La solidaridad carnal entre los hombres

El matrimonio es a la vez un contrato y más que un contrato. Al tener como fin algo que excede las posibilidades de un contrato, esto es, la comunión de las personas y el nacimiento de los hijos, presenta la propiedad extraña de no poder ser roto sin una violencia íntima, aun cuando las dos partes quisieran separarse amistosamente. La comunión que supone el “Te quiero” prohíbe toda ruptura: su término es el otro, y no tal o cual de sus cualidades. Si yo sólo hubiera dicho: “Quiero tu culo”, o “Quiero tu éxito”, habría podido desdecirme en el momento en que mi cónyuge fracasara o su trasero se deformara. Pero dije: “Te quiero, a ti”, es decir, a tu persona en su totalidad sucesiva, a lo que es hoy, pero también a lo que será mañana y que no conozco todavía. No ocurre como en un contrato con una empresa, que puedo rescindir cuando soy decepcionado o cuando se ha conseguido el objetivo.

Por otro lado, esta unión hace madurar un fruto natural. El hijo no es un acta redactada en papel. Es irrompible. Aun cuando yo ya no quisiera estar con su madre, estoy forzado a vernos unidos, a su madre y a mí, en su figura. Este extraño contrato produce, pues, una realidad que excede las libertades que lo establecieron, de modo que esas libertades no pueden deshacerlo de la misma manera que lo concluyeron. El matrimonio es a la vez natural y libre: es una elección que se hace sobre el fondo natural de la ordenación recíproca de los sexos; es una naturalización de la libertad por la culminación de esa elección en el hijo.

Finalmente, el matrimonio, lejos de negar la historia, prolonga la herencia de dos familias. Pero la asume en un consentimiento apasionado. Los padres y las madres ven en la unión de sus hijos un desarrollo de su aventura. Y al mismo tiempo los hijos, por esta unión, dejan a sus padres y a sus madres y forman una sola carne nueva, que añade a la epopeya un canto nuevo, como si fuera autónomo.

Es inevitable pensar en los ángeles para pensar en el hombre. Sin ellos estoy obligado a definirlo sólo en relación a los animales: el hombre es un animal dotado de razón. Me centro en esa diferencia específica, canto la dignidad de su conciencia, muestro la excelencia de su subjetividad. Pero si tuviera que distinguirlo de las demás criaturas intelectuales, esa definición se invierte. Lo secundario se convierte de pronto en esencial: el hombre, tendría que explicar, es un espíritu dotado de carne. Ya no es tanto el animal superior como el espíritu más débil.

Lo que los ángeles no saben no es ser inteligentes (en ese aspecto, nos superan), sino ser modelados del barro de esta tierra y, más precisamente, surgir de la unión de los sexos. Los teólogos nos explican que “es imposible que dos ángeles sean de la misma especie” . Cada uno es creado directamente por Dios. Cada uno forma un todo entero aparte, sin depender de los demás en su naturaleza. Nosotros, por el contrario, estamos entretejidos unos con otros a través de nuestra fecundidad carnal: Dios responde, obedece, en cierto modo, a las oscuras consecuencias del abrazo conyugal, creando un hombre. En relación a los demás espíritus, nos distingue más el coitus que el cogito. Un ángel podría decir: Cogito ergo sum. Pero lo que no puede decir en absoluto es: Coeo ergo erit -me uno en el abrazo, luego existirá- o también: Coiverunt ergo sum, se unieron, luego existo.

Este origen sexual nos liga a todos a la vez, a partir de una pareja originaria, en una comunidad de especie. Por el hecho de nuestro origen sexual, nosotros seguimos siendo solidarios, aun cuando nuestros espíritus se hubieran vuelto extraños por el desamor. El vínculo físico persiste a pesar de la ruptura mental. Abre la posibilidad del retorno. El pródigo puede decir a su padre verdaderamente: Ya no merezco ser llamado hijo tuyo (Lc 15, 21). Pero no podría decir “Ya no soy tu hijo” sin decir una mentira. Precisamente porque sigue siendo su hijo, aunque ya no merezca ese título, puede volver a él y reclamar su perdón.

Robert Antelme se encuentra de nuevo con ese pensamiento a la hora en que los hombres quieren separarse para siempre de todos los demás. Su “experiencia límite” en el campo de concentración de Buchenwald da testimonio de esa última comunidad carnal cuando los espíritus se destrozan unos a otros: “No hay varias especies humanas, hay una especie humana. Por ser nosotros hombres como ellos, los SS serán definitivamente impotentes ante nosotros. Por haber intentando cuestionar la unidad de la especie, serán finalmente aplastados” .

Este pensamiento tan profundo, tendemos a olvidarlo demasiado deprisa, es un pensamiento del enraizamiento sexual. El darwinismo, más que el racismo, es esencial para la doctrina nazi. Un grave error de nuestra época consiste en haber blanqueado el darwinismo en orden a creer que el nazismo se basaba en algún enraizamiento sexual. Ahora bien, no hay cosa que el nazismo deteste más que ese enraizamiento, porque contiene algo incontrolable, certifica la unidad de la especie y permite incluso la cópula de una judía y un negro, lo cual es ya el colmo.

Afirmar esa solidaridad que procede de nuestra generación por los sexos es señalar entre nosotros un vínculo fundamental y misterioso, el de la especie, tal como pone de manifiesto Antelme, y que ya no pone de manifiesto la zoología. Ese vínculo primero no es ante todo psicológico, ni sentimental, ni reflexivo. Es un vínculo carnal. Lo cual no quiere decir que sólo nos concierna superficialmente. El alma espiritual, recuerda Santo Tomás, es la forma misma del cuerpo, mientras que nuestras facultades racionales se derivan de ella y sólo se despliegan en una segunda instancia . La prueba de ello es que esta alma espiritual sigue estando en el cuerpo, aun cuando sus facultades racionales estuvieran bloqueadas por alguna discapacidad. El cuerpo es, de alguna manera, más interior al alma que su ciencia o sus razonamientos. Lo que nos afecta en nuestra carne puede tocarnos también más profundamente que lo que captamos sólo mediante la reflexión. Lo que afecta a mi carne afecta a mi alma en profundidad y puede tener, por tanto, una repercusión espiritual mayor que las conclusiones de mi discurso.

La posibilidad de una caída y una redención comunes reposa, por lo tanto, en nuestra comunión en el seno de una misma especie, gracias a la generación. Satán arrastra a los otros espíritus en su caída, no como un cuerpo que arrastra a otro por el propio peso, sino según una seducción enteramente intelectual, “por influencia de ejemplo o de excitación”. Por lo que se refiere a la redención, si el Verbo se hubiera hecho ángel, su gracia no hubiera podido comunicarse a otro ángel, pues cada uno pertenece a una especie separada y no posee con el otro ese oscuro vínculo de arcilla. La Encarnación es el misterio de un Dios que llega a nosotros no en primer lugar por una predicación de sabiduría o por un ejemplo de virtud, sino por la carne, por el abrazo conyugal, formando con nosotros un solo cuerpo a través el cual quiere hacer circular la sangre de su vida divina.

Jesús en los Evangelios impone las manos a los enfermos, se deja atrapar por la hemorroísa, aplica barro en los ojos al ciego, escupe en la boca del sordomudo. Está claro que no duraría un minuto en una familia decente: para curar al hijo tartamudo, tendría que ponerle saliva suya en la lengua. ¿Quién no echaría a un charlatán como ése? Pero el Verbo hecho carne no se da, primeramente, en una relación intelectual, en una opción moral ni en un impulso afectivo, sino en un encuentro corporal, “físico” con el que Él nos alcanza, nos “toca”, como la hacía con aquellos enfermos que le suplicaban. De ahí esos sacramentos que continúan en esta tierra los tactos del verbo después de su ascensión. De ahí, sobre todo, el sacramento de la eucaristía: lo más espiritual se da a través de la operación más primitiva del ser vivo.

Nuestro vínculo viviente con la Palabra es ahora un vínculo carnal, y conviene entonces que la Palabra nos alimente carnalmente: A su propia carne uno la alimenta dice san Pablo, eso es lo que hace Cristo por la Iglesia. Pero aquí no es quien come el que asimila la hostia, es la Hostia quien se lo asimila, quien se lo incorpora. Que me bese con los besos de su boca, comenzaba diciendo la esposa del Cantar. Esa manducación es un beso del Creador y por ende de toda la creación, “en un río de fuerza y de sangre”. El padre Journet recuerda la violencia que encubre esa unión: “Cada comunión es un abrazo, un abrazo sangrante, es la Cruz que se abre y uno dice: «No, no es posible… yo no, Jesús»” . Porque viene a esposar a su mismo verdugo. Es la forma que ha encontrado de desgarrar su corazón.



Autor: Fabrice HADJADJ
Título: La profundidad de los sexos (Por una mística de la carne)
Editorial Nuevo Inicio, Granada, 2010