su difunta esposa. Por algún motivo, desde que Misaki trabajaba para él como chófer, había empezado a acordarse a menudo de ella. Su mujer, que también había sido actriz, era dos años más joven que él y muy bella. Kafuku la amaba. Se había sentido fuertemente atraído por ella justo desde el momento en que la conoció (a los veintinueve años), sentimiento que había permanecido invariable hasta el día que ella murió (entonces él ya había cumplido los cuarenta y nueve). Mientras su matrimonio duró, jamás se acostó con otra mujer. No era que no hubiera tenido ocasión, sino que nunca había sentido el deseo de hacerlo. 

Sin embargo, ella sí se acostaba a veces con otros. Que él supiera, los amantes habían sido, en total, cuatro. Ella, como es obvio, nunca se lo había revelado, pero él, en cada ocasión, enseguida se había dado cuenta de que estaba haciendo el amor con otro hombre en alguna parte. Kafuku siempre había tenido intuición para esas cosas y, cuando uno ama de verdad, es difícil no percibir las señales. Incluso, por el tono que su mujer empleaba al hablar de ellos, adivinó fácilmente quiénes eran los amantes. Todos eran, sin excepción, coprotagonistas de las películas en las que actuaba. Y la mayoría más jóvenes que ella. La relación duraba lo que duraba el rodaje y por lo general acababa de forma espontánea una vez terminado éste. El patrón se había repetido cuatro veces.


En su momento, Kafuku no había logrado entender por qué había tenido que acostarse con otros. Y seguía sin entenderlo. Desde que se habían casado, siempre habían mantenido una buena relación tanto conyugal como de compañeros de vida. Si tenían tiempo libre, charlaban sincera y apasionadamente sobre mil cosas; intentaban confiar el uno en el otro. Él estaba convencido de que congeniaban tanto a nivel psicológico como sexual. Además, en su entorno los consideraban una pareja ideal y bien avenida.

(A los seis meses del fallecimiento de su mujer, el último de sus amantes, un galán alto y apuesto llamado Takatsuki, se le acercó a darle el pésame. Kafuku le pidió como favor que le acompañara a tomar una copa, gesto que se repitió en varias ocasiones. Así fue como se hicieron amigos. Es lo que se llama compañeros de copas. De vez en cuando se llamaban para quedar, salían a beber por algunos bares de la ciudad y charlaban de todo un poco. Conversaban sobre los temas más diversos, pero en algún momento, indefectiblemente, acababan hablando de la difunta. En una de esas conversaciones dijo Kafuku refiriéndose a su difunta esposa:)

-Lo que más penoso me resulta es que yo no la comprendía de verdad, al menos, no comprendía una parte de ella que debía ser fundamental. Y ahora que está muerta, seguramente todo ha acabado sin que yo lo haya entendido. Como una pequeña y pesada caja fuerte hundida en las profundidades del océano. Cuando lo pienso, siento que la congoja me atenaza el pecho.

Takatsuki reflexionó un momento.

-Pero, Kafuku –dijo luego-, jamás comprenderemos del todo a una persona. Por muy profundamente enamorados que estemos.

-Compartimos nuestras vidas durante casi veinte años y yo consideraba que no solo éramos un matrimonio compenetrado, sino también dos amigos que confiaban el uno en el otro. Que hablábamos de todo con honestidad. Al menos eso creía. Pero quizá en el fondo no fuese así. ¿Cómo decirlo? Tal vez en mí hubiese una especie de punto ciego fatal.

-¿Un punto ciego? –dijo Takatsuki.

-Quizá me pasó inadvertido algo importante que había en ella. De hecho, aunque lo veía con mis ojos, en realidad no estaba viéndolo.

(…)

-¿Acaso no nos es imposible comprender al cien por cien lo que piensan las mujeres? –dijo Takatsuki- (…) Así que me imagino que no se trata de un punto ciego exclusivamente tuyo. Si se trata de un punto ciego, todos vivimos con él. Por lo tanto, creo que no deberías culparte de ese modo.

Kafuku meditó un instante sus palabras.

-Pero eso no es más que una generalización –repuso al cabo.

-En efecto –reconoció Takatsuki.

-Yo estoy hablando de mi difunta esposa y de mí. Por favor, no generalices a la ligera.

Takatsuki se quedó callado un buen rato.

-Hasta donde se me alcanza –dijo después-, tu esposa era una mujer maravillosa. Estoy convencido de ello, aunque, desde luego, lo que sé de ella no es ni la centésima parte de lo que sabes tú. Ante todo, Kafuku, deberías sentirte agradecido por haber vivido veinte años con una persona tan fantástica. Te lo digo con toda sinceridad. Pero pretender escudriñar por completo el corazón de otra persona, por muy compenetrado que estés con esa persona o por mucho que la ames, es pedir demasiado. Lo único que consigues es sufrir. Sin embargo, tratándose de nuestro propio corazón, se supone que, esforzándonos, deberíamos poder escudriñarlo tan a fondo como grande sea nuestro esfuerzo. Así pues, ¿no crees que, al final, lo que tenemos que hacer es pactar con firmeza y honradez con nuestros propios corazones? Si uno desea ver en serio a los demás, no le queda más remedio que observarse en profundidad, de frente, a sí mismo. Eso es lo que pienso.

Sus palabras parecían haber brotado de algún lugar profundo, muy especial, de su persona. Tal vez solamente hubiera sido por un instante, pero una puerta oculta se había abierto. Resonaron como algo puro, salido del alma. Al menos era evidente que no estaba actuando. Takatsuki jamás habría sido capaz de actuar tan bien. Kafuku escrutó sus ojos en silencio. Esta vez el otro no apartó la vista. Ambos se miraron largo rato. Y reconocieron en sus pupilas un brillo como de estrella remota.

Cuando se despidieron, volvieron a estrecharse las manos. Fuera lloviznaba. Cuando Takatsuki, vestido con su gabardina beis y sin paraguas, despareció bajo la lluvia, Kafuku observó un instante la palma de su mano derecha, como de costumbre. Y de nuevo pensó que la mano que acababa de estrechar había acariciado el cuerpo desnudo de su mujer.

Sin embargo, por una u otra razón, aquel día ese pensamiento no lo angustió. Simplemente se dijo que esas cosas pasaban. Eso era: seguramente esas cosas pasaban.

«Al fin y al cabo, ¿qué era sino un simple cuerpo?», se dijo Kafuku. «¿Acaso no acabará convertido dentro de poco en huesecillos y cenizas? Tiene que haber cosas más importantes.»

Si se trata de un punto ciego, todos vivimos con él. Esas palabras resonaron largo tiempo en sus oídos.

(Después de haberle narrado todo esto a Misaki, Kafuku reflexiona en voz alta y le dice a propósito de la relación de su difunta esposa con Takatsuki:)

-Para ser sincero, (Takatsuki) no era gran cosa. Puede que fuese una persona agradable. Era guapo, tenía una bonita sonrisa. Y al menos no era un adulador. Pero tampoco me merecía especial respeto. Francamente, resultaba superficial. Tenía sus puntos flacos y era un actor de segunda. Mi esposa, en cambio, era una mujer con carácter, dueña de un gran mundo interior. Una persona que meditaba las cosas despacio, con calma, tomándose su tiempo. Y sin embargo, ¿por qué tuvo que sentirse atraída y acostarse con un hombre sin importancia, como él? Todavía llevo hoy esa espina clavada en el corazón.

-En cierto sentido lo considera incluso como un ultraje hacia usted. ¿Me equivoco?

-Puede que sea eso –admitió Kafuku tras reflexionar un instante.

-¿Y no será que en realidad no se sentía atraída por esa persona? –dijo de manera muy concisa Misaki-. Y por eso se acostó con él (…) Las mujeres tenemos esas cosas –añadió ella.

No le salían las palabras. Así que Kafuku guardó silencio.

-Es como una enfermedad, señor Kafuku. No vale la pena pensar en ello. El que mi padre nos abandonase, que mi madre me hiciera daño… Todo es a raíz de la enfermedad. De nada sirve darle vueltas. No queda más remedio que apañárselas, tragar e ir tirando.

(…)

-Voy a dormir un poco –dijo Kafuku.

Misaki no dijo nada. Siguió conduciendo tan callada como hasta entonces. El actor agradeció el silencio.




Autor: Haruki MURAKAMI
Título: Hombres sin mujeres
Editorial: Tusquets, Barcelona, 2015, pp. 10-51