Cómo se rompió mi matrimonio

(En esta novela, Frank, su protagonista, es un periodista deportivo, que tiene que viajar mucho para cubrir los diferentes eventos deportivos por todo el país y que nos cuenta algunas vicisitudes de su vida intentando comprender por qué se rompió su matrimonio, después de haber tenido tres hijos y de haber perdido a uno de ellos, que falleció inesperadamente. Se refiere a su antigua esposa sin decir nunca su nombre, designándola con la letra X. En este texto nos narra lo que desencadenó la repentina decisión que tomó su mujer de romper el matrimonio. Todo empezó en uno de sus múltiples viajes para cubrir acontecimientos deportivos, donde conoció a una mujer que acababa de abandonar a su marido)

Desde luego es la ironía de las ironías que X me dejara por las cartas de Peggy Conmover, cuando Peggy y yo jamás cometimos la más mínima indiscreción.

La conocí en el avión de Kansas City a Minneapolis, y a lo largo de una tarde, durante la cena y las horas que siguieron, llegué a saber sobre ella todo lo que se puede averiguar de alguien en ese intervalo de tiempo. Tenía treinta y dos años y no era una mujer atractiva. Era regordeta, con enormes dientes blancos y una perfecta cara de torta. Había dejado a su marido y a sus cuatro hijos en el pueblo de Blanding, Kansas –donde su marido vendía material aislante-, para irse a vivir con su hermana al norte de Minnesota y dedicarse a la poesía. Era una mujer afable, con una agradable sonrisa, y en el avión empezó a contarme su vida. Había ido a Antioquia, había estudiado historia, jugaba a jockey sobre hierba, había participado en marchas por la paz y escrito poemas. Me contó que sus padres eran emigrantes suecos y que a ella siempre le había dado vergüenza, y que muchas veces soñaba con gigantescos camiones que se precipitaban por despeñaderos y se despertaba aterrada. También me contó que había escrito algunos poemas y que cuando se los había enseñado a su marido, Van, éste se había burlado, aunque más tarde reconoció que estaba orgulloso de ella. Me dijo que en su época de estudiante era muy sexy, y que se había casado con Van, que era de Miami, Ohio, porque le quería. Pero no eran del mismo nivel cultural y aunque entonces no le había importado, ahora sí, y había decidido dejarle.

Cuando bajamos del avión y nos detuvimos en el vestíbulo, me preguntó dónde me hospedaba. Le contesté que en el Ramada y ella me propuso acompañarme y cenar juntos, porque le gustaba hablar conmigo. Y como yo no tenía otra cosa que hacer, acepté.

En las cinco horas que siguieron a este encuentro, cenamos en un buffet, bajamos a mi habitación y nos bebimos una botella de vino alemán que Peggy le había comprado a su hermana. Ella siguió hablando, y de vez en cuando, yo intercalaba algún comentario. Me contó que había abandonado el protestantismo, me habló de su filosofía de la educación infantil, de sus teorías sobre el expresionismo abstracto, de la aldea global, y de un proyecto para un curso sobre Grandes Obras de la Literatura que pensaba llevar adelante a la menor oportunidad.

A las once y cuarto, dejó de hablar, se miró las manos regordetas y sonrió:

-Frank –dijo-. Sólo quería decirte que durante todo este tiempo he estado pensando en acostarme contigo, pero creo que no debería. –Movió la cabeza-. Ya sé que se supone que hay que hacer lo que te dictan los sentidos y yo me siento muy atraída por ti, pero creo que no estaría bien. ¿A ti qué te parece?

Tenía una expresión alterada, pero cuando me miró, se dibujó una prometedora sonrisa en sus labios. Y yo sentí por ella una mezcla de comprensión y nostalgia. No sé por qué, me imaginaba exactamente cómo se sentía, sola y a merced del mundo. Yo me había sentido igual cuando estaba con los marines, sufriendo de un mal desconocido y sin nadie que me hiciese caso, salvo médicos y enfermeras hostiles, pensando irremisiblemente en la muerte aunque no quería morir. Y deseé hacer el amor con Peggy Conmover, con más intensidad de lo que había deseado en mucho tiempo. Déjenme que les diga que es posible sentirse súbitamente atraído por una mujer sin encontrarla atractiva, una mujer con la que no les gustaría ir a cenar, o encontrarse en una fiesta, ni mirar dos veces en un ascensor, pero de pronto sucede, como me pasó a mí con Peggy.

Pero mi respuesta fue:

-No, Peggy, creo que no estaría bien y nos causaría un montón de problemas.

No sé por qué dije eso ni por qué lo dije así, porque no era lo que me dictaban mis sentidos.

La cara de Peggy se iluminó de placer y creo que también de sorpresa. Ese es siempre el momento más vulnerable: en el preciso instante en que renuncias a cualquier intención de actuar de una forma errónea, sueles caer directamente en brazos del otro. Pero entonces no fue así. Lo que pasó fue que Peggy se subió a la cama donde yo estaba sentado, se sentó a mi lado, me cogió una mano, me la apretó, me dio un gran beso húmedo en la mejilla y me sonrió como si yo fuese un hombre extraordinario. Me dijo que había tenido mucha suerte de topar con alguien como yo y no con “cualquiera”, porque aquella noche estaba muy vulnerable y hubiera sido “una presa fácil”. Hablamos de cómo se encontraría a la mañana siguiente, después de haber bebido todo aquel vino, y comentó que tendría que tomar mucho café. Luego dijo que si me parecía bien, le gustaría buscar algo que yo hubiera escrito, leerlo y enviarme su opinión. Le respondí que a mí también me gustaría. Después como si obedeciera a una señal secreta, rodeó la cama, levantó las sábanas y se metió dentro junto a mí, e inmediatamente se quedó dormida y empezó a roncar. Yo dormí a su lado el resto de la noche, totalmente vestido y encima de la colcha, y no la toqué ni una sola vez. Por la mañana me fui antes de que se despertara, a entrevistar a un entrenador de fútbol, y no volví a verla nunca más.

Al cabo de un mes llegó a casa una gruesa carta –la primera de una serie de cartas de Peggy Conmover- hablándome de sus hijos, con observaciones ocurrentes sobre su felicidad, su peso, su alimentación, o de Van, con quien había decidido volver a vivir, y de los planes que tenía para su vida futura. Pero también me hablaba de unos artículos míos que había leído en la revista y que comentaba (algunos le gustaban y otros no). Todo tenía el mismo tono parlanchín en que me había hablado aquel día, y acababa siempre con “Bueno, Frank, espero verte pronto, de verdad. Besos. Peg”. Todo aquello me hacía mucha ilusión, e incluso le contesté un par de veces, porque me gustaba que sólo hubiéramos sido buenos amigos, que pudiéramos seguir siéndolo y que todo marchase a pedir de boca. También me gustaba que allí lejos, en alguna parte del mundo, alguien pensara en mí sin malas intenciones e incluso me deseara lo mejor.

Esas eran las cartas que X encontró en el cajón de mi escritorio cuando buscaba el calcetín lleno de dólares de plata, temiendo que nos los hubieran robado. Y fueron esas cartas las que le hicieron pensar que de alguna forma, nuestra vida se rompía y era imposible continuar. A mí también me fue imposible explicar nada, porque el malentendido era demasiado grande. Supongo que cuando leyó las cartas de Peggy Conmover, X pensó que si aquellas cartas locuaces y aparentemente neutrales estaban escondidas en mi cajón (no estaban escondidas, desde luego), era probable que otras cartas con el mismo sentido común y buen humor hubieran sido enviadas (tenía razón). Y en esa casa no había nada de eso para ella. Empezó a pensar que para mí el amor era una mercancía transferible –quizá fuese cierto- y a ella no le gustaba. De pronto, llegó a la conclusión de que no quería ni tenía por qué estar casada con alguien como yo ni un segundo más, y así fue como ocurrió.




Autor: Richard FORD
Título: El periodista deportivo
Editorial: Anagrama, Barcelona, 2010, pp. 157-160