Las extrañas profundidades del corazón

(El texto muestra las reflexiones de Yevguenia Nikoláyevna cuando está viviendo un encuentro amoroso con un brillante coronel del ejército soviético, Nóvikov, que es su nuevo amor, al que ella se entrega de corazón. Pero precisamente en lo más bello de esa entrega le viene a la mente la situación de su antiguo marido, Nikolái Grigorevich Krímov, del que ella se acaba de divorciar, un comunista convencido, de los de la primera hora, compañero de Lenin y de Trotski, que actualmente ejerce de comisario político en el ejército que está defendiendo Stalingrado. Y descubre en lo más profundo de sí misma la voluntad decidida de seguir amándolo, si cae en desgracia)

A Yevguenia le asaltó la imagen de la cabeza despeinada de Krímov. Dios, ¿era posible que se hubieran separado para siempre? Y precisamente en aquellos minutos de felicidad la idea de no volver a verle jamás le pareció insoportable.

Por un instante tuvo la impresión de que iba a reconciliar el tiempo presente, las palabras del hombre que ahora la besaba, con el tiempo pasado; que estaba a punto de comprender el curso secreto de su vida, que vería aquello que nunca le había sido dado ver: las profundidades de su propio corazón, allí donde se decide el destino.

Yevguenia hubiera querido hablarle de la piedad que sentía hacia Krímov, al que había abandonado; ahora él no tenía a nadie a quien escribir, ni casa a la que acudir, sólo le quedaba la melancolía, una melancolía sin esperanza, y la soledad. Increíble… Le parecía revivir su ruptura con Krímov. En el fondo siempre había creído que todo se arreglaría, que podría volver al pasado. Y aquello la tranquilizaba. Pero ahora que se sentía avasallada por una fuerza nueva, volvía la inquietud, el tormento. ¿De veras aquello era para siempre? ¿Es posible que fuera irreparable? Pobre, pobre Nikolái Grigorevich. ¿Qué había hecho para merecer tanto sufrimiento?

-¿Qué va a ser de nosotros? –preguntó.

-Te convertirás en Yevguenia Nikoláyevna Nóvikova –respondió él.

Ella se echó a reír, mirándole fijamente.

-Pero tú eres un extraño, un perfecto extraño para mí. ¿Quién eres en realidad?

-Eso no lo sé. Pero tú eres Nóvikovna, Yevguenia Nikoláyevna.

En ese momento Yevguenia dejó de contemplar su vida desde aquella atalaya. Le sirvió agua caliente en una taza y preguntó:

-¿Un poco más de pan?

Luego de repente añadió:

-Si le pasa algo a Krímov, si le mutilan o lo meten en la cárcel, volveré con él. Tenlo en cuenta.

-¿Por qué iban a meterlo en la cárcel? –preguntó él con aire sombrío.

-Nunca se sabe. Es un viejo miembro del Komitern, Trotsky le conocía y una vez, leyendo uno de sus artículos, exclamó: “¡Es puro mármol!”.

Por alguna razón quería que Nóvikov comprendiera que Krímov era un hombre inteligente y lleno de talento, que le tenía cariño, más aún, que le amaba. No es que quisiera ponerle celoso deliberadamente, pero estaba haciendo todo lo posible para despertar sus celos. Incluso le había contado a él, y sólo a él, lo que Krímov le había dicho a ella, y sólo a ella: las palabras de Trotsky. “Si esta historia hubiera llegado a oídos de cualquier otro, probablemente Krímov no hubiera sobrevivido al terror del 37”. Su sentimiento hacia Nóvikov le exigía una confianza plena y por ese motivo le confiaba el destino de un hombre al que había ofendido.

Nóvikov no pensaba ni en el futuro ni en el pasado. Era feliz. No le espantaba ni siquiera la idea de que en pocos minutos se separarían. Estaba sentado a su lado, la miraba… Yevguenia Nikoláyevna Nóvikova… Era feliz. Poco importaba que fuera joven, bella, inteligente. La amaba de verdad. Al principio no se atrevía a soñar en que se convertiría en su mujer. Luego lo soñó muchos años. Pero ahora, como antes, reaccionaba a sus sonrisas y palabras irónicas con temor y humildad. Sin embargo, se daba cuenta de que había nacido algo nuevo.

Se estaba preparando para partir y ella le seguía con la mirada.

-Ha llegado la hora de que te unas a tus valientes compañeros y para mí de lanzarme a las olas que rompen.

Mientras Nóvikov se despedía, comprendió que ella no era tan fuerte, que una mujer es siempre una mujer, aunque Dios la haya dotado de un espíritu lúcido y burlón.

-Quería decirte tantas cosas, pero no he dicho nada –decía ella.

Pero no era cierto. Durante el encuentro, había comenzado a perfilarse lo más importante, aquello que decide el destino de las personas. Él la amaba de verdad.


Autor: Vasili GROSSMAN

Título: Vida y destino

Editorial: Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2007, (pp. 416-419)



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IV Domingo de Cuaresma

15 de agosto 

 27 de marzo de 2022

(Ciclo C - Año par)





  • El pueblo de Dios, tras entrar en la tierra prometida, celebra la Pascua (Jos 5, 9a. 10-12)
  • Gustad y ved qué bueno es el Señor (Sal 33)
  • Dios nos reconcilió consigo por medio de Cristo (2 Cor 5, 17-21)
  • Este hermano tuyo estaba muerto y ha revivido (Lc 15, 1-3. 11-32)
  • Homilía: pulsar aquí para leer la homilía en formato pdf

La liturgia de este cuarto domingo de cuaresma nos habla de la necesidad de reconciliación que todos tenemos, que el mundo y la humanidad tienen, y de las condiciones para que esa reconciliación sea posible. El evangelio de hoy nos presenta el plan del Padre, el deseo de Dios: que todos vivamos juntos, con Él, en su casa, compartiéndolo todo: “hijo mío, todo lo mío es tuyo”, le dice el padre de la parábola a su hijo mayor. Pero ese designio divino se ve contestado por los dos hijos: el pequeño quiere vivir su vida lejos del padre, mientras que el mayor quiere comerse un cabrito “con sus amigos”, es decir, sin el padre cuya presencia, al parecer, le estropearía la fiesta. A los dos les estorba la presencia del padre y quieren vivir sin él; el pequeño se marcha físicamente de la casa del padre (¡cuántos se han ido en estos años de la Iglesia en España!), y el mayor no se marcha físicamente pero su corazón está lejos del corazón del padre, está tan lejos que, cuando regresa su hermano, no lo quiere reconocer como hermano (“ese hijo tuyo que se ha comido tus bienes con malas mujeres”), ni quiere compartir la alegría del padre. Lo cual nos muestra que no basta con “estar en la Iglesia” para estar con Dios.

Frases...

“La persona que no sea algo absurda resulta insoportable”


Gómez Dávila

III Domingo de Cuaresma

15 de agosto 

20 de marzo de 2022

(Ciclo C - Año par)





  • “Yo soy” me envía a vosotros (Éx 3, 1-8a. 13-15)
  • El Señor es compasivo y misericordioso (Sal 102)
  • La vida del pueblo con Moisés en el desierto fue escrita para escarmiento nuestro (1 Cor 10, 1-6. 10-12)
  • Si no os convertís, todos pereceréis de la misma manera (Lc 13, 1-9)
  • Homilía: pulsar aquí para leer la homilía en formato pdf


El evangelio de hoy nos habla el lenguaje de los periódicos y de los telediarios: la actualidad siempre trae noticias de accidentes y desgracias; también de crímenes. A Jesús le relatan uno de esos crímenes y él por su cuenta añade el relato de un accidente laboral en el que murieron dieciocho obreros.

Siempre que ocurren cosas de este tipo nosotros tendemos a preguntarnos el por qué y nos gustaría poder responder en términos estrictos de causa-efecto. Sin embargo Jesús no se interesa por el por qué, sino por el significado que esos acontecimientos tienen. Jesús no busca una explicación racional del tipo causa-efecto, sino que hace una lectura espiritual de esos acontecimientos convirtiéndolos en un signo de la llamada de Dios.

Belleza y bondad

Aquellos que están habitados por las cualidades que acabamos de mencionar  consiguen conservar su nobleza y dignidad en la adversidad. Sus figuras brillan con una extraña belleza que nos conmociona y nos confunde, irradian una luz que procede de la belleza del alma. Todos los santos, anónimos o conocidos, se cuentan entre los tipos más bellos de la humanidad. Se trata de una belleza conmovedora, consoladora, que no declina. Entre los más conocidos, limitándome al cristianismo, pienso en un Francisco de Asís, en un Vicente de Paúl, en un Carlos de Foucauld, en las tres Teresas, la gran Teresa, la pequeña Teresa y la madre Teresa. Entre ellos muchos tienen el rostro curtido surcado de arrugas causadas por el sol exterior y la llama interior, y, al mismo tiempo, de ellos emana una dulzura luminosa porque poseen un lazo íntimo con la transcendencia. Se sabe que la transcendencia en cuestión, a los ojos de estos santos, no es una entidad vaga e impersonal. Se trata del Dios vivo y único, fuente de lo verdadero, lo bueno y lo bello. Lo que estos santos adoran no es en modo alguno un estar delante de, sino un rostro, una presencia. Un rostro cuyo contorno no pueden identificar, ya que es muy cierto que dicho rostro contiene una gran parte de aura invisible. Presencia a la vez íntima y distante: íntima porque se encuentra en el fundamento de todos los seres; distante, porque es promesa en sí misma, exigencia en sí misma. Doble modo cuya necesidad comprenden todos los santos prendados de pasión mística, ya que saben que la proximidad excesiva a esta presencia divina los consumiría. No olvidan que los apóstoles se postraron en el momento de la Transfiguración de Cristo. Mientras tanto, permanecen arrodillados, dejándose inundar por la fuente de lo bueno y lo bello. Entonces se vislumbra a través de ellos una belleza que ya no es la del galán o del top-model; es una belleza, como hemos dicho, infinitamente más conmovedora y duradera, la belleza del alma que esparce sin contar los dones beneficiosos de la bondad. ¿Por qué todos los enamorados son bellos? El motivo nos parece evidente: al amar, ven sus capacidades para la bondad y la belleza exaltadas por la presencia del otro. Entonces, ¿por qué limitarnos únicamente a los enamorados? ¿Por qué no ampliar afirmando alto y claro: cualquier rostro humano, cuando está habitado por la bondad, es bello?



Autor: François CHENG

Título: Mirar y pensar la belleza

Editorial Gustavo Gili, Barcelona, 2020, (pp. 43-45)







II Domingo de Cuaresma

15 de agosto 

13 de marzo de 2022

(Ciclo C - Año par)





  • Dios inició un pacto fiel con Abrahán (Gén 15, 5-12. 17-18)
  • El Señor es mi luz y mi salvación (Sal 26)
  • Cristo nos configurará según su cuerpo glorioso (Flp 3, 17 - 4, 1)
  • Mientras oraba, el aspecto de su rostro cambió (Lc 9, 28b-36)
  • Homilía: pulsar aquí para leer la homilía en formato pdf

Abraham le dijo al Señor: “¿qué me vas a dar, si me voy sin hijos?” (Gn 15,2). Son las primeras palabras que Abraham dirige a Dios y en ellas le abre su corazón y le muestra su inquietud. Pues a Abraham la vida le ha ido muy bien, es un hombre rico, felizmente casado con Sara, pero no ha tenido hijos; y ésta es la herida interior que tiene, el dolor que le habita. Y Abraham abre su corazón a Dios y le muestra su dolor: “He aquí que no me has dado descendencia, y un criado de mi casa me va a heredar” (Gn 15,3). Y entonces el Señor le hace una promesa desorbitada, humanamente increíble: “Mira al cielo, cuenta las estrellas si puedes. Así será tu descendencia”. Es tan increíble que Abraham se atreve a pedirle a Dios un signo de que la promesa de la descendencia se cumplirá. Y Dios le da un signo.

La Iglesia, santa y pecadora

Catequesis parroquial nº 169
(Charla cuaresmal 3/3)

Autor: D. Fernando Colomer Ferrándiz
Fecha: 10 de marzo de 2022

La sabiduría de Dios

Catequesis parroquial nº 168
(Charla cuaresmal 2/3)

Autor: D. Fernando Colomer Ferrándiz
Fecha: 9 de marzo de 2022


El Dios de los abismos

Catequesis parroquial nº 167
(Charla cuaresmal 1/3)

Autor: D. Fernando Colomer Ferrándiz
Fecha: 8 de marzo de 2022


Nos acordamos de lo que vendrá


“Nos acordamos de lo que vendrá” es una expresión de los Padres de la Iglesia para recordarnos que es imposible vivir el cristianismo si no tenemos muy presente la segunda venida de Cristo, la parusía, su venida gloriosa al final de los tiempos. San Pablo enseña a los Tesalonicenses a “esperar del cielo a su Hijo Jesús, a quien resucitó de entre los muertos y el cual nos liberó de la ira venidera” (1Ts 1, 9ss). La fórmula primitiva “el Señor viene”, afirma la parusía como objeto de fe, tanto como de esperanza: creemos que eso ocurrirá y esperamos, deseamos, que ocurra.

Esta fe y esta esperanza se reflejan en una expresión, en lengua aramea, que los primeros cristianos introdujeron en la liturgia. “Maranatha”: “El Señor viene” o también, como súplica, “¡Señor ven!”. La encontramos al final del Apocalipsis: “Sí, vengo pronto. ¡Amén! ¡Ven, Señor Jesús!” (Ap 22, 20). Nosotros la recordamos y la hacemos nuestra en cada eucaristía cuando, después de la consagración, decimos: “¡Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección, ven Señor Jesús”.

 I.- El acontecimiento que esperamos

“Y entonces verán venir al Hijo del hombre que viene entre las nubes con gran poder y gloria” (Mc 13, 26) (Mt 24, 30) (Lc 21, 27). Lo que esperamos es, pues, la segunda venida de Cristo, que no será como la primera acontecida en el silencio y la humildad, sino con la revelación patente de todo su poder y de toda su gloria.

Ese día será el día de la resurrección de los muertos, tal como anunció Jesús: “Llega la hora en que todos los que estén en los sepulcros oirán su (la del Hijo del hombre) voz y saldrán los que hayan hecho el bien para una resurrección de vida, y los que hayan hecho el mal, para una resurrección de juicio” (Jn 5, 28-29).

Esta segunda venida comportará el juicio universal: “Cuando el Hijo del hombre venga en su gloria acompañado de todos sus ángeles, entonces se sentará en su trono de gloria. Serán congregadas ante él todas las naciones, y él separará los unos de los otros, como el pastor separa las ovejas de los cabritos” (Mt 25, 31-32).

 San Pablo precisa que este juicio se hará “por medio del fuego”, que es, obviamente, un símbolo del Espíritu Santo: “La obra de cada cual quedará al descubierto; la manifestará el Día que ha de revelarse por el fuego. Y la calidad de la obra de cada cual, la probará el fuego. Aquel, cuya obra, construida sobre el cimiento, resista, recibirá la recompensa” (1Co 3, 13-a4). La “obra de cada cual” es su propia vida terrena, y el “cimiento” es Cristo: quien haya construido su vida terrena sobre el cimiento que es Cristo, resistirá la prueba del fuego y recibirá la recompensa del Señor.

“El Día del Señor llegará como un ladrón; en aquel día, los cielos, con ruido ensordecedor, se desharán; los elementos, abrasados, se disolverán, y la tierra y cuanto ella encierra se consumirá (…) Pero esperamos, según nos lo tiene prometido, nuevos cielos y nueva tierra, en los que habite la justicia” (2P 3, 10. 13). Y en esos cielos nuevos y tierra nueva, “Dios será todo en todo” (1Co 15, 28).

II.- Lo que ocurrirá antes de ese día

San Pablo lo describe con claridad: “Primero tiene que venir la apostasía y manifestarse el Hombre impío, el Hijo de perdición, el Adversario que se eleva sobre todo lo que lleva el nombre de Dios o es objeto de culto, hasta el extremo de sentarse él mismo en el Santuario de Dios y proclamar que él mismo es Dios (…)    La venida del Impío estará señalada por el influjo de Satanás, con toda clase de milagros, señales, prodigios engañosos, y todo tipo de maldades que seducirán a los que se han de condenar por no haber aceptado el amor de la verdad que les hubiera salvado” (2Ts 2, 4. 9-10).

El Catecismo de la Iglesia Católica afirma: “Antes del advenimiento de Cristo, la Iglesia deberá pasar por una prueba final que sacudirá la fe de numerosos creyentes (cf. Lc 18, 8; Mt 24, 12). La persecución que acompaña a su peregrinación sobre la tierra (cf. Lc 21, 12; Jn 15, 19-20) desvelará el ‘Misterio de iniquidad’ bajo la forma de una impostura religiosa que proporcionará a los hombres una solución aparente a sus problemas mediante el precio de la apostasía de la verdad” (675).

Como se ve, la clave de esta situación de iniquidad es el abandono y la traición a la verdad. Este abandono y esta traición se está produciendo en nuestro tiempo bajo la forma de “un interés exclusivo del hombre por las realidades temporales, que ya no es una elección legítima, sino apostasía y caída total de la fe” (Karl Rahner). Porque la verdad más profunda de este mundo es su provisionalidad, el hecho de que “la figura de este mundo pasa”, como afirma san Pablo (1Co 7, 31). Y lo que está ocurriendo es una concentración de todos los anhelos del corazón del hombre en la resolución e los problemas de este mundo, como si con ello pudiéramos alcanzar la felicidad que, en realidad, sólo la contemplación del rostro de Dios puede darnos: “Nos hiciste para ti, Señor, y nuestro corazón estará inquieto hasta que descanse en ti” (San Agustín).

 III.- Dos actitudes cristianas fundamentales

Las exigencias de la vida cristiana se fundamentan en la fe en la parusía, es decir, en la segunda venida de Cristo, en el hecho de que “el Señor volverá”. Y la fe en la parusía significa fundamentalmente dos cosas:

-que este mundo y la historia humana que se desarrolla en él tiene un carácter provisional y

 -que este tiempo de la historia humana es un tiempo de lucha contra las fuerzas del mal.

De ahí provienen las dos exigencias fundamentales para el cristiano: no idolatrar al mundo ni a nada de lo que hay en él y luchar el combate espiritual contra las fuerzas del mal.

 a) El combate contra los ídolos

El ídolo es cualquier realidad a la que el hombre le otorga el valor de realidad última, capaz de satisfacer los anhelos del corazón del hombre. Ídolo puede ser una persona, una idea, un proyecto, una propiedad, un objeto, si creo que puede saciar lo que mi corazón anhela, si creo que puede darme la felicidad. Pablo enumera distintas realidades de este mundo –el matrimonio, la propiedad- y distintas vivencias de esta vida –el llanto, la alegría, el disfrute- y proclama que creer que su presencia o su ausencia son determinantes para nuestra felicidad es un error, “porque la apariencia (la figura, la forma) de este mundo pasa” (1Co 7, 29-31), y lo que nosotros anhelamos de verdad es algo que tiene que vencer la temporalidad, que tiene que ser eterno: ninguna felicidad es tal si no es para siempre, si no es eterna.

 Quienes no son cristianos suelen tener como ídolos a las realidades que facilitan el triunfo en el mundo: el dinero, el poder, la atracción sexual, las redes sociales, las relaciones humanas, la fuerza militar etc. etc. Los cristianos podemos caer por supuesto en las mismas idolatrías que los demás, pero podemos caer también en la tentación de idolatrar cosas buenas, realidades temporales bendecidas por Dios, pero que no son Dios, como por ejemplo, la familia o el trabajo o la propiedad privada o una determinada imagen de nosotros mismos etc. etc.

El combate contra los ídolos comporta una llamada a desconfiar de toda fascinación, de toda admiración excesiva, porque puede ser el inicio de una idolatría. De ahí la necesidad de evitar las “beaterías”. ¿Qué son las beaterías? Las beaterías se dan cuando algo que no es esencial ni fundamental se toma y se vive como si lo fuera. Las beaterías son el inicio de una idolatría, porque son la absolutización de algo que no es absoluto, porque consideran imprescindible para la vida cristiana algo que no lo es.

Es perfectamente legítimo y lícito que un cristiano tenga sus preferencias dentro de las múltiples posibilidades que ofrece la Iglesia para muchos temas; pero lo que nunca es lícito es considerar que quien no tenga esa misma preferencia es un cristiano de segunda categoría o no es un buen cristiano. San Agustín acuñó una frase que no debemos nunca olvidar: “En las cosas necesarias, unidad; en las cosas discutibles, libertad; y siempre y en todo, caridad”. Las idolatrías nacen cuando se considera necesario e imprescindible lo que no lo es.

 b) La lucha contra las fuerzas del mal

El combate espiritual es fundamentalmente un combate por la Verdad y por ello hay que combatirlo “ceñida vuestra cintura con la verdad” (Ef 6,14), es un combate en el que “deshacemos sofismas y toda altanería que se subleva contra el conocimiento de Dios y reducimos a cautiverio todo entendimiento para obediencia de Cristo” (2Co 10,4-5). Cristo es la Verdad y por ello, para someter a la obediencia de Cristo “todo entendimiento”, hay que “deshacer sofismas”, es decir, falsos razonamientos que nos pretenden convencer de que la verdad está en cualquier otro lugar que no sea Cristo. De aquí deriva la importancia del estudio para los cristianos. “Lo primero que ocurre cuando uno empieza a alejarse de Dios, es el fastidio por el estudio”, afirmaba Abelardo. San Francisco de Sales inculcaba siempre a sus sacerdotes la necesidad del estudio, al que llamaba “el octavo sacramento”.

El estudio debe ser una dimensión constante de nuestra vida. No debe tener como finalidad el hacer de nosotros unos “intelectuales” que “están al día” de todas las corrientes teológicas, filosóficas, sociales, políticas etc. que surgen. Eso tal vez deba ser tarea de quienes son profesores en un determinado nivel de enseñanza. Nosotros no estudiamos para poder debatir en cualquier tertulia y hacer ver que “estamos al día”, sino para saber discernir los “Espíritus del mal que están en el aire” (Ef 6,12), es decir, los elementos de nuestra cultura -pues el “aire” del hombre es la cultura- y ver cuáles son favorables y cuáles son contrarios a Cristo.      

*         *

*

 

Oremos con palabras de los cristianos del siglo II:

 

Tú, Señor omnipotente
creaste todas las cosas por causa de tu Nombre
y diste a los hombres
comida y bebida para su disfrute.
Pero a nosotros nos has dado
una comida y bebida espiritual
para la vida eterna.

Ante todo te damos gracias
porque eres poderoso.
A Ti sea la gloria por los siglos.

Acuérdate, Señor, de tu Iglesia,
líbrala de todo mal,
hazla perfecta en tu amor,
y reúnela de los cuatro vientos,
santificada en el reino que Tú has preparado.
Porque tuyo es el poder y la gloria por los siglos.

¡Maranatha!
¡Que venga le Señor!
¡Que pase este mundo!
¡Hosanna al Dios de David!
¡Ven Señor Jesús!

Charlas cuaresmales


18:15 h

Vísperas

18:30 h

Charla

19:30 h

Exposición del Smo. Sacramento

20:00 h

Eucaristía


Martes 8 de marzo de 2022
"El Dios de los abismos"

Miércoles 9 de marzo de 2022
"La sabiduría de Dios"

Jueves 10 de marzo de 2022
"Meditación sobre la Iglesia"

I Domingo de Cuaresma

15 de agosto 

6 de marzo de 2022

(Ciclo C - Año par)





  • Profesión de fe del pueblo elegido (Dt 26, 4-10)
  • Quédate conmigo, Señor, en la tribulación (Sal 90)
  • Profesión de fe del que cree en Cristo (Rom 10, 8-13)
  • El Espíritu lo fue llevando por el desierto, mientras era tentado (Lc 4, 1-13)
  • Homilía: pulsar aquí para leer la homilía en formato pdf

“El Espíritu lo fue llevando por el desierto, mientras era tentado por el diablo”. Estas palabras del evangelio de hoy nos describen la situación en la que vive siempre el cristiano: impulsado por el Espíritu Santo hacia el desierto, es decir, hacia la dificultad, es, al mismo tiempo, tentado por el diablo. El Espíritu Santo nos anima a entrar en el desierto, es decir, a afrontar la dificultad de una vida centrada en Dios (el desierto es, en efecto, el lugar donde el hombre se siente perdido y abandonado y descubre que sólo tiene a Dios); y el diablo aprovecha esta dificultad para tentarnos. Nosotros fácilmente sucumbimos a la tentación; sin embargo Cristo supo mantener la justa relación con Dios en medio de la tentación. Contemplemos a Cristo siendo tentado, para aprender de él la manera de no sucumbir a la tentación.

Invocación al Espíritu Santo

Amor emanado del Poder divino,
santo intercambio entre el Padre todopoderoso
y su Hijo bendito,
todopoderoso Espíritu Paráclito,
dulce consolador de los afligidos,
penetrad con fuerza hasta el interior de mi corazón.

Habitad los rincones tenebrosos
de esta casa abandonada
e iluminadla con vuestra luz resplandeciente.
Que la abundancia de vuestro rocío
fecunde sus lugares yermos,
secos y marchitos.

Herid con vuestro amor
hasta los pliegues más secretos del hombre interior;
penetrad este corazón paralizado por las pasiones,
inflamándolo con vuestras llamas saludables.

Que la luz de vuestro santo ardor
brille sobre todo mi cuerpo
sobre mi espíritu.

Amén.



(Atribuida a san Agustín +430)

VII Domingo del Tiempo Ordinario

15 de agosto 

27 de febrero de 2022

(Ciclo C - Año par)





  • No elogies a nadie antes de oírlo hablar (Eclo 27, 4-7)
  • Es bueno darte gracias, Señor (Sal 91)
  • Nos da la victoria por medio de Jesucristo (1 Cor 15, 54-58)
  • De lo que rebosa el corazón habla la boca (Lc 6, 39-45)
  • Homilía: pulsar aquí para leer la homilía en formato pdf

“Vosotros sois la luz del mundo”, dijo el Señor (Mt 5, 14). El cristiano tiene pues el deber ser luz que ilumina a los hombres y que les muestra el camino correcto para encontrarse con Dios y alcanzar la salvación. Por eso empieza el Señor este evangelio hablando de la imposibilidad de que un ciego, es decir, alguien que carece del beneficio de la luz, guíe a otro ciego. De ahí que lo primero deba ser alcanzar la luz para uno mismo, tal como dice el Señor: “Tu ojo es la lámpara de tu cuerpo. Cuando tu ojo está sano, todo tu cuerpo está iluminado; pero cuando está malo, también tu cuerpo está a oscuras. Mira, pues, que la luz que hay en ti no sea oscuridad. Si, pues, tu cuerpo está enteramente iluminado, sin parte alguna oscura, estará tan enteramente luminoso, como cuando la lámpara te ilumina con su fulgor” (Lc 11, 34-36). Entonces, cuando estemos debidamente iluminados, podremos ser guías para los demás.

Oración de una mujer atea, adúltera y farsante

(Sarah es una mujer casada con Henry que está viviendo una relación con otro hombre, un escritor llamado Maurice. Ella ama a Maurice, pero ama también, de algún modo, a su marido y no quiere romper su matrimonio. En uno de sus encuentros, durante la Segunda Guerra Mundial, cuando está con Maurice en la cama, sobreviene un bombardeo. Cuando parecía que había terminado el bombardeo, Maurice baja al sótano para ver si había alguien en él. Y mientras está allí sobreviene una gran explosión. Sarah baja rápidamente por las escaleras a buscar a Maurice y le parece que está muerto. Y en ese momento, Sarah, que no es creyente, ora desesperadamente a Dios. Al reflexionar más tarde sobre lo acontecido escribe en su diario:)

Necesito a alguien que acepte la verdad de mi vida y al que yo no tenga que proteger. Y si soy una zorra y una farsante, ¿no habrá nadie en el mundo que ame a una zorra y a una farsante?

Me arrodillé en el suelo. Hacer aquello fue una locura: nunca me habían obligado a hacerlo de niña, ya que mis padres no creían en las oraciones, y yo tampoco. No tenía ni idea de lo que podía decir (…) Me arrodillé y apoyé la cabeza en la cama, y deseé poder creer. Amado Dios, dije -¿por qué amado, por qué amado?-, haz que crea. Yo no creo. Haz que crea. Dije: soy una zorra y una farsante y me odio a mí misma. No sirvo para nada bueno. Haz que crea. Cerré los ojos y los apreté muy fuerte y me clavé las uñas en las palmas de las manos hasta que no sentí nada más que dolor. Y dije: creeré. Deja que viva y yo creeré. Dale una oportunidad. Deja que disfrute de su felicidad. Hazlo y yo creeré. Pero eso no será suficiente. Amar no hace daño. Así que dije: lo amo y haré lo que sea con tal de que le permitas vivir. Dije muy despacio: lo dejaré para siempre si permites que viva y le das una oportunidad, y me clavé las uñas con mucha más fuerza hasta que sentí el desgarrón de la piel, y dije: la gente se ama sin verse, ¿no es cierto?, y la gente te ama durante toda la vida sin haber llegado a verte. Y entonces él apareció por la puerta, y estaba vivo, y pensé: ahora empieza la agonía de tener que vivir sin él, y deseé que volviera a estar muerto debajo de la puerta.

(Un año y medio más tarde, en una noche lluviosa y desapacible, consumada ya la ruptura con Maurice, Sarah sale de su casa y camina bajo la lluvia en dirección a una iglesia católica. Más tarde escribe en su diario:)

Esta noche no soportaba estar en casa, así que he salido a la calle y me he puesto a caminar bajo la lluvia. He recordado aquella ocasión en que me clavé las uñas en la palma de la mano, y aunque yo no lo supiera, Tú te introdujiste en mí a través del dolor. Aquella vez dije: “Deja que viva”, aunque yo no creía en Ti, pero mi falta de fe no te importó. La incorporaste a tu amor y la aceptaste como una ofrenda, y esta noche de lluvia me estaba empapando la gabardina y la ropa y me mojaba la piel, y yo tiritaba de frío, y ha sido la primera vez en que me ha parecido que estaba a punto de amarte a Ti. He llegado caminado bajo la lluvia hasta tus ventanas y quería quedarme toda la noche apostada allí solo para demostrarte que después de todo yo también puedo aprender a amar y ahora ya no le tengo miedo al desierto porque Tú estás allí. He vuelto a casa y me he encontrado a Maurice con Henry. Ha sido la segunda vez que Tú me lo has devuelto. La primera vez te odié por ello, pero Tú aceptaste mi odio igual que habías aceptado mi falta de fe y lo convertiste en tu amor, y te los guardaste para enseñármelos más tarde, para que así los dos pudiéramos reírnos juntos, igual que en ocasiones yo me reía de Maurice y le decía: “¿Recuerdas lo tontos que hemos sido…?”.

(Quince meses más tarde Sarah ha entrado en contacto con una especie de “predicador del ateísmo”, llamado Richard, que tiene su rostro marcado con una mancha en su mejilla y que intenta convencerla de que no hay Dios. Porque, sorprendentemente, el camino de Sarah se va a cercando a Dios. Y Sarah escribe en su diario:)

Ayer me compré un crucifijo, uno barato y feo porque lo tuve que comprar a toda prisa. Me puse roja cuando lo pedí en la tienda, ya que alguien podría verme comprándolo. En esas tiendas deberían poner cristales esmerilados en la puerta como hacen en las tiendas donde venden preservativos. Cuando me encierro con llave en mi dormitorio puedo sacarlo del fondo de mi joyero. Ojalá me supiera una oración que no fuera yo, yo, yo, mí, mí, mí, me, me, me. Ayúdame. Déjame ser feliz. Me, me, me. Mí, mí, mí.

Déjame pensar en la horrible mancha que tiene Richard en la mejilla. Déjame ver la cara de Henry cuando las lágrimas ruedan por sus mejillas. Deja que me olvide de mí. Amado Dios, he intentado amarte, pero lo he liado todo. Si supiera amarte, también sabría amarlos a todos ellos. Creo en tu leyenda. Creo que naciste de verdad. Creo que quisiste morir por todos nosotros. Creo que eres Dios. Enséñame a amar. Deja que mi dolor se haga eterno, pero no dejes que ellos sufran. Amado Dios, si pudieras descender de la cruz por un momento y dejar que me pusiera yo en tu lugar. Si yo pudiera sufrir como sufres tú, yo también podría sanar a los demás.

Siempre me inclino por el melodrama: creo estar dispuesta a soportar el dolor que sentiste en la cruz, pero luego no me atrevo a soportar veinticuatro horas de mapas y de guías Michelin. Amado Dios, no sirvo para nada. Sigo siendo la misma zorra y la misma farsante. Quítame ya de en medio.



Autor: Graham GREENE
Título: El final del affaire
Editorial: Libros del Asteroide, Barcelona, 2019, (pp. 149-150, 175-176, 186-188)







VII Domingo del Tiempo Ordinario

15 de agosto 

20 de febrero de 2022

(Ciclo C - Año par)





  • El Señor te ha entregado hoy en mi poder, pero yo no he querido extender la mano (1 Sam 26, 2. 7-9. 12-13. 22-23)
  • l Señor es compasivo y misericordioso (Sal 102)
  • Lo mismo que hemos llevado la imagen del hombre terrenal, llevaremos también la imagen del celestial (1 Cor 15, 45-49)
  • Sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso (Lc 6, 27-38)
  • Homilía: pulsar aquí para leer la homilía en formato pdf

El Señor nos propone hoy unos comportamientos que superan con mucho la lógica de lo humano. Pues ofrecer la otra mejilla para volver a ser injuriado (es decir, mantener abierta una relación que me resulta dura e injuriosa), aceptar ser desnudado por alguien que me roba la capa y a quien yo entrego también la túnica (capa y túnica eran, normalmente, todo el “vestido” de la época), no reclamar lo que es mío a quien me lo quita, son comportamientos que contradicen una tendencia básica del ser humano: la autoprotección. Y por otro lado pretender que actuemos con los demás, sin tener en cuenta el modo como los demás actúan con nosotros, también es algo que supera una ley no escrita pero profundamente humana, la reciprocidad: comportarme con el otro como el otro se comporta conmigo, amar a quien me ama, hacer le bien a quien me hace el bien, prestar a quien me prestó. El Señor, a sus discípulos, es decir, a quienes queremos vivir en comunión con él, nos pide que, frente a quienes son nuestros enemigos, nos odian, nos maldicen y nos injurian, respondamos con amor, haciendo el bien, bendiciendo y orando por ellos. San Pablo resumirá todo esto diciendo: “A nadie devolváis mal por mal, ni injuria por injuria (…) No te dejes vencer por el mal, antes bien vence el mal a fuerza de bien” (Rm 12,17-21).

Frases...

“Di que estas piedras se conviertan en panes (…) No solo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios”.
Cuando el primado del amor naufraga ante el primado de lo económico, es el odio quien regula el reparto de bienes; y los panes se convierten en piedras.


Charles Journet

VI Domingo del Tiempo Ordinario

15 de agosto 

13 de febrero de 2022

(Ciclo C - Año par)





  • Maldito quien confía en el hombre; bendito quien confía en el Señor (Jer 17, 5-8)
  • Dichoso el hombre que ha puesto su confianza en el Señor (Sal 1)
  • Si Cristo no ha resucitado, vuestra fe no tiene sentido (1 Cor 15, 12. 16-20)
  • Bienaventurados los pobres. Ay de vosotros, los ricos (Lc 6, 17. 20-26)
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Es imposible amar a alguien y no avisarle de los peligros que corre. En el evangelio de hoy el Señor nos ama advirtiéndonos del peligro de una vida centrada en las “riquezas”, es decir, en la obtención de todo aquello que puede saciar las necesidades más inmediatas que tenemos. Para desenvolvernos en la vida, para vivir, para crecer, ciertamente todos tenemos necesidad de bienes materiales, de alimentos, de ocio y esparcimiento y de que la gente nos reconozca como personas dignas, como gente de bien. Pero si la obtención de todo esto acapara todas las energías de nuestra vida, es decir, si nuestro corazón está puesto en todo esto “y punto” -es decir, y nada más-, entonces, dice el Señor, nosotros mismos, con esta actitud, nos cerramos la puerta del reino de Dios. Si centramos nuestra vida en todo esto, se cumplirá en nosotros la palabra de Jesús que dice: “¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si pierde su vida?” (Mc 8,36).

El lugar de los comienzos

La mujer es el “lugar de los comienzos”. A menudo es ella la primera que… ve, conoce, anuncia (cf. Mt 27, 19). La mujer es el lugar de los comienzos porque, siendo esposa llega a ser madre, concibiendo en ella una nueva vida. Y ella es la primera que advierte esta vida todavía invisible. Y lo que es verdad en el plano biológico lo es también en el plano psicológico y en el espiritual. La mujer posee, sin ninguna duda, una aptitud particular para conoce a las personas y a las cosas “desde dentro”, para adivinar. La historia de la salvación muestra que siempre o casi siempre es una mujer la primera en recibir una luz o un anuncio decisivo. Así ocurre con la Encarnación del Verbo y con su Resurrección. También se puede citar la advertencia de la mujer de Pilatos (Mt 27, 19). Y la hagiografía muestra mil ejemplos de mujeres que han llevado silenciosamente, a menudo dolorosamente, durante toda su vida lo que tan sólo más tarde iba a nacer y hacerse “oficial” en la Iglesia (se sabe, por ejemplo, que Marta Robin rezó y ofreció mucho para que María fuera proclamada “Madre de la Iglesia”).

Llamada a llevar la maduración después de haber concebido, la mujer está llamada, ella con prioridad, a significar a la Iglesia en cuanto mujer encinta (cf. Ap 12, 1), puesto que significa también ella con prioridad la Iglesia en cuanto Esposa. El encuentro de María e Isabel en la Visitación es muy elocuente en este sentido. Destinada después a dar a luz, la mujer está llamada a vivir el misterio de la mediación maternal, que es de otra naturaleza que la mediación ministerial pero tan indispensable como ella y de la que el varón, cualquiera que sea su lugar en la Iglesia, tiene necesidad. Ya que el hombre nace de la mujer (1Co 11, 12). Finalmente la aptitud espontánea para la compasión –la sim-patía- no denota una mayor virtud, sino una mayor capacidad de percibir lo que germina y de percibirlo desde dentro, desde el interior.

Ligada a esta gracia de poder llevar una vida en su misma interioridad, existe una aptitud femenina específica para captar al ser vivo en su concreción y, por extensión, a lo concreto en cuanto tal. Por eso la mujer es menos propensa que el hombre a la abstracción y a la técnica, a la plasmación de estructuras, a la construcción exterior del mundo y de la Iglesia y está más particularmente dotada para permanecer en lo real concreto y para encontrar el antídoto a la ideología de la que nuestro mundo se encuentra –incluso en la Iglesia- sumergido y a veces como anulado del todo (cf. 1Tm 6, 20).

Siendo la mujer el lugar donde se elabora la vida humana e incluso la vida divina en cuanto encarnada, es el “lugar santo” por excelencia y, por ello mismo, el lugar de una lucha encarnizada, como si fuera “la” plaza fuerte que hay que combatir. Por eso el Enemigo intentó seducir a Eva primero para demolerlo todo a partir de ella. Y por eso Dios lo ha querido reconstruir todo a partir de María.



Autor: Marie-Thérèse HUGUET
Título: Myriam et Israël. Le mystère de l’Épouse
Editorial: Éditions du Lion de Juda, Paris, 1987, (pp. 143-147)






V Domingo del Tiempo Ordinario

15 de agosto 

6 de febrero de 2022

(Ciclo C - Año par)





  • Aquí estoy, mándame (Is 6, 1-2a. 3-8)
  • Delante de los ángeles tañeré para ti, Señor (Sal 137)
  • Predicamos así, y así lo creísteis vosotros (1 Cor 15, 1-11)
  • Dejándolo todo, lo siguieron (Lc 5, 1-11)
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La liturgia de la palabra de este domingo nos presenta a dos grandes creyentes, Isaías y Pedro, en el trance de descubrirse pecadores. El hombre sólo se descubre pecador cuando se encuentra con Dios, como les ocurre a Isaías y a Pedro. Quienes no se han encontrado con Dios no pueden reconocerse pecadores, sino, a lo sumo, egoístas, débiles, frágiles, inconstantes, necios, torpes, pero no pecadores. Porque el pecado es una violencia arbitraria y gratuita contra Dios, es una rebelión en toda regla contra Aquel que nos da el ser.

Cinco recetas de sabiduría para nuestro tiempo


1.- No pongas como objetivo de tu vida la felicidad, sino el sentido

La aspiración a la felicidad es la aspiración a una realización completa, total, exhaustiva del ser del hombre. La felicidad incluye no solo la satisfacción de la inteligencia, mediante la posesión de la Verdad, y de la voluntad, mediante la posesión del Bien, sino también la satisfacción de la afectividad por entrar en una situación donde no hay ningún dolor, ningún disgusto, ninguna pena, sino que todo es armonioso y gratificante, y todos los deseos de nuestro corazón se ven colmados. Hay un himno litúrgico que expresa muy bien esto último:

Cuando la muerte sea vencida
y estemos libres en el reino,
cuando la nueva tierra nazca
en la gloria del nuevo cielo,
cuando tengamos la alegría
con un seguro entendimiento
y el aire sea como una luz
para las almas y los cuerpos,
entonces, sólo entonces, estaremos contentos.

Cuando veamos cara a cara
lo que hemos visto en un espejo
y sepamos que la bondad
y la belleza están de acuerdo,
cuando, al mirar lo que quisimos,
lo veamos claro y perfecto
y sepamos que ha de durar,
sin pasión, sin aburrimiento,
entonces, sólo entonces, estaremos contentos.

Cuando vivamos en la plena
satisfacción de los deseos,
cuando el Rey nos ame y nos mire,
para que nosotros le amemos,
y podamos hablar con él
sin palabras, cuando gocemos
de la compañía feliz
de los que aquí tuvimos lejos,
entonces, sólo entonces, estaremos contentos.

Cuando un suspiro de alegría
nos llene, sin cesar, el pecho,
entonces –siempre, siempre-, entonces
seremos bien lo que seremos.

Gloria a Dios Padre, que nos hizo,
gloria a Dios Hijo, que es su Verbo,
gloria al Espíritu divino,
gloria en la tierra y en el cielo. Amén.

Este himno litúrgico  expresa muy bien el anhelo profundo de plenitud, de felicidad, que habita en nuestro corazón y nos permite comprender que lo que anhelamos supera por completo nuestras posibilidades. Porque nosotros podemos poner nuestro entendimiento al servicio de la Verdad y nuestra libertad al servicio del Bien, pero lo que no podemos es conseguir, con nuestras fuerzas, esa armonía universal a la que aspiramos. Deseamos algo muy grande, muy bello, algo total, algo sin resquicio alguno por donde se pueda colar el dolor, la insatisfacción, la infelicidad. Aspiramos nada más y nada menos que a eso. Y esa plenitud a la que aspiramos es tan grande que no la podemos lograr con nuestro esfuerzo, tan solo la podemos esperar como una gracia, como un don, como un regalo que la Bondad suprema –que es Dios- nos quiera hacer. Ésta es la paradoja del hombre: percibir una plenitud y tender hacia ella sabiendo que no la puede alcanzar con sus propias fuerzas.

De esta paradoja podemos inferir una primera receta de sabiduría: no hagas de la búsqueda de la felicidad el fin de tu vida, porque la felicidad es algo que escapa a tus posibilidades; no busques la felicidad.

La conveniencia de no convertir la felicidad en el objetivo a conseguir en esta vida se percibe al considerar que aquellos hombres que dedican su vida a conseguirla se suelen equivocar bastante estrepitosamente y suelen conformarse con mucho menos de lo que, en realidad, anhela nuestro corazón. De ahí que algún autor hay escrito con sorna: “Para ser feliz hacen falta tres cosas: ser imbécil, ser egoísta y tener buena salud” (Cabodevilla). También existe la expresión popular: “es más feliz que un tonto con un lapicero”.

Entonces, si no es aconsejable hacer de la obtención de la felicidad el objetivo de la vida, ¿qué objetivo debo perseguir? La respuesta nos llega de la mano de un psiquiatra judío, Viktor Frankl, que estuvo deportado en un campo de exterminio nazi. Él nos dice: no busques la felicidad, busca, en cambio, el sentido. Escuchemos sus palabras: “Allá en el campo, todos nos habíamos confesado unos a otros que no podía haber en la tierra felicidad que compensara por todo lo que habíamos sufrido. No esperábamos encontrar la felicidad, no era esto lo que nos infundía valor y confería significado a nuestro sufrimiento (…) El interés principal del hombre no es encontrar el placer, o evitar el dolor, sino encontrarle un sentido a la vida (…) una razón por la cual el hombre está dispuesto incluso a sufrir a condición de que ese sufrimiento tenga un sentido”.

No tenemos obligación de ser felices y por lo tanto no debemos considerarnos unos fracasados por no serlo. Tampoco tenemos derecho a ser felices y por lo tanto no podemos reclamar a alguien por no serlo. Lo que tenemos es un anhelo inmenso de ser felices y lo único que podemos hacer es obrar de una manera que merezcamos serlo. Y eso se hace obrando con sentido, es decir, actuando de tal manera que nuestros actos vayan en la buena dirección, en la dirección en la que se armonizan todos los valores, en la que converge el bien mío y el de todos los demás hombres, aunque ese obrar comporte, a veces, asumir un sufrimiento.

2.- Aceptar la inevitable y radical soledad de ser un yo

Llegamos solos al mundo y nos vamos de aquí en idéntica soledad. También nuestro viaje por la vida es una experiencia, en esencia, individual, aunque lo social ocupe un lugar muy importante. Pero somos un yo, además de cualquier otra cosa. No hay nada malo en la vida social y en el apoyo fraterno y familiar; pero lo más profundo de nuestro ser sigue siendo individual e inviolable, un misterio al que solo tiene acceso Dios y que sin duda nos conecta a solas con Él. No podemos vivir de espaldas al mayor enigma: nuestro mundo interior.

Porque cada hombre es un “yo”, es decir, un punto de vista único e irrepetible sobre toda la realidad, una especie de “centro del mundo” desde el que veo y entiendo todo lo demás. De tal manera que todo lo demás se orienta hacia ese centro, sin que esto equivalga en modo alguno a una postura egocéntrica, sino que se trata simplemente de un fenómeno fundamental de la autoexperiencia humana: el fenómeno por el cual el hombre se siente el centro de todo el entramado de su mundo.

El yo de cada uno no puede ser sustituido ni representado por nada ni por nadie, sino que únicamente está fijado en sí mismo. En eso reside su grandeza –porque es único- y, al mismo tiempo, su pequeñez, por cuanto no es sino un punto en la totalidad inconmensurable del ser y del acontecer, del mundo y de la historia. De ahí surge la suprema soledad que todos experimentamos a veces en toda su hondura. Por muy metido que viva el hombre en el mundo y en los acontecimientos mundanos, el hombre está en definitiva afincado sólo en sí mismo, arrojado a su yo personal. En su decisión y su responsabilidad el hombre se encuentra sólo. Nadie, ni la persona más íntima y querida puede sustituirnos, representarnos o relevarnos; soy yo quien tiene que cargar a solas con mi existencia.

Un filósofo tipifica este hecho como “soledad radical” subrayando que la vida del hombre “es intransferible y que cada cual tiene que vivirse la suya, que nadie puede sustituirle en la faena de vivir, que el dolor de muelas que siente tiene que dolerle a él y no puede traspasar a otro ni un pedazo de ese dolor, que ningún otro puede elegir o decidir por delegación suya lo que va a hacer, lo que va a ser; que nadie puede reemplazarse ni subrogarse a él en sentir y querer; en fin, que no puede encargar al prójimo de pensar en lugar suyo los pensamientos que necesita pensar para orientarse en el mundo –en el mundo de las cosas y en el mundo de los hombres- y así acertar en su conducta; por tanto, que necesita convencerse o no, tener evidencias o descubrir absurdos por su propia cuenta, sin posible sustituto, vicario ni lugarteniente (…) Y como eso acontece con mis decisiones, voluntades, sentires, tendremos que la vida humana sensu stricto por ser intransferible resulta que es esencialmente soledad, radical soledad” .

La Palabra de Dios nos recuerda esta radical soledad de cada hombre cuando, en el salmo 86, hablando de la Jerusalén celestial, afirma que de ella se dirá que “uno por uno todos han nacido en ella” (Sal 86, 5). “Uno por uno”: a la salvación de Dios, que consiste en ser ciudadano de la Jerusalén celestial, se accede “uno por uno” y no de una manera gregaria o grupal. Por eso la Iglesia enseña que el juicio de Dios, siendo universal, concierne a cada hombre en su singularidad irrepetible, tal como dijo el Señor: “Entonces, estarán dos en el campo; uno es tomado, el otro dejado; dos mujeres moliendo en el molino: una es tomada, la otra dejada” (Mt 24, 40-41).

3.- Aprender a esperar y recuperar la lentitud

Nuestra cultura, ingenuamente mitificadora de la eficacia y el utilitarismo, ha abolido hace tiempo el valor de esperar: la espera se ha convertido en un peso muerto que nos incomoda y que es preciso tirar por la borda. Hoy en día vivimos en una especie de “acelerador de partículas”, es decir, en un clima de velocidad y de expectativa permanente. Tenemos una dificultad que nos parece insuperable para salir de esa velocidad y de esa expectación permanente y sumergirnos en la lentitud y gratuidad de los procesos humanos auténticos, que todos ellos son lentos y requieren tiempo.

Quizá necesitaríamos decirnos a nosotros mismos y a los demás que esperar no es necesariamente una pérdida de tiempo. Que puede ser justo lo contrario: reconocer el propio tiempo, el tiempo necesario para ser; tomar tiempo para uno mismo, como lugar de maduración, como oportunidad recuperada. Quien no acepte, por ejemplo, la imposibilidad de satisfacer inmediatamente un deseo, difícilmente llegará a saber lo que es un deseo (o, por lo menos, un gran deseo). Quien no tenga paciencia para esperar que germine la simiente, jamás experimentará la alegría de verla florecer. En cuestiones de tiempo, la vida es completamente artesanal.

Y en este sentido tal vez sea muy conveniente recuperar ese arte tan humano que es la lentitud. La prisa nos condena al olvido. Pasamos por las cosas sin habitarlas, hablamos con los demás sin escucharlos, acumulamos información que no llegaremos a profundizar. Realmente la velocidad a la que vivimos nos impide vivir. Una posible alternativa sería rescatar nuestra relación con el tiempo, volver a aprender aquí y ahora la presencia. Porque Dios no tiene prisa: “Como el suelo echa sus brotes, como un jardín hace brotar sus semillas, así el Señor hará brotar la justicia y los himnos, ante todos los pueblos” (Is 61, 11).

Una de las cosas que nos arriesgamos a perder, con tanta prisa, es el distanciamiento, el margen de tiempo y de libertad necesario para la reflexión. Se pretende que todo fluya sin pausas. Se habla mucho de una gestión eficaz de la información. Lo urgente, en cambio, sería reconocer que necesitamos tiempo y soledad para consultar los asuntos con la almohada. La mayoría de las veces, la almohada es mejor consejera que la pantalla.

4.- Agradecer a Dios lo que no nos da

“Me gusta agradecerle a Dios todo cuanto me da, es siempre tanto que no tengo palabras para describirlo. Pero siento que debo agradecerle también lo que no me da, las cosas buenas que no he tenido, e incluso las que tanto he pedido y deseado y no he llegado a disfrutar. El hecho de que no me haya concedido algunas de ellas me ha obligado a descubrir en mí fuerzas insospechadas y, en cierto modo, me ha permitido ser yo”, escribe una mujer a un amigo suyo.

Mientras no le agradezcamos a Dios, a la vida y a los demás lo que no nos han dado, parece que nuestra oración queda incompleta. Podemos fácilmente seguir adelante alimentando el resentimiento por lo que no nos ha sido dado, comparándonos con otras personas y considerándonos injustamente tratados, lamentando la dureza de lo que en cada etapa no corresponde a lo que habíamos imaginado.

Pero probablemente ni sospechamos los desmanes que habríamos cometidos si hubiéramos recibido lo que no nos ha sido dado y tanto hemos deseado, tal como nos insinúa la Epístola de Santiago al decir: “Pedís y no recibís porque pedís mal, con la intención de malgastarlo en vuestras pasiones” (St 4, 3). De modo que el habernos privado de la satisfacción de determinados deseos, ha sido en realidad un gran bien para nosotros. Pues no siempre lo que deseamos es nuestro bien, tal como afirma san Pablo en la Carta a los Romanos: “Pues nosotros no sabemos cómo pedir para orar como conviene” (Rm 8, 26).

5.- Perdonar a quien me ha ofendido o herido

Perdonar es desligar a la persona de las consecuencias de sus acciones, separarla de su falta, darle la posibilidad de nacer de nuevo, de recomenzar. En el fondo es decirle: "tú no te reduces a tus actos, tú vales más que tus actos". El perdón, por tanto, no significa olvidar lo hecho, ni tampoco deshacer lo ya hecho, sino desvincular a la persona del acto malo que ha hecho, diciéndoles que su acto malo no determina su identidad, que su identidad no coincide con ese acto, que él puede darse una nueva identidad obrando de otra manera, obrando el bien. El perdón propiamente absuelve, es decir, des-vincula, al culpable de su mala acción. El perdón conserva así la memoria de la falta, pero no vincula todo el destino de un hombre a la falta cometida.

El acto de perdonar es una declaración unilateral de esperanza. Es una declaración unilateral, porque depende únicamente de mí. Para perdonar no hace falta que el otro me pida perdón, ni siquiera que esté arrepentido; lo único que hace falta es que yo le perdone, que yo desvincule su ser del acto malo que cometió contra mí.

El perdón no es un acuerdo. Si espero que el que me ha oprimido venga a mi encuentro y me arranque la tristeza, puedo esperar sentado. El perdón es un gesto unilateral que enmudece la voz de la venganza y cree que detrás del que me ha herido hay un ser humano vulnerable, capaz de cambiar. Perdonar es creer en la posibilidad de transformación, empezando por la propia.

¿Qué consideraciones me pueden llevar a perdonar? Dejando claro que el perdón es, ante todo, una decisión de mi libertad, ciertamente puede ayudarme a tomarla una consideración humana y otra cristiana. La consideración humana es que en aquellos que nos hieren (o nos han herido) hay también bloqueos, llagas y enmarañados ovillos. Su falta de amor no ha sido necesariamente deliberada, quién sabe si no tienen detrás una historia más conmovedora que la nuestra. No se trata de eximir, sino de reconocer que en aquel que no me ha hecho justicia o no me ha devuelto la cordialidad que invertí en él, existe alguien puesto a prueba por situaciones extremas. Y que la herida ahora abierta no estaba destinada a mí: era un magma de violencia a la deriva, listo para explotar. Dostoyevski lo afirma con rotundidad al subrayar que cuando uno es feliz no obra el mal, que el mal lo solemos obrar los hombres cuando somos desgraciados o nos sentimos tales.

La consideración cristiana es que todo me ha sido perdonado en Cristo y que a mí me ofrece Dios su perdón gratuitamente, antes de que yo se lo pida. Y que si yo soy tratado con esta generosidad es muy pertinente que yo emplee la misma generosidad con los demás: “Vete y haz tú lo mismo” (Lc 10, 37).

Escuela de la fe #07: Libres y esclavos


Libres y esclavos


D. Fernando Colomer Ferrándiz
28 de enero de 2022


Enlace para escuchar en ivoox: https://go.ivoox.com/rf/126369574

IV Domingo del Tiempo Ordinario

15 de agosto 

30 de enero de 2022

(Ciclo C - Año par)





  • Te constituí profeta de las naciones (Jer 1, 4-5. 17-19)
  • Mi boca contará tu salvación, Señor (Sal 70)
  • Quedan la fe, la esperanza y el amor. La más grande es el amor (1 Cor 12, 31-13, 13)
  • Jesús, como Elías y Eliseo, no solo es enviado a los judíos (Lc 4, 21-30)
  • Homilía: pulsar aquí para leer la homilía en formato pdf

El evangelio que acabamos de escuchar pone de relieve una de las constantes que acompañará la vida terrena de Jesús y el anuncio del Evangelio hasta que Él vuelva. Se trata de la lucha entre la idea que los hombres tenemos de Dios y la verdad de Dios. Se trata de la aceptación de la libertad de Dios.

¿No es éste el hijo de José?”, se preguntan sus paisanos de Nazaret después de haberse “admirado de las palabras de gracia que salían de sus labios”. Detrás de esta pregunta retórica se esconde un drama: que ellos tienen una idea preconcebida de Dios, de su manera de ser y de actuar, y que a causa de esa idea suya no pueden creer que Jesús sea verdaderamente el enviado de Dios, aquel en quien se cumple el anuncio del profeta Isaías. Jesús no encuentra fe en sus paisanos; lo que encuentra es una especie de curiosidad socarrona: