Tener un hijo

(Se trata de fragmentos de una larga carta que un pastor metodista), casado en segundas nupcias en su ancianidad, escribe al hijo que ha tenido en este matrimonio -del matrimonio anterior tuvo una hijita que murió muy pronto, así como su madre, Luisa- ante la conciencia que tiene de que su muerte no está lejos. Vive en un pequeño pueblo -Gilead- y es muy amigo de otro pastor, Boughton, que es algo más mayor que él)

Nunca creí que vería a una esposa mía idolatrando a un hijo mío. Todavía me asombra cada vez que lo pienso. Escribo esto, en parte, para decirte que si alguna vez te preguntas qué has hecho en tu vida, y todo el mundo se lo pregunta en un momento u otro, sepas que has sido para mí la gracia de Dios, un milagro, algo más que un milagro. Tal vez no me recuerde muy bien y quizá no te parezca gran cosa haber sido el hijo querido de un viejo en un pueblecito de mala muerte que, sin duda, habrás dejado atrás. Ojalá tuviera palabras para expresarme. Todo eso está bien, pero la razón por la que te quiero es por tu existencia, sobre todo. La existencia me parece ahora lo más extraordinario que haya imaginado nunca. Estoy a punto de escenificar la perdurabilidad. En un instante, en un centelleo de la mirada.

* * *

(Hablando del cielo, afirma:) No creo que olvidemos todas nuestras penas por completo. Significaría olvidar que hemos vivido, humanamente hablando. Pienso que la pena es un componente esencial de la sustancia de la vida humana. Por ejemplo, en este momento me invade una especie de pena amorosa por ti mientras lees esto, porque no te conozco y porque has crecido sin padre, mi pobre hijo, tumbado ahora boca abajo al sol, con Soapy durmiendo encima de tu rabadilla. Estás haciendo esos espantosos dibujitos que me traerás para que los admire y que yo admiraré, porque no tengo valor para decir una palabra que pudieras recordar contra mí.

* * *

Hoy he predicado el sermón de Agar e Ismael. He empezado mis comentarios destacando las semejanzas entre el relato de Agar e Ismael expulsados al desierto y el de Abraham emprendiendo la marcha con Isaac para sacrificarlo, como él cree. Mi tesis es que a Abraham, en realidad, se le ordena que sacrifique a sus dos hijos, y que el Señor envía en ambos casos sendos ángeles a que intervengan en el momento crítico para salvar al niño. La extrema vejez de Abraham es un elemento importante en ambos relatos, no sólo porque apenas pueden caberle esperanzas de engendrar más hijos, no sólo porque los hijos tenidos en la vejez son indeciblemente preciados, sino también, creo, porque cualquier padre, sobre todo un padre anciano, debe entregar finalmente a su hijo al desierto y confiar en la providencia de Dios. Se antoja casi una crueldad que una generación dé vida a otra cuando los padres pueden garantizar tan poco para sus hijos, cuando pueden darles tan poca seguridad, aun en las mejores circunstancias. Se requiere mucha fe para entregar un hijo en la confianza de que Dios corresponderá al amor de los padres por él asegurándose de que, en efecto, haya ángeles en ese desierto.

He hecho hincapié en que el propio Abraham había sido enviado al desierto, que también a él se le había ordenado dejar la casa de sus padres, que tal es la historia de todas las generaciones y que sólo mediante la gracia de Dios nos convertimos en instrumento de Su providencia y participamos de una paternidad que es siempre, en último término, Suya.

* * *

Ya ves que amar el ser de alguien es un acto propio de Dios. Tu existencia es un placer para nosotros. Espero que nunca te encuentres en la tesitura de anhelar un hijo como me sucedió a mí, pero, ¡ay, qué cosa tan espléndida ha sido que llegaras, finalmente, y qué bendición haberte disfrutado durante casi siete años!

* * *

Te aseguro que yo, si estuviera casado con una dama alegre y optimista que me hubiera dado diez hijos, y cada uno de éstos me hubiera dado a su vez diez nietos, también los abandonaría a todos por Nochebuena, la noche más fría del mundo, y caminaría mil kilómetros sólo por ver tu carita y el rostro de tu madre. Y si no diera contigo, me consolaría en esa esperanza, mi esperanza solitaria y singular, que no existiría en ningún lugar de toda la Creación, excepto en mi corazón y en el corazón del Señor. Ésta es sólo una manera de expresar que nunca le estaré lo bastante agradecido a Dios por el esplendor que ha ocultado al mundo -con excepción de a tu madre, por supuesto- y que me ha revelado en tu rostro dulcemente corriente.

* * *

Para mí, escribir ha sido siempre como rezar, incluso cuando no escribía plegarias, como sucedía a menudo. Sientes que estás con alguien. Siento que estoy contigo ahora, sea lo que sea lo que eso signifique si consideramos que eres un chiquillo y que, cuando te hagas un hombre, estas cartas quizás no te interesen. O tal vez nunca lleguen a tus manos por el motivo que sea. Aún así, cuánto lamento cualquier tristeza que hayas sufrido y cuán agradecido estoy de antemano por todas las cosas buenas que hayas disfrutado. Esto significa que rezo por ti. Y hay intimidad en ello. Ésa es la verdad.

* * *

En ocasiones, creo que el Señor sopla sobre las pobres brasas grises de la Creación y éstas adquieren un nuevo brillo, sea durante un instante, un año o el transcurso de una vida. Y luego vuelven a encerrarse en sí mismas y, al verlas, nadie diría que guardan relación con el fuego o con la luz. Esto es lo que dije en el sermón de Pentecostés. He reflexionado sobre ese sermón y veo cierta verdad en él. Pero el Señor es más constante y más pródigo de lo que mis palabras parecen dar a entender. Donde quiera que uno vuelva los ojos, el mundo puede resplandecer como una transfiguración. Uno no tiene que poner nada de su parte, salvo una mínima voluntad de ver. Sólo que, ¿quién tendría valor para mirar?

Hay dos ocasiones en las que la sagrada belleza de la Creación se hace deslumbrantemente visible, y las dos se producen al unísono. Una es cuando percibimos nuestra insuficiencia mortal para el mundo; la otra, cuando percibimos la insuficiencia mortal del mundo para nosotros. Agustín dice que el Señor nos ama a cada uno como si fuéramos su único hijo y tal cosa tiene que ser cierta. “El Señor enjugará las lágrimas de todos los rostros”. No desmerece un ápice la belleza del versículo decir que eso es exactamente lo que se requerirá.

Me parece muy propio de Cristo ser tan sencillo como lo es este lugar, tan poco apreciado. Imagino -no puedo evitarlo- que tarde o temprano te irás, lo cual me parece bien, tanto si ya lo has hecho como si tienes intención de hacerlo. Todo este pueblo es en cierta medida en lo que se convierte la esperanza cuando ésta empieza a marchitarse, primero un poco, luego un poco más. Pero aun así, la esperanza sigue siendo esperanza. Amo este pueblo. A veces, concibo el hecho de que me entierren aquí como un último gesto impetuoso de amor: también mis rescoldos aguardarán aquí el momento en que se produzca la gran incandescencia general.

Rezaré por que al crecer seas un hombre valiente en un país valiente. Rezaré por que encuentres una manera de ser útil. 

Rezaré, y luego dormiré. 




Autora: Marilynne ROBINSON
Título: Gilead
Editorial: Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2012