Los hijos son una gracia, no un proyecto

Es muy duro ser un hijo deseado. Tu existencia pende completamente de la decisión de tus padres. Sus deseos son órdenes. Si te permites algún extravío, pobre de ti: te lloverán las bofetadas, te dejarán sin postre, las recriminaciones lacrimosas te culpabilizarán hasta los huesos, hasta la médula, hasta los gametos que te dieron la vida. Porque tú existes, al fin y al cabo, para que florezca la feminidad de tu señora madre, y debes compensar con tu éxito las frustraciones de tu papá. Tu madre tiene que recuperar su línea anterior al embarazo. Tu padre tiene que renovar su ambición anterior al fracaso. El sonajero que te ofrecen no es más que un adelanto para tu entrada en la Escuela de Minas. Sobre todo, no debes decepcionar. No llorar demasiado durante la noche. Y después brillar durante el día. Todas las esperanzas están puestas en ti, de forma aplastante, porque son otras tantas desesperanzas inconfesadas.

Tengo buenas razones para pensar que los infanticidas y los parricidas van a multiplicarse con la eugenesia. Desde que el pequeño comience a emanciparse, la madre podrá echarle en cara -una cara cuyos rasgos habrán sido diseñados por ella con el genetista: “Soy yo quien te ha querido así, no rubio y con los ojos azules, como los fascistas, sino mestizo, con ojos claros, con pene de negro, con genes de médico judío, y con cromosomas del sistema inmunitario no deficientes jamás… Soy yo quien te ha concebido, no sólo como concibe una madre, a ciegas, sino como concibe el ingeniero, trazando su modelo con la regla, eliminando todos los prototipos defectuosos, adaptándose a la demanda, asegurándote en el huevo un porvenir profesional y sentimental… ¡Y tú me haces eso a mí, a tu madre, más aún, a tu creador!”.

Ése será el pecado original. Ya no se trata del drama auroral de la maternidad recibida, se trata del drama tenebroso de la maternidad elegida. Habríamos podido aceptar dejarnos sorprender por un ser tan nuevo que desgarrara la trama de nuestros proyectos. Hemos preferido inscribirlo, por supuesto en nombre de una previsión llena de piedad, como un gasto útil. Pero no tarda en llegar el momento en que nuestro pequeño nos muestra que él no es un ingrediente en la receta de nuestra felicidad. Aparece como irreductible. Se convierte en indeseable. Ahora bien, hace ya quince años que han pasado los plazos de una eliminación legal. Por eso si se quiere dotar al proyecto parental de todas las garantías, aconsejo al legislador que extienda ese plazo bastante más allá de las doce semanas, digamos que hasta los cuarenta años.

El Génesis señala ese mal desde el origen. Tras el nacimiento de su primogénito, Eva declara: He adquirido un hombre de Yahveh (Gn 4, 1). Reconoce que es un hombre, y no una emanación de sus entrañas. Pero, de una manera fatal, dice: He adquirido, del verbo qânâh, que designa una transferencia de propiedad. De ese verbo se deriva el nombre del primer hijo de la Creación: Caín. Es razonable pensar que Caín –lo he adquirido, es mío- sea el hijo de la posesión: el preferido, el rey de la casa, pero también aquel que debe realizar el proyecto de éxito de los padres después de la caída, aquel sobre quien pesa la carga de compensar su falta. ¿Cómo no se iba a convertir en asesino de su hermano, desde el momento en que éste fue más agradable a Dios? Por el contrario, tras el nacimiento de Set, el hijo que nace más tarde como en rescate por el fratricidio, Eva ya no se atreve a decir: He adquirido, sino: Dios me ha otorgado (Gn 4, 25). Se nos precisa inmediatamente que Set no es la maravilla de su mamá, sino Enosh, hijo de Set, el primero en invocar el Nombre. El cuarto capítulo del Génesis se encuadra así entre dos concepciones de la maternidad, una posesiva y otra oblativa -en la primera, se compra al hijo como un bien que debe saciar el propio deseo; en la segunda se recibe como un don que lo excede. 

Sara, Rebeca y Raquel, las matriarcas del pueblo elegido, ponen de manifiesto una maternidad de esa segunda clase. Las tres son al principio estériles: es Dios quien abre sus matrices, más allá de su simple voluntad. Hay tres excesos -que marcan el paso de lo inesperado- que abren una brecha en el proyecto parental, manifestando que tener un hijo es una gracia que supera nuestros deseos mundanos. Según el primer exceso, el nene no es producto de nuestro deseo, nuestra propiedad humana, sino un depósito divino, que nos enseña el desprendimiento. Según el segundo exceso, no se inserta como un engranaje en una máquina de hacer nuestra felicidad, sino que desembarca como un personaje desconocido que nos introduce más profundamente en el drama. Según el tercer exceso, este recién llegado, con su radical ignorancia, permite resquebrajar el mundo cerrado de los adultos, sus poses de salón, sus especulaciones avaras, su seriedad mortal. Ni siquiera sabe qué cosa es el premio Goncourt. No sabe nada de la Shoah. No comprende a Kant ni a Heidegger. Reclama atención en el momento en que menos penséis (Mt 24, 44). Porque, si perturba la agenda, es a base de introducir esos momentos que ningún horario es capaz de medir. Si trastorna el programa, es a base de recordar una exigencia que viniera de antes del espacio y del tiempo.

Un mundo perfecto al que los pequeños llegaran sin turbulencias, tal y como promete la publicidad del fabricante, sería peor que un invierno nuclear. Los hijos estarían congelados desde el núcleo de su primera célula. Nacerían ya viejos con todos nuestros rencores y nuestras obsesiones. Su primavera no podría ya perforar la costra de nuestras preocupaciones. Habríamos perdido definitivamente el espíritu de infancia… Tenemos, entonces, que llegar por fuerza a esta conclusión, que debería impedir que el asunto se cerrase y se concluyese de la otra forma: en vez de un superhombre conforme a los estudios de mercado del hombre viejo, más vale una pequeña Flor, un polichinela que salta de la caja, discapacitado mental, dolorosamente impotente, sin duda, para entrar en la madurez consciente, pero mucho más capaz de sacarnos de nuestro triste horizonte de productividad, mucho más dotado para recordarnos la sorpresa de ser y la alegría de amar.


Autor: Fabrice HADJADJ
Título: La profundidad de los sexos (Por una mística de la carne)
Editorial Nuevo Inicio, Granada, 2010, pp. 199-203