Lo demoníaco y lo femenino

Pondré enemistad entre ti y la mujer, y entre tu linaje y su linaje: él te pisará la cabeza mientras acechas tú su calcañar (Gn 3, 15). Según este versículo, lo que va contra lo demoníaco y acaba por aplastar la cresta de su orgullo son estas dos cosas: lo femenino y la filiación. 

Conviene definir lo femenino. Conocemos la concretísima definición de Aristóteles en su De generatione animalium: “Entendemos por macho aquel ser que engendra en otro y por hembra aquel ser que engendra en sí”. Lo masculino corresponde a una operación transitiva y, por eso, visible: arroja su simiente fuera de sí mismo; su tiempo sexual es corto, su espacio, el de afuera; es el espacio-tiempo de la eyaculación. Lo femenino corresponde a una operación inmanente y por eso invisible: acoge en sí algo que se hace incluso a pesar suyo; su tiempo sexual es largo, su espacio, el de la interioridad; es el espacio-tiempo de la gestación. Llevar al otro en sí, dejar que se opere en su seno un oscuro crecimiento, ¿no son esas cualidades de lo femenino exactamente las del alma en su relación con su Creador y Salvador? Porque el alma -y el Cantar de los Cantares bastaría para probarlo al presentar al pueblo elegido bajo la figura de la esposa- debe estar metafísicamente en una postura femenina en relación con Dios: la de una receptividad a la gracia que opera en nosotros a pesar nuestro, como en la parábola propia de Marcos que compara el Reino con un grano que crece por sí solo. 

De esta postura femenina es precisamente de la que reniega lo demoníaco. El diablo no tiene entrañas. No acoge al otro en su corazón, como aquello que sería más querido que uno mismo. Por supuesto, esta división entre lo femenino y lo masculino no se corresponde con exactitud a la de la mujer y el hombre. Ambos pueden dejarse seducir por lo demoníaco y entonces, como el hombre ya no es masculino, sino fálico, la mujer ya no es femenina, sino histérica: “La Venus eterna (capricho, histeria, fantasía) es una de las formas seductoras del Diablo”, afirma Baudelaire. Esta Venus eterna es la mujer que renuncia a las profundidades de la matriz, es decir, a un recogimiento profundo de lo invisible. 

Se puede pensar, por consiguiente, que la enemistad entre la mujer y la serpiente significa, en general, la receptividad a la gracia contra la reclusión en su pura naturaleza. Por ese remite en particular, de forma preeminente, a la Virgen Santa, cuya matriz es abisal y no es alcanzada por lo fálico. La Tradición la muestra pisando la serpiente con sus pies. Un instinto delicado e infalible representa siempre esta pisada marial como algo que se ejerce sin esfuerzo, sin lucha, como si no ocurriera nada. María no vence al diablo como el Arcángel. San Miguel derriba por tierra al Dragón, activamente, apuntando hacia él y blandiendo la lanza o la espada. Nuestra Señora, por el contrario, se mantiene sobre la serpiente como si esta última no estuviera debajo. No se preocupa por ella. No pone su mirada en el talón. Todo su ser, en su feminidad, no es más que acogida del Altísimo. Si aplasta a Satán es por añadidura, porque no cesa de ser un receptáculo desbordante de gracia. Y por eso ella aplasta a Satán mejor que el Arcángel: lo priva hasta del prestigio del combate. 

San Luis María Grignion de Monfort afirma: “La antigua serpiente teme más a María, no sólo que a todos los ángeles y a los hombres, sino, en cierto sentido, que a Dios mismo. No es que (…) el poder de Dios no sea infinitamente mayor que el de la Virgen Santa, pues las perfecciones de María son limitadas, sino que Satán, primeramente por ser orgulloso, sufre infinitamente más siendo vencido y castigado por una pequeña y humilde sierva de Dios, y la humildad de María lo humilla más que el poder divino”. Es del todo normal que el Espíritu Santo triunfe sobre el espíritu malo. Que triunfe de él por medio de un espíritu bienaventurado, como el arcángel Miguel, es todavía tolerable. Pero que lo aplaste por medio de una pobre mujer de carne es lo más insoportable para el espíritu maléfico, eso es lo que lo humilla de veras y realiza la sabiduría de Dios.

Las entrañas femeninas (rahamim en hebreo significa a la vez “entrañas” y “misericordia”) son, pues, signo de receptividad a la gracia, ciertamente, pero de una receptividad espiritual y carnal que compromete al cuerpo entero. Este compromiso remite sin duda a la caridad fraterna, a la acción litúrgica, al martirio. Su insuperable horizonte se encuentra, no obstante, en la fisiología marial, en la fisiología de esta mujer cuya inteligencia y voluntad, aunque también todo su organismo rodeando al útero-santuario, se movilizan, como el de cualquier mujer encinta, pero aquí para nutrir al Verbo, por estar encinta de Dios -ese cuerpo femenino como un templo más vivo y más vasto que el Templo de Jerusalén, ese vientre tabernáculo más sagrado que los tabernáculos de nuestras iglesias. 




Autor: Fabrice HADJADJ
Título: La fe de los demonios (o el ateísmo superado)
Editorial: Nuevo Inicio, Granada, 2009 (pp. 210, 212-215)