La oración del Ave María

Un poco de historia

El Ave María se compone de dos partes. La primera une el saludo del ángel Gabriel a María (Lc 1, 25) con la alabanza que su prima Isabel, la madre de Juan el Bautista, le dirigió (Lc 1, 42). La segunda es una súplica que la Iglesia, inspirada por el Espíritu Santo, dirige a la madre de Dios.

La primera parte la encontramos ya elaborada en el siglo VI, en una oración de la liturgia bautismal siríaca, de Severo de Antioquía (muerto en 538). Las Iglesias de Oriente veneraron muy pronto a la Virgen María. En un fragmento de terracota de la ciudad egipcia de Luqsor, del siglo VII, está escrita esta hermosa oración: “Dios te salve, María, llena de gracia, bendita entre todas las mujeres y bendito el fruto de tu vientre, porque has concebido al Señor, al Hijo de Dios, al Redentor de nuestras almas”. También encontramos esta primera parte del Ave María en una inscripción del año 650 en Santa María la Antigua de Roma. La devoción al Ave María se propagó por todo el Occidente cristiano durante el siglo XII, a través de las abadías cistercienses, y en el siglo XIII fue oficialmente recomendada por varios sínodos regionales o diocesanos, entre ellos el de Valencia en el año 1255.

La segunda parte del Ave María se inició con el añadido del nombre de Jesús a la alabanza de Isabel: “bendito el fruto de tu vientre, Jesús”. Este añadido fue obra del Papa Urbano IV (muerto en 1264). Durante el siglo XIII se empezó a añadir “Santa María, ruega por nosotros”. En el siglo XIV ya encontramos, en un breviario de los cartujos, la palabra “pecadores” y la precisión “ahora y en la hora de nuestra muerte”. La fórmula actual la fijó el Papa San Pío V en la reforma litúrgica del año 1568.

El nombre de "Ave María"

San Jerónimo, en su traducción de la Biblia al latín, emplea la palabra “ave” para designar el saludo del ángel a María. La palabra “ave” no fue, en su origen, una palabra latina. Procedía de la lengua que hablaban los cartagineses y de ellos la copiaron los soldados romanos durante las guerras púnicas. Era una palabra de saludo que significaba un deseo de vida, algo así como decir: “¡que tengas vida!”. 

“Ave María” significa, pues, que María está llena de vida, que ella es la fuente de la vida, puesto que de ella va a nacer aquel que dirá "Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida" (Jn 14, 6) y también “yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia” (Juan 10, 10). Tanto más que “Ave” es la inversión de “Eva” que significa “la madre de los que viven”.

Dios te salve

La palabra “salve” viene del latín y hace referencia a la salud. El saludo del ángel a María expresa un deseo de “salud”, que hay que entender en el sentido bíblico del shalom, es decir, del deseo bíblico de la paz. La paz, en la Biblia, no es tan sólo la ausencia de guerra, sino también la alegría, el amor, la prosperidad, la vida, la felicidad. “Salve” es, pues “salud” pero en un sentido integral, total, que prácticamente equivale a la salvación.

María

“María” viene del griego “Mariam” que es la transcripción del hebreo “Myriam”. Atendiendo a la etimología, podemos encontrar varias significaciones del nombre de la Virgen. Pues algunos piensan que este nombre viene de la lengua del antiguo Egipto, en la que “Myr” significa “la amada”. “Myriam” provendría de unir a la raíz “Myr” una abreviación del nombre de Dios (“Yah”). De este modo el significado del nombre sería “la amada de Dios”. Otros, en cambio, prefieren hacer derivar el nombre de María de la lengua siríaca, es decir, de la antigua lengua de Siria. En ella “Mar” designa a la esposa del soberano; “María” significaría, por lo tanto, “la soberana”, la esposa del rey. Si atendemos, en cambio, al hebreo, “Myriam” significa “mar de mirra”, es decir, “mar de amargura”.

Las tres etimologías nos entregan pistas válidas para comprender el misterio de María. Pues ella es, en efecto, la amada de Dios, aquella cuya belleza ha provocado que el Eterno haya venido a nuestra tierra, “saltando por los montes y brincando por los collados” (Ct 2, 8) que separan el tiempo y la eternidad. Y ella es también la Esposa única del Cantar de los cantares (6, 8-9), que, unida al Espíritu Santo, hace posible la venida del Señor: “El Espíritu y la Esposa dicen: ¡Ven!” (Ap 22, 17). Y ella es finalmente ese océano de amargura que, al pie de la cruz, engendrará a todos los discípulos de su Hijo como hijos suyos, en un parto espiritual hecho de un inmenso sufrimiento contenido en un amor todavía más grande.

Llena eres de gracia

“Llena de gracia” es el nombre que Dios mismo ha dado, por boca del ángel, a María. María está “llena de gracia” porque está vacía de sí misma, porque ella no vive para sí misma, sino para Otro, para Dios. Vive tan olvidada de sí misma que el saludo del ángel, al obligarla, por un instante, a mirarse a sí misma, le produce turbación (Lc 1, 29). 

El nombre expresa, en la Biblia, el ser profundo de una persona. “Llena de gracia”: el ser de María es una pobreza colmada, un hambre saciada, una plenitud regalada a la humildad de quien no vive para sí sino para Dios. Es un ser en el que no hay ningún recoveco que escape a la presencia y a la acción de Dios.

María es un misterio de belleza, de transfiguración total de la criatura por la docilidad absoluta a la acción del Espíritu Santo que viene sobre ella a causa de su total disponibilidad: “Aquí está la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra” (Lc 1, 38). La belleza del alma de María radica en su simplicidad, en la unificación perfecta de todo su ser en torno al Señor. Toda ella es pura atención y pura disponibilidad hacia Dios; no hay en ella nada que la distraiga o la disperse del amor de su corazón que no es otro que el Señor.

El Señor es contigo

Desde siempre, desde el principio, el Señor está con María: “El Señor me estableció al principio de sus tareas, al comienzo de sus obras antiquísimas". (Pr 8, 22). La liturgia de la Iglesia refiere a María estas palabras, concernientes a la Sabiduría de Dios. Al principio de la creación, en el corazón de Dios, está María. Porque Dios crea el mundo para hacer posible la comunión entre Él y los hombres, para manifestar así su paternidad, introduciendo a los hombres en la comunión trinitaria. El mundo es así “casa”, morada, tienda del encuentro, hogar, en el que celebrar un banquete de bodas, un encuentro nupcial: “El que te creó te desposa” (Is 54, 5). Y María es la realización perfecta del ser esponsal de la humanidad: “¡Qué bella eres, amada mía, qué bella eres!” (Ct 4, 1).

Bendita tú eres entre todas las mujeres

El evangelio nos describe la llegada de María a casa de su prima Isabel como la llegada del Arca de la Alianza. Para los judíos el Arca de la Alianza, que el Señor mandó construir a Moisés y en la que se conservaban las tablas de la Ley (Ex 25, 10-22), era el único lugar de la tierra en el que había una presencia real de Dios. Ante ella danzó, lleno de alegría y de júbilo, casi desnudo, el rey David, puesto que danzar ante ella es hacerlo “ante el Señor” (2 S 6, 21). Por eso “en cuanto oyó Isabel el saludo de María, saltó de gozo el niño en su seno” (Lc 1, 41): Juan el Bautista danza también de alegría ante la presencia real y cercana del Señor. Pues María, llevando en su seno al Hijo de Dios, es la verdadera “Arca de la Alianza”, que contiene la presencia del Señor y el “documento” que sella la alianza entre Dios y los hombres, que ya no consiste en unas tablas de piedra, sino en la persona viva del Hijo de Dios, hecho hombre por nosotros.

“Bendita tú entre las mujeres” es el grito de alabanza con el que habían sido saludadas las mujeres que, en otros tiempos, habían liberado a Israel (Jueces 5, 24; Judith 14, 7). Pues en más de una ocasión, a lo largo de la historia de la salvación, el Señor eligió a una mujer para salvar a Israel de sus enemigos. Así Dios escogió a Yael, mujer de Jéber el quenita, para librar a Israel de Sísara, jefe de los cananeos que querían oprimir a Israel (Jueces 4, 12-23), y a Judith, que libró a Israel de Holofernes, jefe supremo del ejército asirio, que tenía cercada la ciudad de Betulia, y a Ester que salvó a Israel del exterminio urdido por Amán. María es la mujer elegida para librar a la humanidad de su enemigo más terrible y radical, “el gran Dragón, la serpiente antigua, el llamado Diablo y Satanás, el seductor del mundo entero” (Ap 12, 9). María merece, pues, más que todas las mujeres que fueron figura y profecía suya, el grito de alabanza y bendición que le dirige Isabel, puesto que ella es “la madre del Señor” (Lc 1, 43).

Y bendito es el fruto de tu vientre, Jesús

La razón profunda por la que Isabel bendice a María es el fruto de su vientre: Jesús. Jesús es la razón de ser de María, y allí donde está María los hombres son conducidos a Jesús. De este modo María contiene el ser y la misión de la Iglesia por anticipado: lleva treinta años de ventaja a la Iglesia que se manifiesta públicamente el día de Pentecostés. 

Nadie como ella conoce el origen virginal y divino de Jesús; nadie como ella ha sentido la hostilidad del Dragón que quiere devorar a su Hijo (Ap 12, 4), cuando el rey Herodes quiso matarle (Mt 2, 13); nadie como ella le ha visto crecer, asombrarse ante el mundo, aprender a hablar, a rezar, a trabajar; nadie como ella se ha sumergido tanto en esa mirada del niño, del adolescente, del joven y del adulto Jesús, que era la mirada de Dios sobre nuestro mundo. Y esa es precisamente la mirada que la Iglesia tiene que prolongar en la historia humana. 

Santa María

"Porque sólo Tú eres santo" le decimos a Dios en el Gloria de la santa misa. Sin embargo, llamamos también “santos” a aquellos hombres en los que la obra de Dios se ha realizado de una manera ejemplar. Son hombres y mujeres en cuyas vidas el fuego y la luz del Espíritu Santo ha ido ganando cada vez más terreno, arrinconando las fuerzas oscuras del mal, sujetando y reduciendo el poder de la “ley de pecado y de muerte” (Rm 7, 21-25) que habita en nosotros. Todos ellos son pecadores perdonados, en los que la fuerza y el poder sanador del perdón del Señor se ha manifestado de manera esplendorosa, recreando su ser en la semejanza de Jesucristo, “el Santo de Dios” (Jn 6, 69).

Pero la Virgen María es un caso especial. Dada su misión única de ser “la madre del Señor” (Lc 1, 43), la acción del Espíritu Santo no ha tenido que vencer en ella la resistencia del pecado. Siendo la “llena de gracia” (Lc 1, 28), la santidad alcanza en María una plenitud incomparable. Por eso los cristianos de los primeros siglos la llamaron la Panaghia, la “toda santa”, la “toda pura”. Ella es, en efecto, la Inmaculada, “llena de juventud y de limpia hermosura” tal como proclama la liturgia. Y esta condición suya, este ser suyo, totalmente ajeno y extraño al pecado, la hace mortífera para los demonios, terrible para ellos como un ejército en orden de batalla (Ct 6, 10), inexpugnable como una muralla (Ct 8, 10). Por eso ella es la Auxiliadora de los cristianos, cuyo pie aplasta la cabeza de la serpiente infernal (Gn 3, 15). En ella, en la pureza de su ser, podemos contemplar la obra de Dios sin la contaminación del pecado, la criatura humana tal como Dios la ha querido siempre, tal como un día, por la misericordia del Señor, esperamos también nosotros llegar a ser. 

Madre de Dios

Según el evangelio María es la madre del Hijo de Dios pues “el santo que va a nacer se llamará Hijo de Dios” (Lc 1, 35). También San Pablo nos dice que al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo “nacido de una mujer” (Ga 4, 4). El hijo engendrado en María es “el más bello de los hijos de los hombres” (Sal 44, 3), porque es mucho más que un hombre: es “la Palabra” que existía “en el principio”, que “estaba con Dios” y “era Dios” y por la que “se hizo todo cuanto existe” (Jn 1, 1-3). La fe de la Iglesia expresa esta verdad confesando que María es Madre de Dios, tal como declaró el concilio de Éfeso en el año 431.

Ruega por nosotros, pecadores

Al pie de la cruz María recibió de su divino Hijo la maternidad espiritual sobre todos los discípulos “Mujer, ahí tienes a tu hijo” (Jn 19, 26). Su maternidad se ha visto así ampliada a las dimensiones mismas de toda la humanidad, reconciliada con Dios “por la sangre de su cruz” (Col 1, 20). Pues Cristo ha sido “elevado sobre la tierra” para atraer “a todos” hacia sí (Jn 12, 32). Amorosamente obediente a la voluntad del Señor, ella lleva en su corazón el destino temporal y eterno, de cada uno de sus hijos, en una intercesión ininterrumpida, llena de piedad y dulzura.

La tradición de la Iglesia considera a María la “omnipotencia suplicante”. Pues Aquel que no tuvo inconveniente en “adelantar la hora” de la manifestación de su poder, por la intervención de su Madre (Jn 2, 1-12), sigue “adelantando la hora” de su manifestación gloriosa en cada uno de nosotros por la misma intercesión de ella. Aceptar la intercesión de María es aceptar el plan de Dios tal como Él lo ha querido, es respetar la libertad de Dios y obedecer sus caminos, es entrar en una obediencia amorosa que no discute sino que confía, que no pretende establecer por la propia inteligencia lo que es conveniente, sino que se abandona a lo que Dios, en su sabiduría insondable, ha establecido. “Yo os aseguro: el que no reciba el Reino de Dios como niño, no entrará en él” (Mc 10, 15). 

La presencia oracional de María en medio de la Iglesia asegura la efusión ininterrumpida del Espíritu Santo, a lo largo de la historia, gracias a la cual recibimos, también nosotros, que somos pecadores, las lágrimas del arrepentimiento, la fortaleza para el testimonio y la audacia para la evangelización.

Ahora y en la hora de nuestra muerte

“Nadie que pone la mano en el arado y mira hacia atrás es apto para el Reino de Dios” (Lc 9, 62). “Así que no os preocupéis del mañana: el mañana se preocupará de sí mismo. Cada día tiene bastante con su propio mal” (Mt 6, 34). La Palabra hecha carne nos ha enseñado que el verdadero lugar del encuentro con Dios es el presente, el “ahora”: “Ahora es el día de la salvación” (2ª Co 6, 2). El Ave María nos centra en el “ahora”, en el instante presente, que es el único lugar de nuestra vida en el que podemos “adorar al Padre en espíritu y en verdad” (Jn 4, 23), el lugar donde están nuestros verdaderos desafíos y donde reside por lo tanto, la posibilidad del crecimiento espiritual, de “practicar la verdad en el amor y crecer hasta Aquel que es la Cabeza, Cristo” (Ef 4, 15). 

El Ave María, además, nos recuerda que llegará otro “ahora” especialmente decisivo para nuestro destino eterno: el de la “hora” de nuestra muerte. Cada vez que rezamos el Ave María disminuye la distancia entre el “ahora” presente y la “hora”, tan temida y tan deseada, de nuestra muerte. Temida, porque en ella tendremos que realizar, de la manera más radical, la obediencia de fe que el Señor pidió a Abraham: “Vete de tu tierra, y de tu patria, y de la casa de tu padre, a la tierra que yo te mostraré” (Gn 12, 1). Y en ese momento la “tierra”, la “patria” y la “casa paterna” que tendremos que dejar será nuestro propio cuerpo. Deseada, porque gracias a este éxodo podremos saciar el anhelo que constituye nuestro ser y que no es otro que el deseo de Dios: “mi alma está sedienta de Ti, como tierra reseca, agostada, sin agua” (Sal 62, 2). Temida por nosotros a causa del desarraigo existencial que supone. Deseada, por nosotros y por Dios, porque gracias a ella podremos, por fin, realizar el gran deseo de nuestro corazón y del corazón de Dios: “¡Que me bese con los besos de su boca!” (Ct 1, 2). Para esa hora tan delicada, hora de despedida y de llegada, hora de muerte y de nacimiento, suplicamos la presencia amorosa de María: que su intercesión todopoderosa nos alcance la gracia de hacer de esa hora un supremo acto de fe, de esperanza y de amor. 

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Cuando hablamos con alguien, cuando entablamos una relación con una persona, si queremos que todo vaya bien, lo primero es percibir la belleza de esa persona con la que iniciamos esa relación. Porque la belleza de una persona nos indica su sentido más profundo, el secreto que le habita y le constituye, y que le hace existir en su unicidad. Por eso cuando no percibimos la belleza de una persona y nos relacionamos con ella, fácilmente somos injustos e hirientes. En cambio cuando la percibimos, la relación se establece en la verdad y en la justicia, y no hay ninguna violencia.

En el Ave María proclamamos antes que nada la belleza de la Madre del Señor, para entablar una relación correcta con Ella. Si reflexionamos sobre el conjunto de esta oración vemos que en la mayor parte de ella es de carácter contemplativo: contemplamos el misterio de María y proclamamos su belleza. Y esta contemplación abarca toda la primera parte del Ave María y la mitad de la segunda parte, hasta las palabras "Santa María, Madre de Dios". 

A continuación le entregamos nuestra súplica, que está caracterizada por un abandono confiado en Ella: no le pedimos nada concreto, sino sencillamente que "ruegue por nosotros" y que lo haga "ahora y en la hora de nuestra muerte". Eso quiere decir que confiamos plenamente en su amor y en su sabiduría de madre, y sabemos que lo que Ella pida para cada uno de nosotros, será sin duda alguna lo mejor.