La muerte del amigo

(El P. Francisco Chisholm, sacerdote escocés misionero en China, ha creado un humilde dispensario para atender las necesidades sanitarias de la pobre gente que le rodea. En esa tarea le ayuda, desde la lejana Escocia, un amigo suyo de la infancia y adolescencia, que es médico y que le envía paquetes con material sanitario. Para sorpresa suya, este viejo amigo suyo, Willie Tulloch, decide trasladarse a China por un tiempo, para ayudarle a él en esa labor. Nada más llegar, se declara la peste y ellos dos, junto con la madre María Verónica, una aristócrata alemana que no congenia para nada con el estilo sencillo y humilde del P. Francisco, pero que es muy eficiente como en la atención a los enfermos, y un teniente del ejército chino llamado Shon, se prodigan atendiendo a los pacientes. El Dr. Tulloch es un agnóstico recalcitrante, que ya de joven discutía con Francisco de cuestiones religiosas, sin ponerse nunca de acuerdo, pero queriéndose siempre mucho como amigos. La peste termina por afectar al Dr. Tulloch y Francisco, tiene que asistir, impotente y desconcertado, a la muerte de su amigo)

Francisco se aproximó al lecho. Sentía un gran temor. La muerte les había acompañado a lo largo de aquellas semanas como algo familiar, terrible, pero común. Pero ahora que la sombra de la muerte cubría a su amigo, sentía un dolor terrible.

Tulloch no había perdido la consciencia y reconoció a Francisco. Procuró sonreír:

- Vine en busca de aventuras y parece que las he encontrado.

Y un momento después, entornando los ojos, añadió como si se le acabase de ocurrir una idea:

-Soy débil como un gato, Francisco.

Se sentó en un taburete bajo junto a la cabecera del lecho. Shon y María Verónica estaban en el extremo del cuarto.

La quietud, la lacerante sensación de estar esperando el fatal desenlace, se hacía insoportable.

-¿Estás cómodo?

-Podría estar peor. Dame un trago de ese whisky japonés. Me ayudará a pasar este mal rato. Es algo tremendamente convencional morir así… como en las malditas novelas.

Cuando Francisco le dio un trago de whisky, Tulloch cerró los ojos para descansar. Pero pronto empezó a delirar.

-Otro trago, muchacho. ¡Qué bueno está! He bebido mucho durante aquellos tiempos en los que andaba por los suburbios de Tynecastle. Y ahora estoy lejos de mi viejo y querido Darrow. “Sobre los márgenes del Allan Water, de los que huyó la dulce primavera…”. ¿Conoces esa canción, Francisco? Es muy bonita, Cántala, Jean. Más alto, más alto… No te oigo en la oscuridad.

Francisco apretó los dientes, sintiendo la congoja que le subía por el pecho, intentando contener las lágrimas.

-Está bien, reverendo padre… Me callaré para ahorrar fuerzas… ¡Qué cosa tan triste! ¿eh? Todos debemos pasar por esto antes o después…

Y murmurando, perdió el conocimiento.

El sacerdote se arrodilló en oración. Pedía ayuda, inspiración. Pero se sentía embotado, obnubilado ante el asombro que no le dejaba pensar. Fuera en la ciudad reinaba un silencio fantasmal. Vino el crepúsculo. María Verónica se levantó para encender la lámpara y luego volvió al extremo de la habitación, lejos de la claridad, con los labios inertes y silenciosos mientras sus dedos pasaban las cuentas del rosario bajo su hábito.

Tulloch empeoraba. Tenía la lengua negra y la garganta tan hinchada que resultaba amedrentador verle sufrir accesos de vómito.

Pero de repente pareció reaccionar y entreabrió los ojos.

-¿Qué hora es? –su voz sonaba ronca-. Cerca de las cinco… en casa… era cuando tomábamos el té… ¿Te recuerdas, Francisco, todos juntos alrededor de la mesa grande?

Siguió una larga pausa.

-Escribe a mi padre y dile que su hijo murió con las botas puestas. Es curioso… pero sigo sin poder creer en Dios.

-¿Eso importa ahora? -¿Qué estaba diciendo? Francisco no lo sabía. Las palabras salían entre lágrimas con una confusión ciega y humillante. Totalmente turbado, añadió-: Él sí cree en ti.

-No te hagas ilusiones. No muero arrepentido.

-Todo sufrimiento humano es un acto de arrepentimiento.

Un silencio. El sacerdote no dijo nada más. Débilmente Tulloch extendió la mano y la dejó caer sobre el brazo de Francisco.

-Amigo, nunca te he querido tanto como ahora… por no intentar intimidarme con el Cielo… Porque –cerró los párpados con cansancio- me duele tanto la cabeza…

Le faltaba la voz. Tumbado de espaldas, exhausto y con la respiración alterada, tenía la mirada vuelta hacia arriba como si la quisiera fijar mucho más allá del techo. La garganta estaba tan obstruida que ni siquiera podía toser.

Se acercaba el fin. María Verónica, de espaldas a ellos, se arrodilló ante la ventana con la mirada fija en la oscuridad. Shon permanecía a los pies del lecho, con expresión impertérrita.

De pronto, Willie movió los ojos, en los que aún brillaba una chispa. Francisco vio que estaba intentando balbucir algo en vano. Arrodillándose, pasó su brazo alrededor del cuello del moribundo y acercó la mejilla a su boca. Al principio no oyó nada, pero luego percibió débilmente unas palabras:

-Nuestra pelea, Francisco… Daría más de aquellos seis peniques para que se me perdonasen los pecados… 

Las cuencas de los ojos de Tulloch se ensombrecieron. Se rindió ante la extrema debilidad que le invadía. El sacerdote, más que oír, sintió su último aliento. De repente la estancia se hizo más silenciosa. Todavía abrazado al cuerpo, como una madre al de su hijo, Francisco empezó a recitar, en voz baja y ahogada, el De Profundis.

“Desde lo hondo a ti grito, Señor; Señor, escucha mi voz… porque del Señor viene la misericordia y la redención copiosa”.

Al fin se incorporó, cerró sus párpados y juntó sus manos.

Al salir de la habitación vio a la hermana María Verónica todavía de rodillas ante la ventana. Como en un sueño, miró al teniente, y con ligera sorpresa notó que los hombros de Shon temblaban.



Autor: A. J. CRONIN
Título: Las llaves del reino
Editorial Palabra, Madrid, 2018 (pp. 275-278)