Oración de San Efrén


Esta oración es empleada por las iglesias de Oriente durante la Cuaresma, acompañada de tres grandes "metanias", es decir, postraciones tocando con la frente el suelo para suplicar la conversión. "Metania" es una palabra emparentada con "metanoia" (conversión).

La oración supone que hay un camino de conversión, pero que en ese camino hay obstáculos debidos a nuestra condición pecadora, la que Jesús recordó a quienes querían lapidar a la mujer adúltera, y le pide a Dios que no permita que quedemos atrapados por esos obstáculos. La oración enumera cuatro grandes obstáculos: el espíritu de pereza, de desaliento, de dominación y de vana palabrería.

SEÑOR Y DUEÑO DE MI VIDA

Estas palabras subrayan la transcendencia de Dios, pero "dueño" no significa aquí a un tirano sino al Padre que quiere adoptarme en su único Hijo respetando infinitamente mi libertad. La manera de ejercer su "señorío" la hemos visto en la encarnación de su único Hijo que nace en un establo, se deja asesinar por nuestra libertad cruel, resucita y se revela a aquellos que le aman. Su grandeza se revela en la manera como ejerce su ser "Señor y Dueño" de mi vida y de toda vida, porque toda vida procede de Él: como un servidor: "Yo estoy en medio de vosotros como el que sirve" (Lc 22, 27).

Mi relación con este Señor y Dueño no es, pues, una relación de esclavitud sino de libre confianza, porque no hemos recibido "un espíritu de esclavos para recaer en el temor", sino un espíritu de "hijos adoptivos que nos hace exclamar: ¡Abbá, Padre! (Rm 8, 15). Él es el "Dueño de mi vida" porque Él es la fuente de la que mana la vida, que yo no ceso de recibir de Él, puesto que es Él quien me la dona y quien me per-dona y de ese modo me la vuelve a dar, abriéndome un porvenir sobreabundante allí donde yo, con mi pecado, me había cerrado todo porvenir: "Vete, y en adelante no peques más" (Jn 8, 11). Yo sólo existo por este amor infinitamente discreto que me eleva más allá de todo condicionamiento, de toda necesidad, que se hace servidor para que quienes quieren ser sus servidores lleguen a ser amigos suyos (Jn 15, 13).

NO ME ABANDONES AL ESPÍRITU DE PEREZA

La pereza significa esencialmente el olvido, es decir, la incapacidad para asombrarse y maravillarse de la realidad, la incapacidad para ver. La pereza es como una anestesia de todo el ser, como una insensibilidad. Es una especie de sonambulismo que se puede producir tanto por la agitación como por la inercia, tanto por una agenda demasiado llena como por una agenda demasiado vacía. El resultado es el mismo: la incapacidad para considerar otra cosa que no sea la utilidad, la rentabilidad, la relación calidad-precio; por lo tanto, incapacidad para reconocer la existencia y la belleza del otro, tanto del otro humano como de cualquier criatura -una música, una flor, una estrella. Es incapacidad para percibir la realidad enraizada en el misterio, olvidando que la realidad viene de Dios que es quien la ha creado.

DE DESALIENTO

La pereza hace que el hombre pierda todo gusto por la vida y lo conduce a un abatimiento que los antiguos monjes llamaban "acedía", que le sumerge en la desesperanza. El hombre se siente como que "está de vuelta de todo", pierde todo espíritu de infancia y se comporta como un viejo cínico que, ante cualquier reto espiritual, se dice a sí mismo "¿para qué?" y paraliza cualquier movimiento de superación, antes de que acontezca. De este modo se convierte en la raíz de todo pecado porque envenena la energía espiritual en su misma fuente.

La "acedía" es un estado del alma caracterizado por el tedio, la ansiedad y la tristeza, que conduce a un desinterés hacia lo que hay que hacer, hacia todo lo que prácticamente nos ocupa: nada parece interesar al sujeto poseído por la acedía, con lo que el hombre se repliega sobre sí mismo, sobre sus propios "pensamientos" que, en el lenguaje de los padres del desierto, significan no meros contenidos mentales sino humores, estados de ánimo, que generan imaginaciones de la mente cuyo primer efecto es replegar al sujeto sobre sí mismo, encerrarlo en su propia inmanencia, incapacitarlo para salir de sí mismo y ocuparse con entusiasmo y generosidad de algo que no sea su propio estado de ánimo.

DE DOMINACIÓN

Por replegado que esté el sujeto sobre sí mismo, la realidad exterior, distinta de él, sigue existiendo y hay que tomar una actitud ante ella. El hombre poseído por la pereza y el desaliento fácilmente adopta una actitud de dominación sobre todo lo demás. El espíritu de dominación, del que pedimos ser librados, es un espíritu demoníaco que pretende imitar de manera deforme a Dios. Dios ejerce su dominio sobre la realidad y la historia humana con una paciencia infinita, con una indescriptible dulzura, con una capacidad inagotable de espera. 

El espíritu de dominación, es decir, el demonio de la dominación, ejercerá su dominio como imposición apresurada, violenta y forzosa del propio criterio y de la propia voluntad sobre los demás, de manera muy especial sobre los enemigos a los que procurará atormentar en su cuerpo, y más todavía en su alma, violando su intimidad y su carácter personal y reduciéndolos a ser un mero exponente de un género malvado, como si no tuvieran nombre propio. Y si no tiene enemigos reales, los inventará, los fabricará con su imaginación desatada, que no se siente vinculada por la realidad sino tan sólo con su propia subjetividad, dominada por la acedía.

Y DE INÚTIL PALABRERÍA

De todos los seres creados, sólo el hombre ha sido dotado con el don de la palabra. Por eso todos los Padres de la Iglesia ven en la palabra un "sello" de la imagen divina en el hombre, algo que nos emparienta y nos asemeja a Dios, puesto que Él mismo se ha revelado como la Palabra (Jn 1, 1). Por eso, siendo un don tan alto, la palabra puede salvar y puede matar, puede inspirar y puede envenenar, puede proclamar la Verdad, que es Cristo, o puede decir la mentira, que es siempre hija de aquel al que el Señor llamó "mentiroso y padre de la mentira" (Jn 8, 44).

La "inútil palabrería" no se refiere a la murmuración y a la calumnia, que son pecados manifiestos, sino a un pensar y a un hablar que se hace sin ningún sentido del misterio, sin maravillarse y angustiarse ante el misterio del ser, sin ninguna capacidad de hacer silencio. 

La "vana palabrería" ignora el misterio de la persona humana, que está ligada a un cierto "secreto", puesto que la persona es siempre más y otro que el conjunto de sus características físicas y psíquicas. La "inútil palabrería" se manifiesta en la incapacidad de guardar silencio, -o, mejor dicho, de "dejarse guardar" por el silencio-, y por la necesidad compulsiva de hablar incesantemente, sin interrupción ni cansancio alguno y, normalmente, sin decir nada verdaderamente sustancioso, nada que nos ayude a crecer.

Dicen los Padres del desierto: «Un monje dijo al abad Sisoés: “Deseo guardar mi corazón”.A lo que respondió el anciano: “¿Cómo vamos a guardar el corazón si nuestra lengua encuentra siempre la puerta abierta?”»

HAZME MÁS BIEN LA GRACIA, A MÍ TU SERVIDOR

La oración es siempre una "conversación" con Dios. Dios nos habla: por la Sagrada Escritura, por medio de los seres y las cosas, a través de las situaciones de nuestra vida y también por su presencia, nos va dando palabras de silencio, llenas de dulzura, toques de fuego en el corazón (y nunca una charlatanería inventada, impúdica, ilusoria). 

En esta conversación con Dios, nos reconocemos "servidores" suyos, es decir, unas criaturas que están siendo renovadas por su Espíritu y que han sido llamadas a participar en el "servicio divino", lo cual es ciertamente un gran honor, porque el Señor a sus siervos no los llama siervos sino "amigos", ya que los introduce en su intimidad más personal, su relación con el Padre (Jn 15, 15).

A continuación el orante suplica cuatro actitudes que no son sólo "virtudes", en el sentido moral del término, sino participaciones en la humanidad de Cristo, humanidad deificada en la que las virtualidades de lo humano son plenamente realizadas por la unión con los Nombres divinos que cada una de ellas refleja. Al pedir la castidad, la humildad, la paciencia y la caridad, estamos pidiendo una participación en el ser de Cristo que es el verdadero casto, humilde, paciente y caritativo y que, a través de estas actitudes, expresa el ser de Dios.

DEL ESPÍRITU DE CASTIDAD

La "castidad" no significa en primer lugar y de manera única, la continencia, sino más bien la integridad del ser del hombre, su verdad total perfectamente unificada, "recogida" y no dispersa y fragmentada por el abandono a las pulsiones. Un ser "casto" significa un ser que está entero, que se me ofrece en su totalidad, en su verdad total, y que me propone la comunión con él y no el lánguido abandono a los impulsos. "Castidad" es, pues, verdad y comunión. 

Podríamos decir "verdad" y "amor", pero "amor" es una palabra que está muy contaminada por el uso tan variado y hasta contradictorio que se hace de ella. Muchos entienden amor como eros, y a su vez entienden el eros como dinamismo de fusión interpersonal, lo cual es incompatible con la comunión. La comunión, que es la verdadera esencia del amor, de todo amor, consiste en "no mirarse el uno al otro sino mirar los dos en la misma dirección" (A de Saint-Exupéry). Para los cristianos esa "dirección" es Cristo y es de Él, de quien recibo la manera de mirarte a ti, con quien estoy en comunión (en cualquiera de las múltiples formas de comunión que existen: como marido y mujer, o como padre e hijo, o como amigo, hermano, sacerdote, compañero, etc.

La castidad cristiana se inicia con la infusión en nosotros, por obra del Espíritu Santo, de la mirada de Cristo sobre los hombres: así aprendemos a ver a cada hombre como "un hermano por quien Cristo ha muerto" (1 Co 8, 11) y, en consecuencia, como un ser valioso por sí mismo, cuyo precio es la sangre misma del Señor, y que nunca jamás debe ser reducido a la condición de mero objeto de mi deseo. Un ser hacia el que estoy llamado para vivir en comunión, pero sin olvidar nunca que es mi hermano y no "un objeto de investimiento libidinal". Tal como hace Tobías, en su relación con su mujer, Sara, a la que llama "hermana". La castidad es la memoria vivida de que esta persona, aunque sea mi marido o mi mujer, no deja de ser siempre un(a) hermano(a).

DE HUMILDAD

La humildad está muy ligada a la castidad porque la humildad es la verdad y la castidad, al fin y al cabo, consiste en ajustar el propio deseo a la verdad del otro y a la mía propia. La humildad es la verdad total, la que me recuerda que todo lo que soy y lo que tengo me ha sido dado, es un don que me hace el "Dador de todos los dones", que es Dios, que es el Espíritu Santo (Veni dator munerum), que es precisamente el "Espíritu de la Verdad" (Jn 14, 17). Mi existencia entera es un don de Dios, y el hilo que la sostiene, y que se puede romper en cada momento, está mantenido por Él.

La humildad es, como dice san Juan Clímaco, "un don de Dios, un don que viene de Él", puesto que fue dicho: "aprended, no de un ángel ni de un hombre, sino de mí -de mí permaneciendo en vosotros, de mi iluminación y de mi operación en vosotros- que soy manso y humilde de corazón, de pensamientos y de espíritu, y encontraréis para vuestras almas el apaciguamiento de los combates y el alivio de los pensamientos" .

Humilde es el publicano de la parábola, que no pretende poseer ninguna virtud, mientras que el fariseo, demasiado perfecto, no tiene necesidad de un Salvador. El hombre perfecto, seguro de sí mismo y orgulloso de su virtud, ocupa todo el espacio de su vida y no hay, en él, lugar para el prójimo ni para Dios. En cambio, el hombre humilde "deja lugar" para el prójimo y para Dios en su vida: está abierto a la gratuidad de la salvación, que él recibe como un regalo y acoge con gratitud.

Uno se hace humilde sin buscar hacerse humilde: por la obediencia, por el desprendimiento, por el respeto del misterio en su gratuidad, por su apertura a la gracia. Y la humildad se expresa en la capacidad de atención: al otro, a las vetas de un árbol, a un escorpión que camina sobre un escalón, incluso a una nube efímera que, en este instante, es tan bella. La humildad otorga la capacidad de "ver los secretos de la gloria de Dios escondidos en los seres", tal como afirma san Isaac el Sirio .

DE PACIENCIA

La paciencia da confianza al tiempo, no sólo al tiempo ordinario que termina con la muerte, sino al tiempo mezclado de eternidad que nos ofrece Cristo Resucitado, el tiempo que conlleva la esperanza. La paciencia está atenta a las lentas maduraciones, a veces incluso paradójicas, como la del grano que muere para dar mucho fruto. Dios es paciente, porque Él ve la profundidad de todo lo que existe, la realidad interna de las cosas, que nosotros no percibimos, y percibe las semillas de renovación que Él mismo ha sembrado. Y sabe esperar. Porque Dios es Amor y el Amor, la caridad, "todo lo espera, todo lo soporta" (1 Co 13, 7). Quien se acerca a Dios, y en la medida en que está cerca de Él, va aprendiendo a so-portarlo todo y a esperar contra toda esperanza, incluso aquello que parece imposible, pero que Dios quiere realizar.

DE CARIDAD

La cadena de actitudes suplicadas -castidad, humildad, paciencia- culmina, como es lógico puesto que son aspectos del ser divino que resplandecen en la humanidad de Jesucristo, en la caridad, que merece resumir el ser de Dios: "Dios es Amor" (1 Jn 4, 8).

San Simeón el Nuevo Teólogo decía del hombre que se santifica que se convierte en "un pobre lleno de amor fraterno" . Pobre, porque se despoja de sus roles, de su importancia social (o eclesiástica), de sus personajes neuróticos, y se abre simultáneamente a Dios y al prójimo, sin separar la oración y el servicio. Entonces se hace capaz de discernir la persona del prójimo por debajo de tantas máscaras, de tanta fealdad y de tanto pecado, tal como hacía Jesús en los evangelios. Se hace también capaz de pacificar a los que se odian y desearían destruir el mundo.

San Isaac el Sirio afirma: "Hermano, te recomiendo esto: que en ti el peso de la compasión incline la balanza hasta que tú sientas en tu corazón la compasión misma que Dios tiene hacia el mundo" , esa compasión divina que se expresa de manera tan gráfica en el final del libro de Jonás (cf. cap. 4).

¡SÍ, SEÑOR Y REY! CONCÉDEME VER MIS PECADOS Y NO CONDENAR A MI HERMANO. OH TÚ QUE ERES BENDITO POR LOS SIGLOS DE LOS SIGLOS. AMÉN.

Esta última petición desenmascara una de las formas más horrorosas del pecado: la de justificarse a sí mismo condenando a los demás, la de odiar, despreciar y descalificar a los otros con la buena conciencia de quien se cree justo. De esto sólo se libra aquel que ve sus propios pecados. Así lo entendieron los Padres del desierto: «Preguntaron a un anciano cómo algunos podían decir que habían visto el rostro de los ángeles. Y él contestó: “Dichoso el que ve siempre sus pecados”».

"Ver mis pecados" corresponde a la llamada a la exhortación a la conversión que hace el propio Señor en el Evangelio: «Convertíos, porque el Reino de los Cielos ha llegado.» (Mt 4, 17). Cuando la luz se acerca, las tinieblas se disipan y el hombre se descubre en sí mismo toda la desviación del camino de Dios en la que se ha situado por sus pecados, descubre que está al borde del abismo de la nada. Pero en la mirada de la fe, descubre también que allí está Cristo, interponiéndose entre él y la nada, porque Él es el vencedor de la muerte y del infierno.

«El abad José preguntó al abad Pastor: “Dime, ¿cómo puedo llegar a ser monje?” El anciano respondió: “Si quieres encontrar descanso en este mundo y también en el otro, plantéate continuamente esta cuestión: ‘¿Quién soy yo?’ Y, por lo demás, no juzgues a nadie”».

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Dios es Amor, pero el secreto de Dios es su humildad: Dios es amor porque es humilde, infinita y terriblemente humilde. De nuevo los Padres del desierto: «Preguntaron a un anciano: “¿Qué es la humildad?” Y respondió: “La humildad es algo muy grande, divino. El camino de la humildad es éste: entregarse a la penitencia corporal, reconocerse pecador y someterse a todos”. Y un hermano preguntó: “¿Qué es someterse a todos?” Y contestó el anciano: “No fijarse en los pecados de los demás, sino considerar siempre los propios y rogar continuamente a Dios”». Que así sea en cada uno de nosotros.