XXXI Domingo del Tiempo Ordinario

15 de agosto 

 

 31 de octubre de 2021

(Ciclo B - Año impar)




  • Escucha Israel: Amarás al Señor con todo tu corazón (Dt 6, 2-6)
  • Yo te amo, Señor; tú eres mi fortaleza (Sal 17)
  • Como permanece para siempre, tiene el sacerdocio que no pasa (Heb 7, 23-28)
  • Amarás al Señor, tu Dios. Amarás a tu prójimo (Mc 12, 28b-34)
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¿Qué mandamiento es el primero de todos? Esta pregunta era habitual hacerla a los notables maestros judíos para que se pronunciaran sobre el sentido de los 613 preceptos de La Ley. Al responderla, cada maestro expresaba lo que él creía que era el principio interno de coherencia de toda la Ley, el espíritu con el que había que observar todos los preceptos.

La respuesta de Jesús indica que este espíritu es el amor. “Amor”, en los labios de Jesús, significa el Amor que Dios es: puesto que “Dios es Amor” (1Jn 4,8), la Ley que de Él dimana y que constituye para el hombre el camino (Torah) de su crecimiento personal, no puede ser otra más que el Amor. “Si el hombre creyese haber hecho algo bueno pero sin caridad, se equivoca por completo”, afirma San Agustín (+ 430). Lo que da valor a todos nuestros actos es únicamente la caridad, el Amor que es Dios, que viene de Dios, que Dios pone en nuestros corazones por el Espíritu Santo (Rm 5,5). Sin caridad, fuera de la caridad, al margen de la caridad, no hay nada, absolutamente nada (ni “entregar el propio cuerpo a las llamas”, (cf. 1Co 13) que pueda tener valor ante Dios.

Jesús formula el primer mandamiento con las palabras del Dt 6,4-5 y el segundo con las del Lv 19,18. Lo justo, lo correcto, lo que corresponde a la verdad de Dios es que le amemos “con todo el corazón, con toda el alma, con toda la mente, con todo el ser”. Porque Dios es Amor (no “tiene” amor, como nos ocurre a nosotros); Dios es la Bondad Personal Subsistente, y lo correcto ante ella es amarla así, con un amor total y absoluto.

Sólo Dios merece un amor así: ni tu marido, ni tu mujer, ni tus hijos, ni tu profesión, ni tú mismo. Y si amas alguna otra realidad diferente de Dios con un amor total y absoluto estás cayendo en la idolatría. El primer mandamiento exige “repudiar a todos los otros dioses y señores, excepto al único Dios y Señor, y no tener a ninguna persona por dios y señor, y declarar una guerra sin tregua a todos los otros (…) Pues cuando nosotros accedemos a la gracia del bautismo renunciamos a todos los otros dioses y señores y confesamos al único Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo”, afirma Orígenes (+ 253). Ninguna idea, ningún partido político, ninguna imagen de sí mismo, ningún periódico o medio de comunicación deben recibir del cristiano un amor incondicional. Pues será la caridad la que lo juzgará todo: “Y la calidad de la obra de cada cual, la probará el fuego” (1Co 3,13). El cristiano debe valorarlo todo desde la caridad: la caridad tiene que ser el criterio que configura el juicio del cristiano sobre todas las cosas.

El segundo mandamiento nos indica amar al prójimo y amarnos a nosotros mismos, puesto que el Señor dice amarás a tu prójimo como a ti mismo, lo cual supone, como enseña Santo Tomás de Aquino, que el amor a sí mismo es el modelo en base al cual hay que amar al prójimo.

¿Cuál es la razón por la que el hombre -tanto yo como el prójimo- debe ser amado siempre? Que el hombre ha sido creado a imagen y semejanza de Dios, que ha sido creado para entrar en comunión con Dios, para participar de su gracia y de su gloria. Y por lo tanto, escribe, San Francisco de Sales (+1622), al contemplar al hombre “deberíamos arrojarnos sobre su rostro y acariciarlo y llorar de amor sobre él y darle mil y mil bendiciones”. Pero no porque él sea digno de amor por sí mismo (algunas veces lo es, y otras no lo es), sino porque es imagen y semejanza de la Bondad infinita que es Dios y está llamado a parecerse a Él y a vivir en Él y con Él por toda la eternidad.

Lo cual significa que amamos de verdad al prójimo -y a nosotros mismos- cuando ayudamos al prójimo, que es imagen de Dios, a desarrollar la semejanza con Él, cuando le ayudamos a que vaya realizando en sí mismo la semejanza con Cristo y de ese modo se vaya convirtiendo en el ser de luz, de amor, de paz, de reconciliación, que Dios ha querido que él llegue a ser. Amar es ayudar a los hombres a dejarse transformar por el Espíritu Santo en iconos vivientes de Cristo. Amar es ayudar a los hombres a caminar hacia Cristo, a encontrarse con Él y a dejarse transformar por Él.

Amar NO ES favorecer el narcisismo del prójimo diciéndole que nos encanta como es y que hasta sus defectos nos parecen maravillosos y tonterías de ese estilo. Amar no es decirle al prójimo “por favor no cambies”, sino más bien ayudarle a que cambie, a que se una cada vez más a Cristo y se deje transformar por Él. Pues no se debe separar el Amor de la Verdad. Cuando esta separación se realiza, entonces ya no se ama de verdad, ya no hay caridad, sino complacencia interesada hacia el otro. Que el Señor nos conceda amar con Su Amor; para que amemos de verdad.

El primer mandamiento



Maestro, ¿cuál es el mandamiento mayor de la Ley? Él le dijo: Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente. Este es el mayor y el primer mandamiento (Mateo 22,36-38). Con estas palabras resume Jesús el primer mandamiento revelado en el Decálogo, el que afirma: Yo, Yahveh, soy tu Dios, que te ha sacado del país de Egipto, de la casa de la servidumbre. No habrá para ti otros dioses delante de Mí. No te harás escultura ni imagen alguna ni de lo que hay arriba en los cielos, ni de lo que hay abajo en la tierra, ni de lo que hay en las aguas debajo de la tierra. No te postrarás ante ellas ni les darás culto (Éxodo 20,2-5).

El primer mandamiento indica la actitud fundamental que el hombre debe tener ante Dios. Recuerda que Dios es el autor de la liberación del hombre (Yo, Yahveh, soy tu Dios que te ha sacado del país de Egipto), o, como nos ha enseñado Jesús, que Dios es el Padre amoroso que nos ha creado y que cuida de nosotros con infinito amor. Pues bien, ante un Dios así, la única actitud correcta por parte del hombre es un amor total, con todo el corazón, con toda el alma, con toda la mente o, como precisa Lucas, con todas tus fuerzas (Lucas 10,27).

1. Qué es lo que ordena el primer mandamiento.

El primer mandamiento nos indica que el cristiano tiene que vivir completamente descentrado de sí mismo y totalmente centrado en Dios. Amar es afirmar a otro. Uno ama en la medida en que, con sus palabras y sus obras, afirma a otro distinto de sí mismo. El primer mandamiento nos indica, pues, que nuestra vida tiene que ser una total afirmación de Dios, de su existencia, de su poder, de su bondad.

Esto lo vive el creyente por la fe, la esperanza y la caridad. Por la fe el creyente se descentra de sí mismo y considera como más verdadero que lo que por sí mismo ve, lo que Dios le revela, lo que Dios le dice que existe. Por la esperanza el creyente confía plenamente en Dios, en su fidelidad para cumplir las promesas que nos hace, en su bondad por la que Él no deja nunca de amarnos, de querer nuestra salvación y de ayudarnos con su gracia a alcanzarla, en su justicia por la que Él nunca nos somete a pruebas que superan nuestra capacidad. Por la caridad el creyente afirma a Dios más que a sí mismo.

El primer mandamiento, además, nos ordena también la expresión de esta nuestra vida por completo centrada en Dios. Esta expresión consiste principalmente en la adoración, la oración y el sacrificio. La adoración es el reconocimiento de Dios como el Creador y el Salvador, el Señor y el Dueño de todo lo que existe, el Amor infinito y misericordioso: Adorarás al Señor tu Dios y sólo a Él darás culto (Lucas 4,8); así respondió Jesús al diablo cuando éste le tentó pidiéndole que le adorara. Adorar a Dios consiste en situarse ante Él con un respeto y una sumisión absolutos, reconociendo la distancia inmensa que separa a Dios de la criatura, pues ésta sólo existe por Dios: ¿Es el alfarero como la arcilla para que diga la obra a su hacedor: “No me ha hecho”, y la vasija diga de su alfarero: “No entiende el oficio? (Isaías 29,16). O como dice san Pablo: ¡Oh hombre! Pero ¿quién eres tú para pedir cuentas a Dios? (Romanos 9,20). Adorar a Dios consiste también, como hizo María en su cántico de alabanza, en reconocer las maravillas que Él ha hecho a favor nuestro, y alabarle, y darle gracias por ello, proclamando la santidad de su Nombre.

La oración consiste en elevar nuestro espíritu hacia Dios para alabarle, darle gracias, pedirle perdón y presentarle nuestras súplicas. El Señor nos ha inculcado la necesidad de la oración diciéndonos que es necesario orar siempre sin desfallecer (Lucas 18,1), pues sin la ayuda que nos viene a través de la oración, es imposible cumplir los mandamientos de Dios y vivir como cristianos.

El sacrificio consiste en el ofrecimiento a Dios de acciones que pretenden mostrar nuestra adhesión a Él por encima de todas las cosas. En realidad toda nuestra vida debe de ser un sacrificio ofrecido a Dios, según la frase de Pablo: Os exhorto, pues, hermanos, por la misericordia de Dios, a que ofrezcáis vuestros cuerpos como una víctima viva, santa, agradable a Dios: tal será vuestro culto espiritual (Romanos 12,1). El único sacrificio perfecto es el que ha ofrecido Cristo en la Cruz, ofreciéndose amorosamente al Padre por nuestra salvación. Nosotros, al celebrar la eucaristía, unimos nuestro sacrificio al Suyo para completar lo que falta a la pasión de Cristo por su cuerpo, que es la Iglesia y contribuir, así, a la salvación del mundo.

2. Qué es lo que prohíbe el primer mandamiento.

A) El primer mandamiento prohíbe, en primer lugar, absolutizar lo relativo, es decir, tratar como si fuera Dios a lo que no lo es, otorgar a cualquier criatura el honor o la confianza que sólo se debe tributar a Dios. En este sentido se nos prohíbe cualquier idolatría. El hombre, también el creyente, puede fácilmente caer en la idolatría: el poder, el dinero, el prestigio, el placer, la raza, los antepasados, la nación, el Estado, así como las personas a las que se admira demasiado, pueden convertirse fácilmente en objetos divinizados, con los que se mantiene una relación idolátrica. Pues lo que constituye al ídolo como ídolo es la mirada del hombre: cuando ésta reposa en el objeto idolatrado y “se sacia” en él, como si él fuera el término que puede satisfacer la sed de Felicidad que hay en el corazón del hombre, entonces adviene la idolatría. La Palabra de Dios nos recuerda que los ídolos someten al hombre a una dura esclavitud, que le exigen la inmolación de su tiempo, de su atención, de su esfuerzo, de su libertad y que, a cambio, no pueden darnos nada, pues, como afirma Pablo, los ídolos no son nada (1ª Corintios 8,4). El ídolo es eso, una “nada” que domina al hombre y que acaba paralizándolo, quitándole su libertad: Sus ídolos son plata y oro, hechura de manos humanas (...) tienen boca y no hablan, tienen ojos y no ven, tienen oídos y no oyen (...) como ellos serán los que los hacen, cuantos confían en ellos (Salmo 113B,4-8).

Se nos prohíbe igualmente toda superstición. La superstición consiste en considerar que la eficacia espiritual de los sacramentos y de las oraciones depende de la materialidad de los signos y de las palabras, independientemente de las actitudes interiores de nuestro corazón. De este modo se absolutiza el soporte material de nuestra relación con Dios, al que se le concede una eficacia cuasi-mágica, olvidando la libertad de Dios y la interioridad del hombre, pues no todo el que diga Señor, Señor, entrará en el reino de los cielos, sino el que cumpla la voluntad de mi Padre. La superstición falsea por completo la verdad de la relación entre Dios y el hombre, que no puede establecerse en base a unos ritos desconectados por completo de la vida del hombre, sino tan sólo en base a la conversión del corazón: Llega la hora, ya estamos en ella, en que los adoradores verdaderos adorarán al Padre en espíritu y en verdad (...) Dios es espíritu, y los que adoran deben adorar en espíritu y verdad (Juan 4,23-24).

B) Se nos prohíbe igualmente el querer ser los artífices de nuestra propia salvación en base a la astucia de nuestra inteligencia, al dominio de las fuerzas del cosmos, en vez de confiar plenamente en Dios, esperando de su bondad todo cuanto sea necesario para ella. Pues dice el Señor: Buscad primero el reino de Dios y su justicia y lo demás se os dará por añadidura. En este sentido el cristiano no debe recurrir nunca a ninguna forma de adivinación –recurso a Satán o a los demonios, evocación de los muertos, recurso a los mediums, interpretación de presagios o de suertes, astrología, quiromancia, etc.- porque considera que su futuro está en las manos de Dios y que su verdadero desafío espiritual consiste en vivir el “hoy” y no en intentar anticiparse al futuro. Pues aunque la falta de previsión puede implicar una falta de responsabilidad, el cristiano recuerda siempre la palabra del Señor: No os agobiéis por el día de mañana, a cada día le basta su propia pena. La misma consideración merece todo recurso a la magia o a la hechicería: el cristiano debe abstenerse de ellos, pues no espera del dominio de las fuerzas ocultas el universo su salvación. El espiritismo debe también ser evitado pues implica a menudo prácticas adivinatorias o mágicas.

C) Se nos prohíbe igualmente todo intento de disponer de Dios a nuestro arbitrio, pues no es Dios quien debe someterse al hombre sino el hombre a Dios. En este sentido el hombre debe abstenerse por completo de intentar tentar a Dios, es decir, “ponerlo a prueba” para verificar su poder, o su providencia, o su bondad o sabiduría. La actitud de Jesús frente al diablo que le proponía arrojarse desde el alero del Templo de Jerusalén para verificar el cumplimiento de las palabras del salmo 90 –A sus ángeles te encomendará para que te guarden, te llevarán en sus palmas para que tu pie no tropiece en la piedra– fue contundente: No tentarás al Señor tu Dios (Lucas 4,9-12; Deuteronomio 6,16). Del mismo modo está completamente prohibido el intentar comprar o vender las realidades espirituales, los tesoros de la fe y de la vida divina. Pues el Señor dijo dad gratuitamente lo que gratuitamente habéis recibido (Mateo 10,8). El episodio de Simón el Mago (Hechos 8,9-24) –de donde viene la palabra simonía– puso claramente de relieve que el don del Espíritu Santo no se obtiene con ningún tipo de comercio, sino que es un regalo gratuito del amor divino. En este sentido la Iglesia prohíbe a sus sacerdotes exigir cualquier tipo de remuneración, en la administración de los sacramentos, distinta de la debidamente autorizada por la autoridad eclesial competente, y les exhorta a que ningún pobre sea privado de los sacramentos en razón de su pobreza. El que la autoridad eclesial competente pueda fijar una ofrenda con motivo de los sacramentos, se basa en el principio de que el pueblo de Dios debe subvenir a las necesidades de sus ministros, según la palabra del Señor el obrero merece su sustento (Mateo 10,10).

3. La cuestión de las imágenes.

No te harás escultura ni imagen alguna (...) No te postrarás ante ellas ni les darás culto (Éxodo 20,4-5). El primer mandamiento prohíbe la fabricación y el culto de las imágenes. El Deuteronomio precisa: puesto que no visteis figura alguna el día en que Yahveh os habló en el Horeb de en medio del fuego, no vayáis a pervertiros y os hagáis alguna escultura de cualquier representación que sea (Deuteronomio 4,15-16). El Dios que se revela a Israel es el Dios totalmente Transcendente; pretender construir una imagen que lo represente equivale a pretender destruir esa Transcendencia, pues una imagen es siempre un proyecto del hombre, una idea del hombre, un anhelo del hombre, y Dios es distinto de todos nuestros proyectos y de todas nuestras ideas o anhelos.

Sin embargo, a pesar de esta prohibición, Dios mismo ordena o permite la construcción de algunas imágenes que preanuncian simbólicamente la salvación que el Verbo encarnado traerá a la humanidad. Así por ejemplo la serpiente de bronce (Números 21,4-9) o el arca de la alianza con los querubines (Éxodo 25,10-22). Este hecho indica que no estamos ante una prohibición absoluta, sino que se trata, en realidad, de prohibirle al hombre elaborar un proyecto salvador que sea “suyo” (esto es lo que expresa la imagen que el hombre inventa), para crear en él como un “vacío” que colmará el proyecto salvador que Dios le ofrece. Esto es lo que ocurre en su plenitud con la llegada de Cristo: Él es la imagen del Dios invisible (Colosenses 1,15). Con Cristo Dios nos ha entregado su propia imagen. A partir de ahí ya no tendrá sentido la prohibición de las imágenes, porque éstas ya no expresarán el proyecto humano sobre la salvación, sino el propio proyecto divino hecho visible.

Por eso el VII Concilio ecuménico de Nicea (787) sostiene la legitimidad cristiana del culto de las imágenes, puesto que la Encarnación del Hijo de Dios ha inaugurado una nueva “economía” que afecta a las imágenes. El mismo concilio precisa que “el honor que se le tributa a una imagen va al modelo original” y que “quien venera una imagen, venera a la persona que en ella está representada”. La veneración cristiana de las imágenes no se detiene en la realidad material de las imágenes, sino que las considera como imágenes, es decir, como vehículos que nos conducen hacia la realidad representada.


XXX Domingo del Tiempo Ordinario

15 de agosto 

 

24 de octubre de 2021

(Ciclo B - Año impar)




  • Guiaré entre consuelos a los ciegos y los cojos (Jer 31, 7-9)
  • El Señor ha estado grande con nosotros, y estamos alegres (Sal 125)
  • Tú eres sacerdote para siempre según el rito de Melquisedec (Heb 5, 1-6)
  • “Rabbuní”, haz que recobre la vista (Mc 10, 46-52)
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Al salir Jesús de Jericó con sus discípulos y bastante gente. Según nos cuenta san Marcos, Jesús está viajando desde Cesarea de Filipo (Mc 8,27-30) hacia Jerusalén. Durante el camino ha instruido a sus discípulos, en tres ocasiones, sobre su pasión y muerte; pero ellos no han entendido nada. Ahora le queda sólo una jornada de viaje, cuesta arriba, hasta llegar a Jerusalén.

Al borde del camino pidiendo limosna. Bartimeo era un hombre que dependía de los demás para poder caminar, porque era ciego, y también para poder vivir, porque era pobre y no tenía otro recurso que mendigar. El que estuviera “sentado al borde del camino” subraya su extrema marginalidad: él no puede participar de ese gran movimiento en torno a Jesús, sobre quién, sin duda alguna, ha oído hablar y ha sacado sus propias convicciones. Por eso grita: Hijo de David, ten compasión de mí. “Hijo de David” significa “tú eres el Mesías”. La paradoja es que este ciego “ve” la identidad de Jesús como Mesías, a diferencia de la mayoría de la gente. Cuando Jesús llegue a Jerusalén, muchos le aclamarán como Mesías, pero hasta este momento tan sólo Pedro y el ciego Bartimeo lo han reconocido y confesado como tal.

Muchos le regañaban. La gente que rodea a Jesús son una auténtica pesadilla: hace tres domingos no querían dejar que los niños se acercaran a Él; ahora no quieren que Bartimeo lo invoque y le suplique. Esto debe hacernos pensar, porque nosotros somos la gente que rodea a Jesús, su cuerpo, su Iglesia. Que no seamos nunca una barrera entre Cristo y los hombres, sino que seamos verdaderamente el cuerpo de Cristo, es decir, el órgano humano a través del cual Él encuentra a los hombres: no un obstáculo, sino un puente.

Pero él gritaba más. “Yo te invoco porque tú me respondes”, dice el salmo 16 (v. 6). Nosotros también gritamos a Jesús, gritamos a Dios, porque, al igual que el ciego Bartimeo, tenemos puesta toda nuestra esperanza en Él. Nosotros no somos “optimistas”, sino hombres de esperanza. Y nuestra esperanza no nace de ningún “análisis de la realidad”, sino de la certeza de Su presencia en medio de nosotros. Cristo está aquí y nosotros clamamos hacia Él, como Bartimeo, porque tenemos fe en su poder y en su bondad.

Jesús se detuvo y mandó llamarlo. El Mesías atiende a aquellos a quienes sus “amigos” quieren hacer callar… “Dios es más grande que nuestro corazón” (1Jn 3,20). Dios no excluye a nadie, porque ama a todos los hombres.

Soltó el manto. El manto en la Biblia simboliza la personalidad, el status social de quien lo lleva, su condición. El manto además es todo lo que un mendigo tiene. Al soltar el manto, Bartimeo hace lo que el joven rico no fue capaz de hacer: dejarlo todo por Cristo. De este modo muestra que está dispuesto a cambiar de status, a cambiar de vida, que no se aferra afanosamente a su condición. Porque a menudo nosotros queremos que el Señor nos cambie pero no estamos dispuestos a cambiar nuestro status, es decir, nuestra manera de ser, nuestro modo de vivir: nos aferramos nerviosamente a “nuestro manto”.

Dio un salto y se acercó a Jesús. Este salto “a ciegas” es un símbolo de la fe. No porque la fe sea algo irracional, carente de fundamentos racionales; al contrario, no hay nada más razonable que creer, que “dar fe” a Dios. Sino porque la fe comporta siempre una opción, un compromiso de mi libertad; y eso nunca es la conclusión de un silogismo, sino algo que pone en juego a toda la persona, y no sólo al entendimiento. Por eso el órgano de la fe es el corazón y no la inteligencia: “Si tus labios confiesan que Jesús es el Señor y tu corazón cree que Dios lo resucitó, serás salvo. Pues con el corazón se cree para conseguir la justicia, y con la boca se confiesa para obtener la salvación” (Rm).

¿Qué quieres que haga por ti? Puede parecer una cuestión superflua tratándose de un ciego…pero Dios respeta siempre nuestra libertad. Nos ha creado a imagen del que es “la Palabra” y espera siempre nuestras palabras, quiere que le hablemos. No nos trata como a objetos sino como a sujetos. Por eso comenta San Juan Crisóstomo (+407) que Jesús le dice esto a Bartimeo porque Bartimeo ha hecho lo que ha hecho (orar, creer, gritar y saltar a ciegas hacia Jesús), ya que “Dios no salvará en absoluto a los que no trabajan, como si fueran maderos o piedras”.

Anda, tu fe te ha curado. “Anda”: estabas paralizado, inmovilizado por tu ceguera. Ahora camina, ya que has recibido la luz, que es Cristo, que ha iluminado tu corazón antes que tus ojos.

Y lo seguía por el camino. Bartimeo ha cambiado de vida: ya no es un marginado al borde del camino sino que se ha integrado en el grupo de los que siguen a Jesús, de los discípulos. Ha entrado en la Iglesia.

Bendición Irlandesa


 
May the road rise
to meet you.
May the wind be
always on your back.

May the sun shine
warm upon your
face.

May the rains fall
soft upon your
fields.

And until we meet again,
may God hold you
in the palm of His
hand.

                                                                              
Que el camino salga a tu encuentro.
Que el viento sople siempre a tu espalda.
Que el sol caliente tu rostro.
Que llueva suavemente sobre tus campos.
Y, hasta que nos volvamos a ver,
que Dios te lleve siempre en la palma de su mano.

Oración en formato pdf

XXIX Domingo del Tiempo Ordinario

15 de agosto 

 

17 de octubre de 2021

(Ciclo B - Año impar)




  • Al entregar su vida como expiación, verá su descendencia, prolongará sus añosa (Is 53, 10-11)
  • Que tu misericordia, Señor, venga sobre nosotros, como lo esperamos de ti (Sal 32)
  • Comparezcamos confiados ante el trono de la gracia (Heb 4, 14-16)
  • El Hijo del hombre ha venido a dar su vida en rescate por muchos (Mc 10, 35-45)
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Concédenos sentarnos en tu gloria uno a tu derecha y otro a tu izquierda. El Señor no rechaza de entrada esta petición, pues Él ha venido precisamente para que nosotros, los hombres, podamos compartir su gloria. Lo que el Señor rechaza es la pretensión “excesiva” de ocupar los primeros puestos, pero no el deseo de “compartir su gloria”. Como buen pedagogo, Jesús aprovecha este deseo para recordarles la condición ineludible para poder compartir su gloria: compartir antes el cáliz que Él ha de beber y ser bautizado en el bautismo con el que Él se va a bautizar. “Beber el mismo cáliz” significa compartir el mismo destino, que, a menudo, es un destino difícil, de sufrimiento, como será el de Jesús que, en el huerto de los olivos, orará diciendo: “aparta de mí esta copa; pero no sea lo que yo quiero, sino lo que quieres tú” (Mc 14,36); “ser bautizado con el mismo bautismo” significa pasar por la misma experiencia de muerte por la que Él va a pasar.        

También cada uno de nosotros queremos compartir la gloria de Cristo y el Señor quiere que, en efecto, así sea. Pero para ello hemos de estar dispuestos a compartir también el camino de Cristo, su destino, su bautismo, su muerte. M. Teresa de Calcuta era muy consciente de ello y por eso iniciaba todos los días su jornada, antes del alba, haciendo el vía crucis. Cuando traéis a vuestros hijos o nietos para que sean bautizados, el primer gesto que el sacerdote realiza sobre ellos es la señal de la cruz, como para garantizarles que el destino de Cristo -la Cruz- estará presente en su vida: “Si hemos muerto con él, también viviremos con él” (2Tm 2,11).

A partir de aquí el Señor aprovecha la ocasión para enseñarles que entre ellos, es decir, entre los discípulos de Jesús, las cosas no deben de ser igual que en el mundo. El Señor empieza a hablarles de la Iglesia como sociedad de contraste, es decir, como un grupo humano donde no deben regir los criterios mundanos, sino que debe autogobernarse con otros criterios. Por eso el Señor afirma: “Entre vosotros, nada de eso”. En el mundo la voluntad de poder, el deseo de sobresalir, las ganas de ser “el primero”, dirigen la vida y la actuación de quienes son del mundo. Es verdad que también dentro de la Iglesia puede surgir el deseo de sobresalir como una tentación; pero está claro desde el principio que es una tentación y que ese no es el camino que Cristo quiere para los suyos.

El camino es el de realizar el mismo servicio que realizó Jesús: entregar su vida, como un esclavo, en rescate por todos; la primera lectura emplea otra expresión: como expiación. La imagen del rescate supone que hay unos prisioneros. Esos prisioneros son todos lo hombres, que viven prisioneros del pecado: ven el bien y lo quieren hacer, pero, como si de una fatalidad se tratara, acaban haciendo el mal (Rm 7, 18-25). Una humanidad así, cautiva del mal, no puede recibir el Espíritu Santo. Entonces Jesús, enviado por el Padre, entrega su vida en una docilidad y obediencia totales al Padre y obtiene así, para todos nosotros, el don del Espíritu Santo. De modo que si abrimos nuestro corazón a Cristo, él nos entrega el don del Espíritu Santo, que reposa sobre él como algo propio; y el Espíritu Santo se derrama en nuestros corazones y constituye en nosotros un nuevo principio vital por el que somos liberados del pecado, por el que podemos actuar de otro modo que según la ley del pecado, como si esa ley no actuara en nosotros (aunque sí que actúa, pero ahora ya tenemos la posibilidad de no seguirla). La expresión como expiación supone que Cristo asume las consecuencias del pecado, carga con ellas (por eso actúa como un esclavo, porque carga con un peso que no le corresponde), e intenta repararlas.

También nosotros, los cristianos, unidos a Cristo, estamos llamados a “entregar nuestra vida como expiación” y, por lo tanto, a asumir las consecuencias del pecado, del nuestro y del de los demás, y a intentar, en la medida de nuestras posibilidades, repararlas.  “Asumir” significa no pretender que “aquí no ha pasado nada”, porque si tú me perdonas “todo tiene que seguir igual que antes”. Mi pecado ha puesto de relieve la violencia, la arbitrariedad, el egoísmo que hay en mí; ha puesto de relieve también mi fragilidad, mi debilidad, el hecho de que, en determinadas circunstancias, mi libertad se deja corromper con mucha facilidad. Todo esto hay que asumirlo y, por lo tanto, las cosas no pueden seguir igual que antes de que todo esto ocurriera, y yo sería un irresponsable si pretendiera lo contrario. “Reparar” significa intentar, en la medida de lo posible, restituir el orden que mi pecado ha alterado, reequilibrar, recomponer la armonía que yo, con mi pecado, he destruido. O por lo menos “compensar” el mal que he hecho con el bien que voy a hacer ahora. Y todo esto por Cristo, con Él y en Él, unidos a Él que es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo, por quien recibimos la gracia y el perdón de Dios, por quien se nos da el Espíritu Santo que nos santifica. Amén.

Próxima catequesis parroquial


 

“Cinco recetas de sabiduría para nuestro tiempo”

Miércoles, 20 de octubre de 2021

18:30 h

Parroquia San León Magno (Murcia)

El Pentateuco de Isaac

 (La novela narra la historia de un judío, Isaac Jacóbovich Blumenfeld, nacido el 13 de enero de 1900, en una pequeña aldea de la parte oriental del Imperio Austrohúngaro, a lo largo de la primera mitad del siglo XX. El sucederse de las dos Grandes Guerras Mundiales hace que la vida de Isaac transcurra como la de (1º) un ciudadano austrohúngaro que, sin comerlo ni beberlo, a causa de la derrota del Imperio Austrohúngaro en la primera Guerra Mundial, se convierte en (2º) ciudadano polaco, hasta que el 17 de septiembre de 1939, sin abandonar su pueblo natal, descubrió con sorpresa que (3º) había pasado a ser ciudadano de la Unión Soviética, para poco después (4º) convertirse en ciudadano del Tercer Reich, lo que le valió una estancia como prisionero en la Base Especial A-17 y más adelante una condena de diez años en el Gulag soviético, para posteriormente (5º) ser ciudadano de la República de Austria. Con lo cual, en una cincuentena de años, Isaac Blumenfeld tuvo, sin decisión alguna de su libertad, cinco patrias distintas –el “Pentateuco” de Isaac-. Recogemos algunas reflexiones que el protagonista hace sobre su peripecia vital)


Metido una vez más en un vagón de carga me enteré de que nos conducían al campo de concentración de Flossenbürg, en el Alto Palatinado, donde había una epidemia de tifus. Nosotros teníamos que atender a nuestros hermanos enfermos, ¡qué gran honor! Por lo menos fue lo que nos aclaró el jefe de transporte, un gruppensturmführer, para prevenir el pánico y los intentos de fuga. En otras palabras, no cabía duda de que nos mandaban a una muerte segura en el Apocalipsis tifoideo de Flossenbürg.

Te quiero recordar una vez más, querido hermano, que el ser humano no es más que una hormiga insignificante en los juegos omnipotentes e irreversibles del destino. Ella, la hormiga, nunca puede saber si la desgracia que le ha acaecido es un castigo divino o es una caricia secreta por parte de Él. Después de la guerra supe que aquella misma noche fueron fusilados los noventa y nueve polacos de la Base Especial A-17. No consiguieron encontrar al que hacía el número cien de la lista meticulosamente elaborada por más que lo buscaron. Ése era yo, Isaac Jacob Blumenfeld, que en aquel mismo momento viajaba hacia el lejano Alto Palatinado.

(…)

Si perteneces a la generación que vivió aquellos tiempos, en la matriz de tu memoria debe de haberse grabado el hecho de que no fueron sólo días de sufrimiento, de tristeza por los seres queridos que se habían perdido y por los pueblos y ciudades hechos cenizas, sino también de esperanza de que el Mal se hubiera extinguido de una vez por todas y que no se repitiera nunca jamás. “Nunca jamás” eran palabras que pronunciábamos como conjuro, sin poder dejar de repetirlas a cada rato. Así es: la ingenuidad, lo mismo que los piojos, suelen ser cosa de los humanos. También eran días –hablemos sin tapujos- de mucho odio y de ganas de venganza. Son pasiones que ciegan el alma y nos vuelven a veces injustos, aunque no debes juzgar aquellos brotes lejanos de furia desatada sentado cómodamente en el café Sacher, donde acaban de servirte un nuevo Martini con mucho hielo y una aceituna.

- ¿De qué va a servir este monumento? –pregunté.

- Hará recordar lo que ha pasado en este siglo, para que nunca se olvide. Es lo que dijo él.

La miré y moví la cabeza:

- Todo se va a olvidar, enfermera, se va a olvidar. El rabino es un romántico. Los monumentos se convierten de manera sorprendentemente rápida en adornos, en algo así como broches en el pecho de la ciudad en los que la gente local deja de reparar porque está acostumbrada a su presencia, mientras que los turistas se sacan fotos con el monumento de fondo sin que les interese a quién o qué representa. En cierta ocasión mi tío Jaimle y yo nos hicimos una foto delante de Schwarzenberg, en Viena, sin saber quién estaba montado en el caballo y cuáles eran sus méritos.

(…)

Ya ves lo intrincados e imprevisibles que son los caminos de Dios, por los que una elección llega a la mente y al corazón. Para algunos el camino es corto mientras para otros, y que me perdonen, es mucho más largo. Algunos cerraron el paso de sus almas al fascismo, otros se apartaron de él –sea en los primeros días de la guerra, o en los últimos- y hubo también quienes le fueron fieles hasta el final. Para los que se deshicieron a conciencia de la camisa marrón de aquel engaño funesto –indistintamente de cuándo fuera, si más tarde o más temprano- repetiré las palabras que mi rabino dijo alguna vez con otro motivo: “Entendámoslos sin maldecirlos y sin ridiculizarlos. Dejemos en nuestras mesas pan, vino y un lugar para ellos”. Eso dijo el rabí Bendavid, ¡a ver si lo entiendes!

(…)

En nuestro Kolódets contaban la historia de tres judíos de distintas regiones de Galitzia que por circunstancias del destino –que en un determinado periodo histórico llegó a llamarse “poder soviético”- se encontraron juntos en el mismo calabozo antes de que los destinaran, según los méritos de cada cual, a los lejanos campos de concentración de Siberia.

- Me han condenado a quince años –dijo el primero- porque soy partidario de Moisés Liberman.

- A mí me han caído quince –explicó el segundo- porque soy contrario a Moisés Liberman.

- Y a mí me han caído quince años porque soy Moisés Liberman.

(…)

No existe ningún esquema, aunque a lo mejor el lío mismo representa un esquema congénito al régimen. No hablo sólo del gulag, sino en general. A diferencia de los campos de concentración alemanes, en los nuestros no existen reglas de juego, tampoco existen fuera de aquí, en la sociedad. Los nazis hicieron público con antelación su programa ideológico y lo fueron cumpliendo estrictamente hasta el último segundo: qué pueblos estarían sujetos a una solución final, convirtiéndose en estiércol para la raza aria, o cuáles iban a ser sus socios más adecuados. Criterios exactos y transparentes, fijados de antemano. Es cierto que éstos fueron bárbaros, inhumanos e idiotas, pero eran criterios a fin de cuentas. Mientras que nosotros anunciamos que crearíamos una sociedad de la justicia, el humanismo y la fraternidad y cantábamos en nuestro himno que no hay otro país donde el hombre pudiera respirar tan libremente. Luego, siguiendo el postulado de Karl Marx sobre la libertad como una necesidad conscientemente asumida, admitimos la necesidad de crear campos de concentración, de alentar las delaciones y alimentar el miedo universal. Ya te he dicho que no hay reglas en este juego. A lo mejor esto mismo es una de las reglas, incluso me parece que puede ser la regla que llegue a salvar a nuestro pueblo. ¿Lo captas?

(…)

Que me perdone la enfermera Ángela de los campos de algodón de Misisipi, pero vale la pena que uno piense en la Huida de la esclavitud de Egipto que escogió Stefan Zweig. Yo también tengo esta Huida en el cajón de la mesilla de noche: tres frasquitos de Dormidon de veinte pastillas cada uno. “Dormirá usted como un bebé recién bañado”, dijo el doctor. Tres veces veinte son sesenta. Sesenta bebés recién bañados.

Me acuesto en la cama. No será nada del otro mundo: un vaso de agua, treinta pastillas. Otro vaso, otras treinta. Suman toda una casa-cuna de bebés recién bañados.

Cierro los ojos y vuelvo a ser joven, vuelvo a mi Kolódets natal, cerca de Drohobych. Estoy tocando el violín y revive mi mundo que gira como en una ronda jasídica alegre. Ahí están mi madre Rebeca y mi padre Jacob que viste el uniforme rojo de un dragón de la Guardia de Su Majestad. He ahí a mi tío Jaimle y a Awramczyk, el viejo cartero. También están los entrañables parroquianos del café de David Leibowitz, que tejen y destejen la historia familiar del banquero Rothschild. Ahí está pan Wotjek, el alcalde, entregando un ramo de flores amarillas al Nabillo. ¿La ves allí? Es Ester Katz, que baila con Liova Weissman. Nuestro cura católico bate feliz las palmas al ritmo de canciones judías y también está mi Zuckerl, quien zapatea con sus botas pesadas frente a la sonriente enfermera Ángela, mi ángel negro. Doc Joe fuma escondido el cigarrillo en la palma de la mano porque está prohibido, mientras el pequeño italiano de gafas de alambre le señala y dice: “¡Es él!”. El pan oftalmólogo polaco ha tomado en sus brazos a Frau Sigrid Kubicek y ambos dan vueltas como locos. Mis tres hijos –Yasha, Shura y Suzana- con los kaláshnikov en los hombros bailan kozachok. Semiónich, mi querido grillo cineasta, está filmándolo todo, probablemente para la televisión, mientras el doctor Robert Boyazdhian pinta hoces y martillos rojos en las paredes revocadas. El soldadito le mira con tristeza, se quita el gorro militar y se santigua, algo por lo que te echan del Komsomol y te castigan en el Ejército. Arriba, en el escenario con los ornamentos desconchados, donde alguna vez tocó mi colega Mozart, erguido con orgullo y con una batuta de director de orquesta está el mismísimo presidente del Club de Ateos, ¡el rabino Bendavid!

¿Dónde está Sara?, preguntarás. Aquí está también mi Sara de los ojos verdes-grisáceos que parecen las aguas del lago de Genesaret. ¡Es ella, créeme, aunque sea tan joven! Dejo con cuidado el violín en el suelo de madera y abrazo a la chica de los ojazos verde-grisáceos, nos volvemos etéreos elevándonos en el aire. Míranos, sobrevolamos nuestra tierra que tiene el colorido de aquel otro chico nuestro Markusle Segal o Chagall, si así lo prefieres. Nos ha pintado a Sara y a mí volando enamorados sobre nuestro miasteczko: ahí se ven la iglesia ortodoxa, las ucranianas de los pies blancos, la yegua preñada con el potrillo en su vientre. Volamos hacia el futuro y ojalá éste sea mejor para todos, amén.

Abro los ojos, en la mesilla de noche están intactos los tres frascos de Dormidon. Perdóname, Stefan Zweig, viejo astuto, que les enseñabas a los demás cómo vivir, ¡mientras tú mismo te escapaste! Si la vida nos ha sido dada, la hemos de vivir, no faltaría más.

Laila tov o, como decís vosotros, ¡buenas noches!



Autor: Angel WAGENSTEIN
Título: El Pentateuco de Isaac. Sobre la vida de Isaac Jacob Blumenfeld durante dos guerras, en tres campos de concentración y en cinco patrias.
Editorial: Libros del Asteroide, Barcelona, 2008, (pp. 187, 218-219, 244, 248, 258-259, 289-290, 314-316)






XXVIII Domingo del Tiempo Ordinario

15 de agosto 


10 de octubre de 2021

(Ciclo B - Año impar)




  • Al lado de la sabiduría en nada tuve la riqueza (Sab 7, 7-11)
  • Sácianos de tu misericordia, Señor, y estaremos alegres (Sal 89)
  • La palabra de Dios juzga los deseos e intenciones del corazón (Heb 4, 12-13)
  • Vende lo que tienes y sígueme (Mc 10, 17-30)
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- Una jerarquía de valores.

          En la primera lectura de hoy la Palabra de Dios nos entrega una jerarquía de valores diciéndonos que la sabiduría vale más que las riquezas, la salud y la belleza. “Vale más” significa que “debe ser preferida a…”

          - las riquezas que son lo que nos permite subvenir a las necesidades de la vida, lo que nos permite no ser esclavos de ellas,

          - la salud que es ese estado de  bienestar psicofísico que me permite en cierto modo olvidarme de que tengo y soy un cuerpo, porque mi cuerpo se comporta como un instrumento completamente dócil a mi voluntad (la enfermedad, en cambio, me recuerda que mi cuerpo “va a la suya” y que no está precisamente disponible como y cuando yo quiero),

          - la belleza que es esa armonía global de todo mi ser que me da la sensación de estar “logrado”, “conseguido”, de ser un todo, un conjunto, que merece la pena.

          A estas tres cosas -que son verdaderamente importantes- la Palabra de Dios dice que debo anteponer, preferir, la sabiduría. ¿Qué es la sabiduría? La sabiduría consiste en saber ajustar mi vida, mi libertad, a lo que Dios quiere de mí, a lo que Él espera de mí. Entonces mi ser crece en Dios, porque hay un encuentro armonioso entre su voluntad y la mía (que se somete a la suya).

          El ejemplo más claro de sabiduría es el de la Virgen María en la anunciación: ella fue sabia porque ajustó su libertad a la propuesta divina. Si hubiera dicho que no, María habría sido una “buena chica” del montón, una más, pero no habría sido la madre de Dios y la reina de los ángeles, no habría alcanzado el grado incomparable de belleza que posee. Y el mundo se habría visto privado de ese esplendor que es María.

          Porque es muy bello ver que los seres alcanzan su plenitud, despliegan sus virtualidades, florecen y dan fruto con esplendor. Ese espectáculo dilata nuestro corazón, suscita en nosotros el agradecimiento y nos invita a la generosidad.

 - En el evangelio de hoy asistimos a una falta total de sabiduría, al triste espectáculo de alguien que prefiere las riquezas a la sabiduría. Este joven fue invitado por Cristo a venderlo todo, darlo a los pobres y marcharse a vivir con él. Era una propuesta singular, dirigida a él de manera particular, era una distinción y un honor el que Cristo le dijera “vente conmigo”, ya que “estar con Cristo, es, con mucho, lo mejor” (Flp 1, 23). Y este joven rehusó ese honor, rechazó esa distinción y esa singularidad, y quiso ser “uno más” de los buenos chicos que “cumplen los mandamientos”, pero sin aceptar la propuesta personal que Cristo le hacía. Y así la inmensa belleza a la que Cristo lo llamaba, quedó frustrada, no se realizó. Toda una pena.

 - Hay cosas que el Señor pide a todos y cosas que sólo me pide a mí.

          El Señor no dijo a todos los que encontró que vendieran sus bienes, que los entregaran a los pobres y que se fueran a vivir con él. Pero a este joven sí se lo dijo: y el joven le falló.

          El Señor pide a todos que cumplamos los mandamientos. Es el mínimo indispensable para obtener la vida eterna, para alcanzar la salvación. Pero para que el Reino de Dios se produzca en toda su belleza, pide a cada uno cosas que sólo le pide a él. Los santos entendieron esto y por eso se metieron en jardines que les complicaban mucho la vida; pero lo hicieron porque Dios se lo pedía.

          ¿Qué te pide a ti, que no les pide a los demás? Dárselo es importante, es imprescindible para que la salvación no sea un monótono “aprobado general”, sino un jardín precioso donde hay flores y frutos únicos, raros, singulares, en los que resplandece la gloria de Dios, la belleza del Señor, en sus variadísimos matices. “Porque a todo el que tiene, se le dará y le sobrará; pero al que no tiene, aun lo que tiene se le quitará (Mt 25, 29).

          Roguemos al Espíritu Santo que nos conceda comprender lo que Dios nos pide a cada uno en particular y dárselo con alegría. Para que la belleza de Dios se manifieste en este mundo y los hombres crean en Él. Que así sea.

Frases...

En el corazón del hombre hay lugares que aún no existen, y para que puedan existir entra en ellos el dolor.

Léon Bloy

XXVII Domingo del Tiempo Ordinario

15 de agosto 

3 de octubre de 2021

(Ciclo B - Año impar)






  • Y serán los dos una sola carne (Gén 2, 18-24)
  • Que el Señor nos bendiga todos los días de nuestra vida (Sal 127)
  • El santificador y los santificados proceden todos del mismo (Heb 2, 9-11)
  • Lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre (Mc 10, 2-16)
  • Homilía: pulsar aquí para leer la homilía en formato pdf

          ¿Cuándo un hombre y una mujer hacen alianza de amor en el matrimonio, esta alianza, es para siempre o es sólo para un tiempo? La cuestión se la plantean a Jesús “para ponerlo a prueba”. Es una cuestión comprometida porque la praxis común entre los judíos, en tiempos de Jesús, otorgaba de facto al varón -y sólo al varón- el derecho de repudiar a su mujer. Si Jesús criticaba esta praxis perdería simpatizantes. El Señor Jesús, que no está pendiente de su imagen sino de la verdad (Jn 18,37), declara contundentemente que el divorcio es contrario a la voluntad de Dios, que  es fruto de la “dureza de corazón”.

          “Dureza de corazón” según la Biblia (Dt 10,12-22; Jer 4,4) es lo que surge cuando el hombre se cierra ante la grandeza y la bondad de Dios. El Señor sugiere, por lo tanto, que tenemos que aprender a ver en el marido o en la mujer, ante todo, un don de Dios, un regalo suyo, y no una posesión personal de la que me puedo desprender cuando a mí me apetezca.

          Al principio no fue así, dice el Señor. “Al principio”, es decir, cuando el hombre estaba recién salido de las manos del Creador y todavía no había estropeado su ser por el pecado. Entonces el hombre y la mujer se recibían el uno al otro como un don de Dios, como un signo del amor fiel y permanente, eterno, de Dios. Y se amaban el uno al otro gratuitamente, es decir, como ama Dios. Y en su mutuo amor se decían el uno al otro: caminaré contigo y cuidaré de ti; me encontrarás siempre a tu lado dispuesto a ayudarte a ser, porque te amo.

          A nosotros, después del pecado, no nos gusta que nos amen gratuitamente, porque somos orgullosos; queremos que nos amen por nuestra belleza, por nuestro valor, porque somos tan estupendos  que, quienes nos aman, no pueden dejar de hacerlo, no pueden vivir sin nosotros. Así de orgullosos somos. Pero todo eso no es verdad. Quien más y mejor nos ama, que es Dios, no nos necesita para nada y puede existir perfectamente sin nosotros. Y, sin embargo, ha querido que seamos y que seamos para siempre. Pero no por una necesidad suya (eso sería egoísmo) sino por amor, porque el gozo de que el otro -en este caso nosotros- sea.

          Este amor, que no busca ningún beneficio ni ningún interés, se llama caridad. Sin caridad el matrimonio, tal como Dios lo quiere, es imposible. Lo que empieza como eros, es decir, deseo de la belleza del otro, sólo puede vencer el desafío del tiempo como ágape, es decir, como caridad. El amor que nace del deseo y que es deseo del otro, tiene que ir siendo reemplazado por el amor puramente gratuito, que es el amor que Dios es y con el que Dios nos ama. Y eso nos exige olvido de nosotros mismos y atención y cuidado del otro porque es un don de Dios; nos exige también humildad para aceptar ser amado así, no por mi belleza, sino por amor a Dios, porque soy un regalo de Dios y uno no se deshace de los regalos que le hace Dios.

          El episodio de los niños nos plantea la cuestión del significado de Jesús para el hombre. ¿Quién es Jesús para el hombre? ¿Es un personaje pintoresco que da lo mismo conocer que no conocer? ¿O es lo más esencial para el hombre? Quienes se acercan a Jesús y piden que bendiga a sus hijos, intuyen que Jesús es alguien en quien el poder de Dios actúa; los discípulos, en cambio, sorprendentemente, consideran impertinente o superfluo este deseo. El Señor Jesús no está de acuerdo con ellos: Jesús piensa que este deseo es pertinente; es más, que es el deseo más inteligente y adecuado a la verdad profunda del hombre. Porque Cristo es la plenitud del hombre, de cada hombre, y desear el encuentro y la protección de Cristo es lo que mejor corresponde al deseo del corazón humano. Por eso Jesús se enfada y dice dejad que los niños se acerquen a mí.

          Muchos padres, hoy en día, no acercan a sus hijos a Jesús; quieren que, cuando sus hijos sean mayores, decidan por sí solos si se bautizan o no. Pero ya sabemos que la fe no es de todos (2Ts 3,2), y quienes no tienen fe, no pueden reconocer en Cristo la plenitud del hombre. Oremos y trabajemos, para que todos lleguen a la fe.

          Finalmente Jesús proclama que el que no acepte el reino de Dios como un niño, no entrará en él. Los niños no se ganan con su trabajo el pan que comen, ni los vestidos que llevan, ni los libros que usan, ni los juguetes con que juegan. Para los niños vivir es un regalo continuo, no el fruto de su esfuerzo personal. Pues el Señor nos recuerda que, ante Dios y su reino, nos hemos de situar como los niños se sitúan ante la vida, sabiendo que es un regalo, un don gratuito, y que nunca será el fruto de nuestros esfuerzos y de nuestro trabajo, que nunca “tendremos derecho” al reino de Dios, que éste será siempre un regalo gratuito de su amor.

Fidelidad y justicia

La fidelidad brota de la tierra, y la justicia mira desde el cielo (Sal 84, 12)


Para que se produzca la salvación es necesario que se encuentren dos realidades distintas: la fidelidad, que brota de la tierra y la justicia, que mira desde el cielo. La fidelidad que brota de la tierra la encarnan aquellos pobres de Yahveh, aquellos anawim, que son los que confían en la misericordia del Señor y remiten a Él su suerte, sus vidas. Son los humildes que no confían en sus propios méritos sino en la misericordia del Señor. Es a ellos a quienes el Señor llama “sus fieles”, tal como afirma el salmo 146: “No aprecia el vigor de los caballos, no estima los músculos del hombre: el Señor aprecia a sus fieles, que confían en su misericordia” (Sal 146, 10-11). El Señor considera fieles suyos a aquellos que confían en su misericordia y no en sus “músculos”, es decir, en sus buenas obras, en el cumplimiento de su santa Ley. Ellos son la fidelidad que brota de la tierra, y su realización más cumplida es la Virgen María que, en su Magnificat canta la misericordia del Señor y su amor hacia los humildes.

La justicia que mira desde el cielo es el Hijo de Dios que viene a nosotros y que toma nuestra carne precisamente en el seno de la virgen fiel para realizar nuestra salvación. Él viene desde el cielo, es decir, no es una obra humana, no es fruto de la unión de un hombre y una mujer, sino regalo total del Padre del cielo. Por eso san Mateo subraya con tanta fuerza la virginidad de María, para que quede claro que Cristo “viene del cielo” y que su obra, es decir, nuestra salvación, no es una obra humana sino un don del cielo, una gracia: “Pues habéis sido salvados por la gracia mediante la fe; y esto no viene de vosotros, sino que es don de Dios; tampoco viene de las obras, para que nadie se gloríe” (Ef 2, 8-9).



XXVI Domingo del Tiempo Ordinario

15 de agosto 

26 de septiembre de 2021

(Ciclo B - Año impar)






  • ¿Estás tú celoso por mí? ¡Ojalá todo el pueblo profetizara! (Núm 11, 25-29)
  • Los mandatos del Señor son rectos y alegran el corazón (Sal 18)
  • Vuestra riqueza está podrida (Sant 5, 1-6)
  • El que no está contra nosotros está a favor nuestro. Si tu mano te induce a pecar, córtatela (Mc 9, 38-43. 45. 47-48)
  • Homilía: pulsar aquí para leer la homilía en formato pdf

- La identidad cristiana. ¿Quién es “de los nuestros”? ¿Quién pertenece de verdad a “nuestro grupo”, es decir, a la Iglesia? Esta cuestión se les plantea a los apóstoles cuando se encuentran con un hombre que no es de su grupo y que, sin embargo, expulsa demonios en nombre de Jesús. La reacción del apóstol san Juan expresa una postura demasiado exigente, “maximalista” (“o todo o nada”). Jesús, en cambio, es de otro parecer. Jesús va directamente a lo esencial y se centra en ello; y lo esencial, cristianamente hablando, es Cristo y la relación con Él. Por eso alguien que expulsa demonios en nombre de Cristo es alguien que tiene las cosas esencialmente claras: sabe distinguir entre el Bien y el mal y sabe que el triunfo del Bien sobre el mal llega a nosotros a través de Jesús, y por eso invoca su nombre. Por eso el Señor Jesús afirma que ése “es de los nuestros” y que san Juan no tiene razón: los santos son santos, pero no son Dios. Sólo Dios es Dios. Y, como dirá más adelante el propio san Juan, “Dios es más grande que nuestro corazón” (1Jn 3,20).

 - El escándalo. “Escandalizar” significa separar de Jesús, romper o  impedir o dificultar la comunión con Él. Así lo explicó el Señor cuando dijo, al inicio de su pasión, en el huerto de los olivos, “todos os vais a escandalizar, porque está escrito «heriré al pastor y se dispersarán las ovejas»” (Mc 12, 27), para indicar que todos le iban a abandonar, se iban a alejar de Él.

El tesoro más precioso que tenemos es la comunión con Cristo, la unión con Él; y el escándalo nos roba ese tesoro, porque nos separa de Él. por eso dice el Señor que sería mejor colocar en el fondo del mar a quien va a escandalizar a alguien, para que no lo hiciera; así quedaría libre de un gran pecado y se evitaría que otra persona rompiera la comunión con Dios.

Jesús habla aquí de los “pequeñuelos que creen”. No se refiere a los niños sino a los creyentes que, por ser creyentes, son siempre como niños, y por eso los llama “pequeñuelos”. El bien más grande es la fe en Cristo, y por eso el crimen más grande es impedirla, romperla, ridiculizarla, hacerla imposible. Y eso es el escándalo.

Esta palabra sobre el escándalo es muy fuerte y nos plantea la terrible cuestión de nuestros malos ejemplos. ¿Y si yo, con mi mal comportamiento, con mi pecado, impido que alguien se una al Señor? ¿Qué puedo hacer para que esto no suceda? Llamar pecado a lo que es pecado, reconocer que he obrado mal cuando he obrado mal, y no querer salvar mi imagen quitándole importancia a lo que he hecho mal.

 - La jerarquía de valores. Nunca la Iglesia ha entendido estas palabras sobre la mano, el pie y el ojo, al pie de la letra. Pero siempre ha entendido que con ellas el Señor Jesús nos da una jerarquía de valores, según la cual el valor supremo, el bien máximo, es la comunión con Cristo, porque con ella entramos en el Reino de Dios. y si una parte -una faceta, un aspecto, una dimensión- de nuestra vida nos lleva a romper la comunión con Cristo, es mejor renunciar a esa faceta de nuestra vida que no, por mantenerla, cerrarnos la entrada en el Reino de Dios. Pues entonces nuestra vida terminaría en el infierno, es decir, en la separación y la enemistad con Dios.

Dios es nuestro padre


1.- Introducción: el secreto de Jesús.

La personalidad de Jesús constituyó un enigma para sus contemporáneos. Jesús no encajaba en ninguno de los modelos de su tiempo y de su país: no era un fariseo, ni un escriba, ni un zelote, ni un romano, ni un monje de Qumrán, ni un sacerdote del templo. Se le podía considerar un profeta, pero Él se autodenominaba el Hijo del Hombre, expresión que evocaba un misterioso personaje del que habló el profeta Daniel (7,13). En algunas ocasiones Él habló de su fracaso y de su muerte en unos términos que hacían pensar en otro misterioso personaje –el Servidor sufriente– profetizado por Isaías (53,2-6). La libertad con la que Él actuaba rompía los moldes tradicionales y parece que, para ser el hijo del carpintero, se autoestimaba en exceso al pretender que la gente lo dejara todo y le siguiera, al declararse señor del sábado y al permitirse enseñar con la autoridad propia de sus pero yo os digo.

Sin embargo el mismo que actuaba de esta manera tenía también una clara conciencia de ser un enviado, de cumplir una misión, en la más estricta obediencia. Por eso el misterio de su personalidad hay que comprenderlo desde el ángulo de la filiación con respecto a Dios. Todos los testimonios de los evangelios apuntan en esta dirección: Él se consideraba antes que nada el Hijo,  hasta el punto que san Marcos pudo dar a su evangelio este título: Evangelio de Jesucristo, Hijo de Dios (1,1). Jesús, en efecto, llama a Dios Abba, término arameo que significa Padre con un matiz de familiaridad (Marcos 14,36). Él se autodenomina a sí mismo Hijo en relación a Dios, su Padre. Ya en su adolescencia cuando su madre le dijo: Hijo, ¿por qué has hecho esto? Mira, tu padre y yo, angustiados te andábamos buscando, Él respondió: Y ¿por qué me buscabais? ¿No sabíais que yo debía estar en la casa de mi Padre? (Lucas 2,48-49), distinguiendo claramente entre su “madre y padre” terrenos, por un lado, y su Padre del cielo por el otro, y afirmando con rotundidad su total e incondicional pertenencia a este último. A lo largo de toda su vida Él manifiesta una clara conciencia de haber sido enviado por el Padre (Juan 5,23 y 37) –a quien designa a menudo como el que me ha enviado– y de quien ha recibido una misión cuyo cumplimiento constituye su “alimento” (Juan 4,34), aunque sea una misión dura y desagradable para su sensibilidad humana: Abba, Padre, a ti todo te es posible, ¡aparta de mí este cáliz! Pero que no se haga lo que yo quiero, sino lo que quieras tú (Marcos 14,36). Por eso la carta a los hebreos afirma: A pesar de ser Hijo, aprendió, sufriendo, a obedecer (Hebreos 5,8).

Sin embargo este “ser hijo” de Jesús con respecto a Dios es un ser hijo muy distinto del nuestro, como él mismo subraya: Vete donde mis hermanos y diles: subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios (Juan 20,17). En efecto, Jesús no es un hijo de Dios, sino el Hijo de Dios, el único, como Él mismo afirma: Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único para que todo el que crea en él no perezca sino que tenga vida eterna (Juan 3,16), y como la voz del Padre lo proclamó en su bautismo en el Jordán –Este es mi Hijo amado, en quien me complazco– (Mateo 3,17) y en la transfiguración –Este es mi Hijo amado, en quien me complazco, escuchadle– (Mateo 17,5). El carácter único y excepcional de esta filiación se expresa en la afirmación contundente de Jesús: Yo y el Padre somos uno (Juan 10,30), en base a la cual cuando Felipe le pide a Jesús que les muestre al Padre, Jesús responderá: ¿Tanto tiempo hace que estoy con vosotros y no me conoces, Felipe? El que me ha visto a mí, ha visto al Padre. ¿Cómo dices tú «muéstranos al Padre»? ¿No crees que yo estoy en el Padre y el Padre en mí? (Juan 14,9-10). Es tan grande esa unidad entre el Padre y el Hijo que, del mismo modo que el Padre está en el cielo y habita en lo alto –expresiones que designan el lugar de Dios– Jesús habla de sí mismo como del que ha venido del cielo o el que ha venido de lo alto.

El contenido esencial de la predicación de Jesús está estrechamente vinculado con su filiación divina. Pues Jesús anuncia la inminente llegada del reino de Dios (Marcos 1,14-15), pero no bajo el signo de la ira sino bajo el de la gracia, la misericordia y el perdón divino (Lucas 4,16-21). La clave última de esta situación reside en el hecho de que, habiéndose hecho el Hijo de Dios nuestro hermano por su Encarnación, todos nosotros hemos sido hechos hijos de Dios, hasta el punto de que el mismo Espíritu Santo pone en nuestros corazones la palabra íntima y entrañable con la que Jesús se dirige a su Padre del cielo -¡Abba!– (Gálatas 4,6; Romanos 8,15), de tal manera que también nosotros podemos compartir la oración misma de Jesús y decir con Él Padre nuestro que estás en los cielos (Mateo 6,9).

2.- Qué significa que Dios es nuestro Padre.

a) Origen de todo y autoridad transcendente sobre todo.

Que Dios es nuestro Padre significa, ante todo, que Él es el origen de todo lo que existe y que posee una autoridad soberana y todopoderosa sobre todo. Al confesar la fe en Dios Padre afirmamos que es todopoderoso.  La omnipotencia de Dios es universal pues nada es imposible para Dios (Lucas 1,37), es amorosa porque Dios es amor (1ª Juan 4,8) y es misteriosa porque el Señor la ejerce de una manera desconcertante para nosotros ya que la fuerza de Dios se muestra perfecta en la debilidad (2ª Corintios 12,9).

Dios es, en efecto, el Creador que ha dado y sigue dando el ser a todas las cosas, que todo lo cuida, guía y conserva. Su solicitud se extiende a todos los seres, aunque sean pequeños e insignificantes, como los lirios del campo o las aves del cielo (Mateo 6,26-30); de tal modo que hasta los cabellos de nuestra cabeza están contados (Mateo 10,30). Dios es también el Señor de la historia que ayuda y salva, libera y redime, que aquí y ahora produce lo nuevo e inesperado y que todo ello lo hace, no sólo en la interioridad del corazón del hombre,  sino también en su cuerpo, como lo muestran los milagros de Jesús. Por eso nosotros, si abrimos nuestro corazón a Dios por la fe, no debemos agobiarnos (Mateo 6,25.31) ni tener miedo (Mateo 10,31), ya que para el creyente no hay nada imposible: Todo es posible al que tiene fe (Marcos 9,23).

Sin embargo Dios despliega este obrar maravilloso y omnipotente de un modo desconcertante para nosotros. A lo largo de la historia de la salvación, en efecto, encontramos una constante en el comportamiento divino: la elección de instrumentos, personas, situaciones, etc. de escasa relevancia histórica y poco poder mundano, para realizar el despliegue de su omnipotencia. Dios elige la debilidad, la pequeñez histórica, social, cultural, económica, etc. etc. para realizar sus maravillas, de tal manera que se vea claramente que éstas son obras de su poder y no fruto del ingenio o de la sabiduría de los hombres. Esto se aprecia muy bien en la principal maravilla realizada por Dios: la encarnación, muerte y resurrección de su Hijo único Jesucristo. Pues toda ella está montada sobre la debilidad y el anonadamiento de Aquel que “siendo rico se hizo pobre por nosotros”, que siendo Hijo de Dios “no hizo alarde de su categoría de Dios, sino que se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo pasando por uno de tantos” (Filipenses 2,6-7). Y esto porque “la fuerza de Dios se muestra perfecta en la debilidad” (2ª Corintios 12,9). De esta manera Dios desconcierta a los sabios y entendidos de este mundo que no pueden comprender que el poder de Dios se ejerza en formas de debilidad histórica, “porque la necedad divina es más sabia que la sabiduría de los hombres, y la debilidad divina más fuerte que la fuerza de los hombres” (1ª Corintios 1,25). De este modo Dios se muestra todopoderoso autor de maravillas en la vida de todos aquellos que son humildes, que no ponen su esperanza en los poderes de este mundo –dinero, política, cultura, relaciones sociales, etc.– sino únicamente en Él. Ellos son los que alaban, con María, el poder de aquél que “ha mirado la humillación de su esclava” (Lucas 1,48).

b) Amor gratuito.

El amor del Padre a sus criaturas es un amor gratuito, es un amor “porque sí”. El Padre no crea por ninguna “necesidad”, sino “porque sí”, por amor, por el gusto de darse, de comunicarse. Su amor hacia nosotros no depende de nuestra actitud hacia Él que “hace salir su sol sobre buenos y malos y llover sobre justos e injustos” (Mateo 5,45).

El correlato humano de ese amor es el espíritu de infancia. La infancia es la edad en que se tiene una conciencia espontánea y muy clara de que “mis padres me aman”, de que “tengo cubiertas las espaldas”, de que, pase lo que pase y haga lo que haga, mis padres van a dar la cara por mí y no van a dejar de quererme. Pues está muy claro que yo les pertenezco. La infancia es la conciencia de una pertenencia amorosa; el niño piensa y sabe que él es “de sus padres”. Vivir la paternidad de Dios es vivir la pertenencia amorosa a Él: Le pertenezco, soy suyo y Él no dejará de quererme y de cuidar de mí: ¿Puede una madre olvidarse de su criatura, no conmoverse por el hijo de sus entrañas? Pues aunque ella se olvide yo no me olvidaré (Isaías 49,15). Por eso el creyente vive tranquilo, sin agobios ni miedos, como un niño en brazos de su madre (Salmo 130,2), y puede tener la audacia de dar su vida; pues sabe que Dios cuida de él (1ª Pedro 5,7) y que, por lo tanto, él puede decir en paz me acuesto y en seguida me duermo, porque tú solo, Señor, me haces vivir tranquilo (Salmo 4,9).

c) Amor exigente.

El amor es siempre exigente porque no se resigna al mal del amado (cfr. padres, esposos, amigos). El amor de Dios Padre “exige” mi bien y por ello exige a mi libertad que trabaje por ese bien ya que Él no puede conseguir mi bien si yo no colaboro con Él. Pues ése es el misterio de la libertad: “hagamos al hombre...”. Ese plural se refiere también al mismo hombre: si el hombre no colabora con Dios, el hombre no puede “ser hecho”.

Por eso la vida del hombre está marcada por una misión que el Padre nos confía y que Él había previsto para cada uno de nosotros desde toda la eternidad: “Él nos eligió, en la persona de Cristo ... antes de todos los siglos” (Ef). Y nosotros estamos “hechos” en vistas a esa misión: “antes de haberte formado yo en el seno materno, te conocía, y antes de que nacieses te tenía consagrado” (Jeremías 1,5). La misión es dura y exigente y el Padre –que es padre y no abuelo– no nos libra de ella, sino que nos da la fuerza para llevarla a cabo (“danos hoy nuestro pan de cada día”). Así lo hizo con Cristo, su único Hijo (por naturaleza), quien, asustado ante lo terrible de su misión, “oró con ruegos y súplicas, con poderoso clamor y lágrimas, al que podía salvarle de la muerte y fue escuchado por su actitud reverente; y aún siendo Hijo, aprendió, sufriendo, a obedecer” (Hebreos 5,7-8). La paternidad de Dios no consiste en librarnos “mágicamente” de nuestras “malas horas”, sino en darnos las fuerzas para afrontarlas con la actitud adecuada para que sirvan a nuestro crecimiento espiritual, a nuestro desarrollo como personas. “El Señor corrige a los que ama y azota a todos los hijos que acoge. Sufrís para corrección vuestra. Como a hijos os trata Dios y ¿qué hijo hay a quien su padre no corrige? Si quedarais sin corrección, cosa que todos reciben, sería señal de que sois bastardos y no hijos” (Hebreos 12,6-8).

d) Amor misericordioso.

Ante el amor exigente del Padre el hombre muchas veces dice no o dice un sí parcial, tacaño, raquítico: es el pecado que se nos revela así como fuerza de muerte, como obstáculo para el crecimiento, como negación del gusto por la vida: no se quiere crecer, se tiene miedo de la vida, de la libertad y del esfuerzo que supone.

Cuando ocurre eso el misterio del Padre se nos revela como misterio de acogida y de perdón. Su mejor expresión es la parábola del hijo pródigo: cuando el hijo sabe que no merece llamarse “hijo”, el Padre le llama “hijo mío” y le devuelve así su dignidad esencial (que es precisamente la de ser hijo), amándole con un amor que va más allá de la justicia. El corazón del Padre revela aquí su último secreto y ese secreto se llama misericordia: un decir al hombre “tú eres mi hijo” más allá de todos nuestros actos con los que nosotros hemos desmentido esa “filiación”. Así el amor del Padre tiene características maternas, pues es propio de la madre el reconocer siempre al hijo, cualquiera que sea la situación o la condición en que se encuentre. Por eso dice el Señor: ¿Acaso puede una madre olvidarse de su criatura, no conmoverse por el hijo de sus entrañas? Pues, aunque ella se olvide, yo no me olvidaré (Isaías 49,15).

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