La experiencia originaria del ser: el seno materno

Antes de ser “arrojado al mundo” el hombre es un ser acogido. Su primera morada es el vientre de una madre: “Así, lo más original que perciben los sentidos, en su transcendencia más esencial, es el acto de un amor que protege y que calienta” . El calor del seno es indisociablemente vida y ternura. El cachorro de hombre se abre a una primera relación con el espacio como confianza. Porque antes de ser sistema métrico o tridimensional, el espacio es primeramente afectivo. Como dice Fabrice Hadjadj de sí mismo: “Viví en primer lugar en el vientre de una judía alta, rubia, guapa, que era militante maoísta y diplomada en inglés. Allí, mi recogimiento era monástico pese a todo; mi posición, la de una adoración perfecta en pirueta. Me llevaban de acá para allá en las calles de Túnez y los restaurantes de París, pero yo no abandonaba mi ermita viviente, encontrándome con la gente sólo a través del tamiz de una mucosa que me los hacía a todos cálidos. Así debuté en la vida. En un tabernáculo de carne. La inquietud vendría sólo después, con la disipación. Sin embargo, si creo el célebre verso de Wordsworth -“el Hijo es el padre del Hombre”- es imposible que esta primera experiencia de lo real no fuera el fundamento de todas las que siguieron”.

En el recinto maternal, ser y amor, espacio y confianza, alimento y abrazo no son distintos. ¿Hay alimento acaso sin los fervorosos abrazos íntimos de la madre, y sin la unión física con sus senos? Gustave Siewerth insiste en el carácter fundamental de esta experiencia uterina que se prolonga en los brazos de los padres. El hijo amado tiene la percepción de que todos sus gozos provienen de una fuente de abnegación y de clemencia. El rostro del don precede al descubrimiento del propio rostro. El biberón preparado para él, al mismo tiempo que una bebida agradable, es un gesto de devoción. El pañal que le es cambiado, al mismo tiempo que un acto de higiene, es un abrazo gratuito. Su sensualidad está conformada completamente por la ofrenda. El puré de zanahorias es un plato de caricias. El gusto a chocolate es inseparable del sabor de un beso. Por eso, más tarde, deseará al otro por encima de todo, y el placer sensible separado apenas le interesará: “Sólo cuando el amor le ha sido negado, sólo entonces los contenidos de los sentidos se vuelven preciosos e importantes para él, porque los ha experimentado de manera aislada, y su corazón debe contentarse con ellos solos” .

Tal es la profundidad del sexo femenino: su ambiente subyace a nuestra presencia en el mundo. Ese ambiente no es nunca un burdel donde los hombres van a emborracharse. Es una cartuja, en la que el feto se establece en la confianza, bañado de un calor transcendente. Así podemos comprender la conmoción de Pasolini en 1975: “Estoy traumatizado por la legislación sobre al aborto, porque la considero, al igual que muchos, como una legislación sobre el homicidio. En mis sueños y en mi comportamiento cotidiano -es algo común a todos los hombres- vivo mi vida prenatal, mi dichosa inmersión en las aguas maternales: sé que allí yo estaba vivo” . ¿Qué “cínica prevaricación” puede transformar el santuario mismo de la vida en cámara mortuoria? ¿Cómo se pueden enviar las pirañas a esta piscina de la “dichosa inmersión”? El realizador de Teorema denuncia un contrasentido visceral.

La apertura a la vida, garantía de la comunión sexual (pp. 176-178)

Juan Pablo II afirmaba que cuando el abrazo conyugal está abierto a la vida hay “comunión sexual”, y una mera “unión sexual” cuando no lo está. ¿Puede mantenerse esta afirmación al margen de la Revelación trinitaria? ¿Por qué hay que estar disponible a acoger a un molesto tercero para encontrarse verdaderamente en pareja? Si consideramos el acto sexual mismo, seguir la pendiente natural permite evidentemente entregarse sin reserva y evitar la intrusión de la industria en medio de nuestros retozos. Dejamos que se encamine “la sangre más preciosa” hasta la trompa de la abundancia, sin preservarnos, sin ‘contracebirnos’, sabiendo que al final de nuestro abrazo puede haber una alma completamente nueva que Dios se ve como obligado a crear para esposar nuestro juego. Así obligamos al Eterno a acostarse con nosotros, llevamos al Todopoderoso, por medio de nuestros sexos, como si se tratase de una oración física, a rematar la unión. ¿Cómo no se iba a dar en ella la mayor alegría? Cuando evitamos dejar entrar así, a través de lo natural, al Eterno en nuestro lecho, nos veremos fatalmente ahogados por mil problemas técnicos: “¿Te acuerdas de si me tomé la píldora?... ¡Ten cuidado!... ¡Ten cuidado!... ¡No, no puedo! ¡No puedo! ¡¡Ese rollo del embarazo me ha helado la sangre en las venas!!... ¿Un diafragma? Sí, puede ser, pero tú no me habías dicho que hoy… y además no me gusta ese trozo de caucho en el vientre… me hace sentir rara… tengo la impresión de tener un chicle dentro… ¿Es que ya no hay poesía? ¡Vale, lo siento!” .

Si se considera la pareja más allá del acto carnal, hay que constatar en primer lugar que toda fusión es ilusoria. No formar más que una sola carne en ese sentido de la fusión es una quimera de albóndiga. Cuanto más juntos vivimos, más descubre cada uno su soledad esencial y la alteridad irreductible del otro. Mi mujer nunca está tan unida a mí como cuando yo reconozco que ella se me escapa por entero. La comunión consiste en resistir en esa distancia de lo íntimo, en esa proximidad del misterio. Pero resistir así sería un ejercicio solitario y vacío si no fuera también un desgarro que nos abre a ambos hacia un mismo punto. Por eso la comunión implica un tercero común, lugar de una unión más profunda.

La comunión espiritual es la más elevada, pero aun cuando es necesaria entre el hombre y la mujer, no es lo que hace que su relación sea absolutamente específica: puede darse con otro del mismo sexo. La comunión sexual sólo tiene especificidad en la concepción. No es que el hombre espose una mujer para tener un heredero, lo cual la convertiría una vez más en un objeto. Sino que, en la misma línea del hombre que busca una comunión cada vez más plena con su mujer, en esa misma línea adviene el hijo, que la hace más profunda. Toda comunión carnal supone, por tanto, tres términos, y el tercero que la culmina nunca es un medio, sino un fin de arriba abajo, que les da a los otros dos la posibilidad de acogerlo juntos y de reencontrarse fuera de sí mismos. En su rostro se unen los rostros de los amantes.


Autor: Fabrice HADJADJ
Título: La profundidad de los sexos (Por una mística de la carne)
Editorial Nuevo Inicio, Granada, 2010