Somos una misma cosa

(El texto reproduce fragmentos de una larga conversación que, Liss, el oficial alemán de las SS que gobierna un campo de prisioneros, durante la Segunda Guerra Mundial, mantiene con Mijáil Sídorovich, un comunista convencido prisionero en el campo, al que, precisamente por su cultura y profunda convicción comunista, ha invitado a sus habitaciones privadas para conversar con él. La tesis que Liss mantiene es que ambos son dos modalidades distintas de la misma esencia, dos encarnaciones diferentes del mismo principio espiritual, a lo que se opone interiormente Mijáil Sídorovich con todas sus fuerzas, aunque no puede evitar que una terrible duda se abra paso en su interior)

Liss meneó la cabeza. Y las palabras que siguieron fueron todavía más turbadoras, inesperadas, espantosas y disparatadas: 

- Cuando nos miramos el uno al otro, no sólo vemos un rostro que odiamos, contemplamos un espejo. Ésa es la tragedia de nuestra época. ¿Acaso no se reconocen a ustedes mismos, su voluntad, en nosotros? ¿Hay algo que pueda hacerles titubear o detenerse?

Liss aproximó su rostro al de Mostovskói:

- ¿Me comprendes? No domino el ruso a la perfección, pero deseo tanto que me comprenda… Ustedes creen que nos odian, pero es sólo una apariencia: se odian a ustedes mismos en nosotros. Terrible, ¿no es cierto? ¿Me comprende?

Mijáil Sídorovich decidió guardar silencio; no dejaría que Liss le arrastrara a aquella conversación.

(…) 

Sin embargo había algo todavía más repugnante y peligroso que las palabras de aquel astuto provocateur de las SS, y es que, a veces, ya fuera con timidez o con malicia, Liss rasguñaba el corazón y el cerebro de Mostovskói. Eran dudas abominables y sucias que Mostovskói no encontraba las palabras del otro, sino en su propia alma.

Como un hombre que teme a la enfermedad, que teme sufrir un tumor maligno, pero en lugar de ir al médico, finge no sentir malestar y trata de evitar las conversaciones sobre enfermedades con sus allegados. Y de repente un día alguien le dice: “Oiga, usted siente estos dolores, ¿verdad? Especialmente por las mañanas, después de… sí, sí…”. 

- ¿Me comprende, maestro? -preguntó Liss-. Un pensador alemán, seguro que usted conoce sus brillantes estudios, dijo que la tragedia de Napoleón consistía en que expresaba el alma de Inglaterra, y precisamente en Inglaterra tenía a su enemigo mortal. 

(…)

- ¿Por qué encuentra esta conversación tan sorprendente? ¿Esperaba que le dijera algo diferente? Seguro que ustedes, en la Lubianka, tienen también a hombres instruidos. Gente que pueda hablar con el académico Pávlov o con Oldenburg. Pero ellos persiguen un objetivo, mientras que yo no persigo ningún fin secreto con esta conversación. Le doy mi palabra. Me atormentan las mismas cosas que a usted.

(…)

- ¡Dos polos! ¡Eso es! Si no fuera así, esta terrible guerra no existiría. Nosotros somos sus enemigos mortales, sí. Pero nuestra victoria será su victoria. ¿Lo comprende? Si ustedes ganan, nosotros moriremos y viviremos en vuestra victoria. Es algo paradójico: si perdemos la guerra, seremos los vencedores, continuaremos desarrollándonos bajo otra forma, pero conservando la misma esencia.

(…)

Mijáil Sídorovich no tenía miedo a las torturas; lo que le aterrorizaba era pensar que el alemán no mentía, que le estuviera hablando con sinceridad. Que simplemente fuera un hombre con ganas de conversar.

Qué pensamiento tan odioso: eran dos seres enfermos, ambos consumidos por la misma enfermedad, pero uno no se contenía y hablaba, se confiaba al otro, y el segundo callaba, se escondía mientras escuchaba, escuchaba…

(…)

Un nuevo pensamiento sacudió a Mostovskói. Incluso cerró los ojos, tal vez por el dolor vivo y repentino que sintió en los ojos, tal vez para escapar a ese pensamiento angustioso. ¿y si sus dudas no eran signo de debilidad, de impotencia, de cansancio, de desconfianza? ¿Y si aquellas dudas que irrumpían en su ánimo, ahora tímidamente, ahora con ímpetu, constituyeran lo más honesto y limpio que había en su interior, y él las aplastaba, las repelía, las odiaba? ¿Qué pasaría si ellas contuvieran la semilla de la verdad revolucionaria? ¡La dinamita de la libertad!

Para rechazar a Liss, sus dedos pegajosos y resbaladizos, bastaba con dejar de odiar a Chernetsov, dejar de despreciar al yuródivi Ikónnikov. No, no, más aún. Tenía que renunciar a todo lo que daba sentido a su vida, condenar todo lo que había defendido y justificado.

Pero no, no, todavía más. No sólo condenar, sino odiar con toda su alma, con toda su pasión revolucionaria el Lager, la Lubianka, al sangriento Yezhov, a Pagoda, a Beria. No, no bastaba, ¡tenia que odiar a Stalin y su dictadura!

¡No, no, mucho más! Tenía que condenar a Lenin. Estaba al borde del abismo.

Sí, aquella era la victoria de Liss, no una victoria ganada en el campo de batalla, sino en la guerra sin disparos, preñada de veneno, que el oficial de las SS estaba librando contra él.

Sentía que estaba al filo de la locura. Después, de repente, lanzó un alegre suspiro de alivio. El pensamiento que por un instante le había aterrorizado y obnubilado la mente se había convertido en polvo, parecía absurdo y patético. La alucinación había durado sólo algunos segundos. Peor, ¿cómo había podido, aunque sólo fuera por algunos segundos o una fracción de segundo, dudar de la justicia de su gran causa?

Liss le miró fijamente, movió los labios y continuó hablando:

- ¿Cree que el mundo nos mira a nosotros con horror y a ustedes con amor y esperanza? Créame, quien ahora nos mira con horror a nosotros, también les mirará con horror a ustedes (…) ¿Por qué somos odiados mientras que la humanidad mira con esperanza hacia su Stalingrado? ¿Es eso lo que ustedes dicen? ¡Tonterías! ¡No existen abismos entre nosotros! ¡Los han inventado! Somos formas diferentes de una misma esencia: El Estado de Partido. Nuestros capitalistas no son los verdaderos amos, el Estado les asigna un plan y un programa. El Estado toma su producción y sus beneficios. Como salario se quedan con el seis por ciento de los beneficios. Su Estado-Partido, exactamente del mismo modo que el nuestro, establece un plan, un programa y se apodera de la producción. Y aquellos a los que ustedes llaman amos, los obreros, también reciben su salario de su Estado-Partido (…) Ustedes saben tan bien como nosotros que el nacionalismo es la fuerza más poderosa del siglo XX. ¡El nacionalismo es el alma de nuestra época! ¡El socialismo en un solo país es la expresión suprema del nacionalismo! (…) En el mundo existen dos grandes revolucionarios: Stalin y nuestro Führer. Es la voluntad de ambos la que ha dado origen al socialismo nacional del Estado (…) Lenin se consideró el fundador de la Internacional cuando en realidad había creado el gran nacionalismo del siglo XX (…) Debe creerme. Yo he hablado. Usted ha callado, pero sé que para usted soy un espejo.



Autor: Vasili GROSSMAN
Título: Vida y Destino
Editorial: Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2007 (pp. 496-512)