El desafío del tiempo

(Gueorgui Vorotíntsev es un joven oficial del Ejército Ruso, adscrito al Estado Mayor del frente en la guerra contra los alemanes en 1914. Se halla inspeccionando las tropas rusas en la Prusia recién invadida, y mientras afronta una cabalgada de seis días en solitario, para conocer bien el terreno, va reflexionando sobre su matrimonio con la joven y bella Alina)

A decir verdad, había aún otra causa de la sensación de ligereza que entonces experimentaba.

Se sentía ahora tan a gusto en primera línea porque se había separado de su mujer.

En un primer momento, ni siquiera había dado crédito a esta sensación: la separación nunca había sido antes motivo de alegría o de alivio. Pero tres semanas atrás, en Moscú, cuando en el Estado Mayor de la circunscripción se recibió la orden de la movilización general y toda su cabeza y todo su pecho quedaron invadidos por el problema común al conjunto del país, Vorotíntsev advirtió cómo por los peñascos de la guerra se deslizaba cual una irisada lagartija este pensamiento: ahora, como es lógico, se vería apartado por largo tiempo de su mujer, descansaría de ella.

¿De su mujer, a la que amaba? ¡No lo habría creído! Ocho años atrás había llevado al altar a aquella etérea maravilla blanca con el único temor de que ella pudiera volverse atrás en el último minuto; ¡no lo habría creído!

Se conocieron a raíz de su regreso de la guerra contra el Japón, cuando se hallaba poseído del particular entusiasmo posbélico de vivir: ¡Me he salvado! ¡Ahora viviré largamente! ¡Ahora quiero ser feliz! ¡Ha llegado el momento de casarse! Y desde el primer paso que dio hacia ella y le besó la mano, desde la primera palabra que le oyó decir, lo decidió: ¡es ella, es ella! -cuando todavía sin tener conciencia la miraba, la comparaba con cuantas la rodeaban-, es la única, la mejor de la tierra; ha sido creada para mí. Ella no lo comprendió así de buenas a primeras, su declaración la recibió con cierto coqueteo, sin decidirse a darle el sí, ¡pero él lo comprendió al instante!

Sus primeros años de matrimonio coincidieron con el período de intenso trabajo de la Academia, que le ocupaba todo el tiempo, de una extraordinaria tensión mental, a que obligaba la absurda cantidad de asignaturas en cada curso: todas las militares, algunas de matemáticas, dos idiomas, dos derechos, tres historias, hasta eslavo antiguo y geología, y luego tres tesis escritas. Eran también los mejores años de la propia Academia, cuando fueron retirados los trastos viejos (no todos y no por mucho tiempo…), cuando la leyenda de la innata invencibilidad de los rusos era sustituida por un paciente trabajo.

¡Aunque la Academia le absorbía hasta tal punto, qué felices transcurrían sus tranquilas tardes en las dos pequeñas habitaciones del canal de Catalina! Con la paga de ochenta rublos, a veces no les llegaba el dinero para ir al teatro o a un concierto, y el tiempo casi nunca alcanzaba, así que se quedaban en casa, ¡tanto más dulce resultaba! Fueron los felicísimos años de la compenetración, de la comprensión: uno empezaba una frase y otro la terminaba, o la empezaban los dos al mismo tiempo. Una felicidad constante y diaria, sin explosiones ni conmociones, el corazón lo había encontrado ya todo, él sentado a la mesa escritorio y ella en la habitación vecina, tocando el piano o recostada en el diván, un reposo asentado sobre firmes bases que del mundo de las inquietudes excluían las inquietudes del corazón. No tuvieron suerte con el niño, no hubo después un segundo, pero ni siquiera esto hacía surgir nube alguna. Completamente convencidos, Gueorgui y Alina se decían que su amor había venido del cielo y era eterno.

¿Qué había ocurrido? ¿Por qué la piel parecía más dura y no sentía ya cada movimiento del último cabello? ¿Por qué no coincidían ya los comienzos de las frases ni la continuación de las ya empezadas? ¿Por qué no le producían ya temblor y se le hacían simplemente indiferentes las suaves, etéreas y perfumadas prendas de su ropa? No le causaban sensación alguna. ¿Por qué en el beso los labios dejaban de ser lo más necesario y tierno y resultaba más cómodo besar en la mejilla?

En la cama, observaba con asombro, las funciones se cumplían como un trabajo mecánico, sin la viveza de antes, sin la frescura de otros tiempos. ¿Es que ya no necesitaba nada? ¿Era ya viejo antes de llegar a los cuarenta? Unos mismos actos, realizados con un espíritu práctico, para mantener la limpieza. Y demasiado pronto, incluso sin hacer una pausa para guardar las apariencias, ella le pedía que le librase cuanto antes de su peso o, en tono indiferente, hablaba de un asunto a fin de no olvidarlo más tarde. O bien se compraba un camisón feo, de grueso fustán. “No me agrada”. “No importa, me abriga mucho”.

Por lo demás, en cada árbol, a todo cuanto crece le ocurre lo mismo: se hace leñoso, más duro. Inevitablemente, cualquier amor se hace leñoso, cualquier matrimonio experimenta la sensación de cansancio. Evidentemente, es algo necesario: la viveza y la necesidad del amor deben debilitarse con los años. Por eso se dice “come cuando tienes hambre y ama cuando eres joven”. (Pero cuando es joven, al hombre de talento no le queda tiempo para amar, tiene que dedicarse a lo suyo, Gueorgui lo vio ya al sentir su primer amor en los años del gimnasio.) A los cuarenta años nos quedan otras muchas sensaciones: la mañana con los campos cubiertos de rocío la percibimos con la misma pasión que en la juventud, y lo mismo que a los veinte años salta uno al caballo, y con la emoción de la coincidencia o con indignación escribe uno sus acotaciones al margen de las obras de Schlieffen.

Alina sigue queriendo que le cuente todo: de distintos oficiales, de lo que ha leído, de lo que piensa; para eso se acomoda en el diván, para que él se siente a su lado y le hable. Pero va creciendo el número de apellidos, de nuevas ideas y de libros; es un enorme grumo que gira como la Tierra, y el cráneo de Vorotíntsev apenas si puede contenerlo todo, mientras que Alina no lo guarda en su memoria, olvida los apellidos y lo que ya le contó; pregunta una segunda y una tercera vez seguidas y esto resulta aburrido, es una pérdida de tiempo, una pérdida de ritmo; además que, se advierte, ya ha dejado de interesarle. Y él elude estas conversaciones. Ella se enfurruña.

Un descontento trae consigo otro, un tercero. Ella encuentra en él nuevos rasgos desagradables: falta de atención hacia la gente, accesos de mal humor, sólo se ocupa de su persona y de sus asuntos; y todo esto lo repite con insistencia, con el sentimiento de que le asiste por completo la razón y hasta con dureza. ¿Será verdad que le han aparecido estos rasgos? Gueorgui promete vigilarse. Pero cada llamada de atención deja un sedimento, una pesada sensación.

Y ahora, al apartarse de su mujer, todo se había hecho de momento más ágil, sin tantas preocupaciones. ¡Si siguiera así! No experimentaba el deseo de recibir cartas, de revivir los pormenores de la vida doméstica de Moscú. No había descubierto nada malo en Alina, no, no se había desilusionado, pero deseaba esta lejanía, deseaba vivir separado de ella.

En general, cualquier mujer hace valer demasiados derechos sobre “su” marido, y no pierde la ocasión de ampliarlos en cuanto puede. Una vez esto significa para uno un placer, otra vez puede soportarse, pero acaba por hacerse pesado.

(En esta situación anímica de fondo, una noche, agotado por todos los esfuerzos de los días anteriores, Vorotíntsev se acuesta en una habitación de una casa de un pueblo que ha ocupado el ejército ruso. Y hada más dormirse tiene un sueño…)

…y no sabría decir si por mucho o por poco tiempo, se encontró en cierta habitación, pero no en ésta, con una luz escasa, que no alcanzaba a los rincones y que fluía no se sabe de dónde sólo en el lugar que hacía falta ver. En el rostro y el pecho de ella.

Era ella, ¡ella! ¡La reconoció al momento, aunque jamás la había visto! Se asombró de haberla encontrado con tanta facilidad, esto parecía casi imposible. Nunca se habían visto, mas al instante se reconocieron y se arrojaron uno hacia el otro, apretándose los brazos.

Había cierta luz, era posible ver algo, pero no bastaba para contemplar su cara, su expresión: la reconoció, sin embargo, al instante con todo su ser. ¡Era ella, precisamente ella! ¡La que necesitaba, inefablemente próxima, que reemplazaba a todas las mujeres más hermosas, a todo el mundo femenino!

Se arrojaron el uno hacia el otro y hablaron sin hablar, sin pronunciar una sola palabra con claridad, aunque todo lo comprendían al instante. La luz era escasa, una cuarta parte de lo normal, pero la sensación de tacto era completa; las manos de él, desde sus codos pasaron a la espalda estrecha y combada y la atrajeron hacia sí: los dos se sentían bien, afines, con la sensación de haberse encontrado.

Él no tenía noción de deber alguno, ninguna preocupación le abrumaba, había únicamente una sensación de ligereza y la felicidad de abrazarla. Y también otra cosa: parecía que no era la primera vez que se encontraban, así había ocurrido ya en un tiempo lejano, todo estaba convenido. Y la condujo con ademán seguro a la cama, pues había una cama, y la luz se había trasladado hacia el lecho.

De pronto, ella se quedó parada, se detuvo. No porque sintiese reparo, sus sentimientos eran ya patentes; se detuvo porque no podía, él lo comprendió muy bien: por la razón que fuese, no podía preparar aquella cama.

Entonces, perplejo y apresuradamente, se inclinó para disponerla él mismo. Y en cuanto separó la cubierta y la manta vio que sobre la sábana, casi oculto por la almohada, estaba plegado en varios dobles, el camisón de Alina, de color rosa y con encajes. No había ninguna otra sensación de color, ni siquiera podría decir cómo era el vestido de ella y cómo eran sus ojos, pero el camisón rosa lo reconoció al momento.

¡Y sólo entonces le vino a la memoria que Alina existía! Existía Alina y ello significaba un obstáculo. Pero él no vio en ello ningún impedimento; sin la menor ternura hacia este fino camisón desapareció entre sus manos, se había desvanecido. La cama quedó lista al instante. Y ya no hubo nada que lo impidiera.

Todo transcurrió en un abrir y cerrar de ojos, no se sabe cómo se produjo y cómo se esfumó: yacían muy juntos y ardía la alegría sin límites del hallazgo, de que ya nunca tendrían que buscar nada ni a nadie.

…¡Pero estalló un trueno y los vidrios de las ventanas saltaron a pedazos! Gueorgui se despertó, sin fuerzas aún para mover la cabeza.



Autor: Alexandr SOLJENITSIN
Título: Agosto 1914
Editorial: Styria, Barcelona, 2007 (pp. 120-123; 224-225)