La mujer

Cierto día -¡ah, ese recuerdo no se le borraría jamás!- le había hablado un Personaje, un sacerdote de luenga barba patriarcal, que llevaba la cruz pectoral y la amatista y parecía llegar de las soledades de los confines del mundo, donde pasean, bajo cielos terribles, los leones evangélicos del Episcopado.

Viendo llorar a una niña tan joven, se acercó a ella, la miró con bondad y, lentamente, moviendo los labios con dulzura, la bendijo. Luego, poniendo la mano sobre la cabeza de ella, a la manera de un dominador de almas, le dijo:

- Hija mía… ¿por qué llora usted?

Aun oía ella esa voz serena y penetrante que le parecía la de un ser sobrehumano. Pero ¿qué podía contestar en ese momento sino que moría del deseo de vivir? Con sus grandes ojos de corza extraviada, en los que se leía su pena, lo miró en silencio. Fue entonces cuando el desconocido pronunció esas palabras sorprendentes que ella no olvidaría jamás:

- Alguna vez han debido hablarle a usted de Eva, la Madre del género humano. Aunque casi no se la honre en este Occidente, donde su nombre es mezclado con frecuencia en reflexiones profanas, a los ojos de la Iglesia es una gran Santa, a quien invoca siempre nuestra cristiandad del viejo Oriente, que conserva mejor las tradiciones antiguas. Su nombre significa Madre de los Vivientes… Dios, que inspira todos nuestros pensamientos, ha querido, sin duda, que yo la recuerde al verla a usted. Diríjase, entonces, a esa Madre, que está más cerca de usted que aquella que la engendró. Sólo Ella, créalo, puede socorrerla, puesto que usted no se parece a nadie, pobre niña que tiene sed de Vida. Puede ser, además, que el Espíritu Santo haya puesto en usted su temible Signo, pues los caminos son ignorados… Adiós, mi dulce niña. Dentro de unos instantes volveré a partir para tierras lejanas, y soy tan viejo, que acaso no regrese jamás… No la olvidaré, sin embargo… Cuando se encuentre entre las llamas, acuérdese del viejo misionero, que rezará por usted en el fondo de los desiertos.

(…)

Las mujeres están universalmente convencidas de que son acreedoras a todo. Esta creencia es en ellas tan natural como lo es que un triángulo se halle inscrito en la circunferencia determinada por él. Hermosa o fea, esclava o emperatriz -dueña cada una de ellas de creerse la Mujer- ninguna escapa a ese maravilloso instinto de conservación del reinado, cuya expresión máxima sigue siendo esperada por la humanidad. Del reinado del Amor, pues la mujer no puede ser ni creerse otra cosa que el Amor mismo, y su prodigiosa imagen es el paraíso terrestre buscado durante tantos siglos por los Don Juan de todas las categorías.

Todas -lo sepan o lo ignoren ellas mismas- están convencidas de que su cuerpo es el Paraíso. Plantaverat autem Dominus Deus paradisum Voluptatis a principio: in quo posuit hominem quem formaverat. En consecuencia, ninguna plegaria, ninguna penitencia, ningún martirio tendrá la suficiente eficacia de impetración para obtener esa inestimable joya, que no podría pagarse con el peso en diamantes de las nebulosas.

¡Júzguese lo que ellas dan cuando se dan y mídase su sacrilegio cuando se venden!

He aquí, ahora, la conclusión sacada de los Profetas. La mujer tiene razón en creer todo eso y en pretender todo eso. Tiene infinita razón, porque su cuerpo -esa parte de su cuerpo- fue el tabernáculo de Dios viviente, y porque nadie, así sea un Arcángel, puede poner límites al poder de atracción de ese desconcertante misterio.

(…)

“Una mujer -me decía una vez Marchenoir- cuanto más santa, es más mujer”. 



Autor: Léon BLOY
Título: La mujer pobre
Editorial: ZYX, Madrid, 1968 (pp. 23-24; 44-45; 87-88)