Señor, has sido bueno con tu tierra (Salmo 84)



Catequesis parroquial nº 148

Autor: D. Fernando Colomer Ferrándiz
Fecha: 19 de diciembre de 2018
(Audio no disponible)


1 Del maestro de coro. De los hijos de Coré. Salmo 

Comenta san Jerónimo: Todo salmo que se titule “de los hijos de Coré” no trata de nada triste, sino siempre de hechos alegres. Pues aunque Coré, Datán y Abirón fueron castigados por el Señor por sublevarse contra Moisés, los hijos de Coré, que no se comportaron como su padre, fueron bendecidos con una eterna alegría. Dado que “Coré” significa “calvario”, y es manifiesto que el término “Calvario” designa el lugar de la resurrección, todo aquel que es hijo de Coré es hijo de la resurrección y no puede tener tristeza alguna.


2 Señor, has sido bueno con tu tierra, has restaurado la suerte de Jacob,


San Agustín explica que el profeta habla en pasado narrando como acontecido lo que ha de acontecer, porque para Dios lo que ha de acontecer ya aconteció. Pues estas palabras, como afirma san Jerónimo, se refieren a la venida de Cristo, nuestro Salvador. La tierra que había ofendido a Dios, que se había manchado con idolatrías, que había producido abrojos y espinas (cf. Gn 3,18), ha sido salvada con la venida de Cristo, nuestro Salvador. 

Con la expresión “la suerte de Jacob” se designa al pueblo de Dios, puesto que todos somos descendencia de Jacob ya que somos hijos de Abraham, al que proclamamos “nuestro padre en la fe” (PE I). Y somos hijos de Abraham porque hacemos las obras de Abraham, tal como dijo el Señor en el evangelio: “Si sois hijos de Abraham, haced las obras de Abraham” (Jn 8, 39). Ahora bien, la obra de Abraham fue la fe, por la cual “esperando contra toda esperanza, creyó (…) no cedió a la duda con incredulidad; más bien, fortalecido en su fe, dio gloria a Dios, con el pleno convencimiento de que poderoso es Dios para cumplir lo prometido. Por eso le fue reputado como justicia” (Rm 4, 18. 20-22).

“La suerte de Jacob” ha sido deteriorada por los pecados de los hijos de Jacob, es decir, por nuestros pecados, que nos han colocado bajo la esclavitud de Satanás, de tal manera que hemos entrado en una situación de división interior de cada uno de nosotros por la cual, como explica san Pablo, “me complazco en la ley de Dios según el hombre interior, pero advierto otra ley en mis miembros que lucha contra la ley de mi razón y me esclaviza a la ley del pecado que está en mis miembros” (Rm 7, 22-23). Esa es nuestra suerte deteriorada y de ella nos libra Dios enviando a su Hijo Jesucristo (Rm 7, 24-25), que restaura nuestra libertad: “para ser libres, nos libertó Cristo” (Ga 5, 1).


3 has perdonado la culpa de tu pueblo, has sepultado todos sus pecados,


Tu pueblo estaba cautivo de sus pecados, porque todo el que peca es esclavo del pecado, y Tú, Señor, lo has salvado no por sus obras, sino por tu misericordia, precisa san Jerónimo. Con virtudes los encubriste y por eso no se ven sus pecados, porque tapaste la iniquidad con la justicia, la impureza con la castidad y la negrura con el candor, pero todo eso es “obra tuya”, Señor, tal como recuerda san Pablo: “esto no viene de nosotros, sino que es don de Dios; tampoco viene de las obras, para que nadie se gloríe. En efecto, hechura suya somos” (Ef 1, 8-10). Obra de la misericordia de Dios fue el que descendiera el Salvador.


4 has reprimido tu cólera, has frenado el incendio de tu ira.


La “cólera” de Dios no es otra cosa más que la aplicación de la estricta justicia a la realidad del pecado. El pecado consiste en actuar sin mirar a Dios, prescindiendo de las indicaciones que Él nos ha dado para obrar de una manera constructiva, que exprese nuestro ser “imagen y semejanza” suya, y tomar, en cambio, como criterio de acción nuestras propias apetencias “seréis como Dios en el conocimiento del bien y del mal”, es decir, determinaréis vosotros, según vuestra voluntad y criterio lo que es bueno y lo que es malo, lo normal, lo justo, lo correcto, lo que corresponde a esta actitud nuestra es la cólera divina y la muerte. 

“La cólera de Dios se revela desde el cielo contra toda impiedad e injusticia de los hombres que aprisionan la verdad en la injusticia” (Rm 1, 18). Esta “revelación de la cólera divina” se muestra, en un primer momento, en un entregar a los pecadores a las apetencias de su corazón de manera que se multiplican y se agravan sus pecados (cf. Rm 1, 24-32) y, en un segundo y definitivo momento, se mostrará en el juicio final, donde “Dios dará a cada cual según sus obras” (Rm 2, 6).

Siendo el hombre como es un ser referencial a Dios –puesto que es imagen y semejanza suya- y siendo como es el pecado un prescindir de Dios, un dejar de mirar a Dios para actuar al margen de Él, la consecuencia lógica del pecado es la muerte, la desaparición del ser que así actúa. Por eso afirma san Pablo, con toda razón, que “el salario del pecado es la muerte” (Rm 6, 23). Y si Dios no “reprimiera su cólera y frenara el incendio de su ira”, la humanidad pecadora habría desaparecido pura y simplemente. Sin embargo, la misericordia entrañable de Dios da tiempo al pecador para que se arrepienta, se convierta y obtenga la salvación: “No se retrasa el Señor en el cumplimiento de la promesa, como algunos lo suponen, sino que usa de paciencia con vosotros, no queriendo que algunos perezcan, sino que todos lleguen a la conversión” (2P 3, 9).


5 Restáuranos, Dios salvador nuestro; cesa en tu rencor contra nosotros.


San Agustín se fija en que el salmista suplica para el futuro lo que había narrado como ya acontecido (“has frenado el incendio de tu ira”), y entiende que el profeta expresa como cumplido lo que ve que ha de cumplirse, pero que, como todavía no se ha cumplido, ruega para que se cumpla.


6 ¿Vas a estar siempre enojado, o a prolongar tu ira de edad en edad?


Por la ira de Dios somos mortales, y por la ira de Dios comemos en esta vida el pan en pobreza y con el sudor de nuestra frente, tal como se le dijo a Adán cuando pecó, y nosotros éramos todos aquel Adán, aunque aún no existíamos, pero nos hallábamos todos en él. De él recibimos la mortalidad, la fragilidad de la carne, el tormento de los dolores y los lazos de las tentaciones. Todas estas cosas las llevamos en la carne y son ira de Dios porque son castigos de él. El salmo vislumbra la esperanza de que ese régimen de dolor y de muerte termine y suplica que así ocurra: “La primera generación fue mortal debido a tu ira; la segunda será inmortal en atención a tu misericordia”, escribe san Agustín.


7 ¿No vas a devolvernos la vida, para que tu pueblo se alegre contigo? 


San Agustín relaciona la vida y la alegría con el oro, el vestido, la casa, el dinero, la extensa finca, con esta luz de este mundo, y nos exhorta diciendo: “No te goces en esas cosas; gózate en aquella luz indeficiente a la cual no le precedió el día de ayer ni le seguirá el de mañana. ¿Cuál es esta luz? Yo soy, dice Cristo, la luz del mundo. Quien te dice: Yo soy la luz del mundo, te llama a sí. Cuando te llama, te convierte; cuando te convierte, te sana; cuando te hubiere sanado, verás a tu Conversor, y entonces tu pueblo se alegrará contigo”.


8 Muéstranos, Señor, tu misericordia y danos tu salvación.


Muéstranos, Señor tu misericordia, que es Cristo, y concédenos contemplarla no como la vieron las autoridades judías, que lo crucificaron, sino como lo vieron los pobres y sencillos de corazón, que descubrieron en él y recibieron de él tu salvación.


9 Voy a escuchar lo que dice el Señor: Dios anuncia la paz a su pueblo y a sus amigos y a los que se convierten de corazón.


San Jerónimo recuerda la afirmación del profeta Isaías: “el Señor me ha abierto el oído” (Is 50, 5), y precisa que se trata del oído que se encuentra en el corazón, que es el oído que debe estar abierto para poder escuchar las palabras del Señor. Porque el Señor habla al corazón del hombre. De la misma manera que cuando silenciosamente clamamos en nuestros corazones “¡Abba, Padre!, ese silencioso clamor es oído por el Señor, así también Dios habla silenciosamente a nuestro corazón y nosotros, como dice el profeta Habacuc, debemos de estar en guardia, con el oído del corazón bien abierto, para escuchar lo que nos dice el Señor: “Permaneceré en guardia para ver lo que él me dice” (Ha 2, 1). Y debemos clamar hacia él también con nuestro corazón, que es el órgano correcto, adecuado, para la relación con Dios (y no la razón raciocinante). Por eso Jeremías dice en sus Lamentaciones: “¡Clama, pues, al Señor (…) deja correr tus lágrimas, durante día y noche (…) no cese la niña de tu ojo!” (Lm 2, 18).

San Agustín advierte que para escuchar la voz silenciosa de Dios que habla al corazón del hombre hay que alejarse un tanto del estrépito del mundo, como tapando los oídos a la inquietud alborotada de esta vida, y así poder escuchar la voz de Cristo, que es “nuestra paz” (Ef 2, 14), y que nos llama a la paz. Se dice que hay paz allí donde no hay guerra, donde no hay contradicción, donde nada se opone, donde nada hay adverso. Sin embargo todavía no nos encontramos en ese estado, porque todos los fieles tienen que combatir con el príncipe de los demonios, luchando contra sus concupiscencias, con las cuales él sugiere los pecados. La paz perfecta llegará cuando “este ser corruptible se revista de incorruptibilidad; y este ser mortal se revista de inmortalidad. Y cuando este ser corruptible se revista de incorruptibilidad y este ser mortal se revista de inmortalidad, entonces se cumplirá lo que está escrito: La muerte ha sido devorada por la victoria. ¿Dónde está, oh muerte, tu victoria? ¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón?” (1Co 15, 53-55). Entonces habrá paz perfecta, cuando “Dios sea todo en todos” (1Co 15, 28). Nuestro gozo, nuestra paz, nuestro descanso, el fin de todos los trabajos solo es Dios, concluye san Agustín.


10 La salvación está ya cerca de sus fieles, y la gloria habitará en nuestra tierra;


San Agustín observa que nadie se halla distante de Dios por el espacio, sino por el corazón. ¿Amas a Dios? Estás cerca. ¿Le odias? Estás lejos. Estando en un mismo lugar, te hallas cerca o lejos, según lo que haya en tu corazón.


11 la misericordia y la fidelidad se encuentran, la justicia y la paz se besan;


San Jerónimo comenta entusiasmado: “¡Oh, cuán hermosa amistad! la misericordia y la verdad se encontraron. ¿Eres pecador? Escucha qué dice la misericordia. ¿Eres justo? Escucha qué dice la verdad. Si eres pecador no desesperes; si eres justo no te ensoberbezcas”. Y también: “Dios ama la misericordia y la verdad. Si sólo fuera misericordioso, todos nos veríamos inclinados al pecado; si únicamente amara la verdad, nadie albergaría la esperanza de obtener el perdón. Por eso busca las dos cosas, para con la una atemperar la otra. Si eres pecador, oye que Dios es misericordioso, no desesperes y haz penitencia; si, en cambio, eres justo, no actúes negligentemente pretextando que Dios es clemente. Porque Dios es a un tiempo justo y amante de la verdad” .

San Bernardo, por su parte, explica: «“Las sendas del Señor son misericordia y verdad” (Sal 24, 10). Así viene a cada hombre, así viene a todos en común: en la misericordia y en la verdad. Mas donde se abusa de la misericordia y se prescinde de la verdad, allí no está Dios habitualmente. Tampoco donde reina el terror al recordar su verdad y no se evoca el consuelo de su misericordia. Pues no anda en la verdad el que no reconoce su misericordia donde realmente está, ni puede ser verdadera la misericordia sin la verdad. Por tanto, cuando la misericordia y la verdad se encuentran, entonces se besan la justicia y la paz» .

“Cristo se puso al servicio de los circuncisos a favor de la veracidad de Dios, para dar cumplimiento a las promesas hechas a los patriarcas, y para que los gentiles glorificasen a Dios por su misericordia” (Rm 15, 8-9), escribe san Pablo. De manera que la fidelidad de Dios se muestra a través de los judíos bautizados que testimonian que Dios ha cumplido las promesas hechas a los Patriarcas enviando a Jesucristo, y la misericordia de Dios se muestra a través de los gentiles que son acogidos en el pueblo de Dios mediante el bautismo, ellos que estaban excluidos de la ciudadanía de Israel y estaban sin esperanza y sin Dios en el mundo (cf. Ef 2, 12), ahora han dejado de ser extraños y forasteros y han sido hechos “conciudadanos de los santos y familiares de Dios” (Ef 2, 19).

Por eso afirma que “la justicia y la paz se besan”, pues todo lo que concierne a la paz tiene también relación con la misericordia, y lo que atañe a la verdad está relacionado con la justicia, explica san Jerónimo. San Agustín, por su parte, precisa que la paz y la justicia son dos amigas inseparables y que no se puede pretender tener la paz sin obrar la justicia.


12 la fidelidad brota de la tierra, y la justicia mira desde el cielo;


“Yo soy el camino, la verdad y la vida” (Jn 14,6), dice el Señor. Yo, brotado de la tierra, soy la verdad. ¿Y cuál es esa verdad que brotó de la tierra?, se pregunta san Jerónimo. Y él mismo responde con las palabras del profeta Isaías: “Saldrá un vástago del tronco de Jesé, y un retoño de sus raíces brotará” (Is 11, 1). He aquí que la verdad, o sea, el Salvador, nació de la tierra, esto es, de María.

Y por otra parte “la justicia mira desde el cielo”. La justicia es Cristo, nuestro Salvador, del que afirmamos que “brotó de la tierra”. “¿Cómo es que surgió de la tierra? ¿Cómo es que nos contempló desde el cielo?”, se pregunta san Jerónimo. Y responde: “Brotó de la tierra por haber nacido como hombre, y nos contempló desde el cielo porque Dios se encuentra siempre en el cielo. Lo que quiere darse a entender es que ciertamente nació de la tierra, pero que Éste, que nació de la tierra, mora siempre en el cielo; o, lo que es lo mismo, que Dios se apareció así en la tierra sin haber abandonado el cielo, pues Dios se encuentra en todas partes!”


13 el Señor nos dará la lluvia, y nuestra tierra dará su fruto.


“El Señor nos dará la lluvia” quiere decir que Cristo nos dará su gracia, nos dará el don del Espíritu Santo sin el cual es imposible el cristianismo, tal como san Pablo hizo notar a quienes se creían ya cristianos sin haber recibido el Espíritu Santo: “Ocurrió que mientras Apolo estaba en Corinto, Pablo atravesó las regiones altas y llegó a Éfeso y encontró algunos discípulos; les preguntó: «¿Recibisteis Espíritu Santo cuando abrazasteis la fe?» Ellos contestaron: «Pero si nosotros no hemos oído decir siquiera que haya Espíritu Santo.» Él replicó: «¿Pues qué bautismo habéis recibido?» -«El bautismo de Juan», respondieron. Pablo añadió: «Juan bautizó con un bautismo de conversión, diciendo al pueblo que creyesen en el que había de venir después de él, o sea en Jesús.» Cuando oyeron esto, se bautizaron en el nombre del Señor Jesús. Y, habiéndoles Pablo impuesto las manos, vino sobre ellos el Espíritu Santo y se pusieron a hablar en lenguas y a profetizar. Eran en total unos doce hombres” (Hch 19, 1-7).

“Nuestra tierra dará su fruto”. No desesperéis: lo que una vez nació de María, a diario nace en nosotros. Podemos engendrar a Cristo, si queremos, tal como él mismo dijo: “Todavía estaba hablando a la muchedumbre, cuando su madre y sus hermanos se presentaron fuera y trataban de hablar con él. Alguien le dijo: «¡Oye! ahí fuera están tu madre y tus hermanos que desean hablarte.» Pero él respondió al que se lo decía: «¿Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos?» Y, extendiendo su mano hacia sus discípulos, dijo: «Estos son mi madre y mis hermanos. Pues todo el que cumpla la voluntad de mi Padre de los cielos, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre” (Mt 12, 46-50).

“Nuestra tierra dará su fruto” también se refiere a la Eucaristía, en la que la multitud de granos de trigo y de uva –fruto de la tierra- que estaban diseminados por las colinas, han sido reunidos para no formar más que uno, tal como afirma la bella oración de la Didaché, se convierten en el cuerpo y la sangre de Cristo. En cada Eucaristía la tierra da su mejor fruto, que es Cristo, el Señor, que, al mismo tiempo, ha descendido del cielo como la lluvia, porque es don y gracia de Dios: “Yo soy el pan vivo bajado del cielo. Si uno come de este pan, vivirá para siempre; y el pan que yo le voy a dar es mi carne, por la vida del mundo” (Jn 6,51). Carne que él tomó de la virgen María. Por eso en Cristo “cae la lluvia” que viene del cielo y “nuestra tierra da su fruto”.


14 La justicia marchará ante él, la salvación seguirá sus pasos.


Todo esto lo hemos dicho a propósito de la misericordia del Señor, porque vino precisamente a salvar al linaje humano. Pero debemos saber, además, que él juzgará a vivos y muertos, afirma san Jerónimo. Daos cuenta de lo que dice: “sus pasos”. Allí donde no hay piedras, donde no hay espinas ni abrojos, donde el camino es llano, donde es posible caminar, donde no hay tropiezo. Allanemos, pues, nosotros también un camino en nuestro corazón para el Señor. Ése es el camino por que Juan el Bautista se esforzaba y al que se refería cuando clamaba en el desierto: “¡Allanad los caminos del Señor!” (Mt 3, 3). A esto, sigue diciendo san Jerónimo, es a lo que se alude ahora, pues doquiera haya un camino, allí pondrá sus pasos y la salvación se hará presente, porque “la salvación seguirá sus pasos”. Pero para que el Señor camine hay que limpiar el camino de espinas, abrojos y piedras; esos obstáculos son nuestros pecados. “Cristo no caminará por nuestro corazón si en él encuentra algún pecado, pues al punto su pie tropezaría con tales piedras. Allanemos el camino y en él Jesús pondrá sus pasos y actuará su salvación, concluye Jerónimo.