El abrazo humano

Sobre el abrazo humano: unión de los rostros y no sólo de los cuerpos 

Lo que nos distingue profundamente de las bestias es poder “hacer la bestia de las dos espaldas”. Los demás mamíferos hacen la bestia de una sola espalda. El macho se convierte de repente en bípedo, trepa sobre la hembra, se repantiga sobre su espinazo. En cambio, en el ser humano, ya no existe una hembra a la que se ataca por la espalda. Existe una mujer a la que hay que afrontar de cara. Los luchadores gozan de las mismas armas. Se exponen el uno al otro con igual vulnerabilidad. San Alberto Magno insiste en esta excepción para convertirla en regla: “Puesto que sólo las mujeres [entre las hembras] tienen la vulva por delante, el acto venéreo debe realizarse por delante”. Más que ver en ello una norma moral, yo percibiría un signo más de exigencia y de prueba. El rostro despliega en la materia algo que no es material: abre una interioridad en su superficie. Por lo tanto, en una primera aproximación, se podría decir que el poder de unirse “por delante” exige que la unión sexual se realice en una unión espiritual: que cada uno acoja el rostro del otro, que cada uno le permita al otro imprimirse en sí mismo como en el velo de la Verónica. 

La unión de los sexos permite también la unión de las bocas: Que me bese con los besos de su boca, dice la Esposa del Cantar de los cantares (Ct 1, 2). ¿Qué hacen las bocas cuando se deshacen una contra otra? Esas bocas quisieran comerse al otro sin triturarlo, para hacérselo totalmente interior. Hay como una aspiración eucarística: comer la carne del otro sin destruirlo. Es preciso creer que toda la moral sexual, la verdadera, podría resumirse en este imperativo: “Cuando beses, besa de verdad, besa a fondo, sin traiciones, sin reservas, sin detenerte en medio de ese impulso hacia el otro acogido en tu alma y en tu cuerpo”. Pero casi nunca llegamos al final de lo que ese beso postula. Nosotros besuqueamos. Damos besitos. Y aunque no besemos en plan de burla, siempre lo hacemos al estilo de Judas, emboscados. ¿Qué hacer para que nuestra postura no se convierta en impostura? ¿Quién nos rescatará de todos esos besos a medias y de todos esos falsos besuqueos? Existe, en el oficio del Viernes Santo, el rito del beso de la Cruz.

La promesa del abrazo 

“Imaginemos la sorpresa de quien, sin tener conocimiento alguno de ello, y por medio de alguna maquinación, descubriera sin ser visto los raptos amorosos de una mujer cuya distinción le hubiera impresionado. Los vería como una enfermedad. Algo parecido a la rabia de los perros. Como si una perra enrabiada hubiera venido a sustituir la personalidad de aquella que sabía recibir las visitas con tanta dignidad”, escribe G. Bataille . Se podría concluir con Ch. Baudelaire: “La voluptuosidad única y suprema del amor yace en la certeza de hacer el mal”. Pero, ese mal que se hace con el amor, ¿en qué consiste? Baudelaire habla de la “pérdida del gobierno de uno mismo”.

Vista desde fuera, arrancada del silencio del pudor, esa descomposición del rostro apenas puede aparecer de otra forma que como algo espantoso, o puramente fisiológico, o ridículo, o estimulante. El sentimental la camufla bajo coronas de rosas. El médico describe las contracciones rítmicas de la próstata o del perineo. El sarcástico compara la cara que se pone con la pinta que uno tiene al defecar. El voyeur encuentra materia para su onanismo. Embellecimiento del romántico, disección de la ciencia, risa sarcástica contenida o pantalla de película X: cuando me sitúo en relación a ese abandono como un tercero desencarnado, no tengo otra posibilidad más que esas cuatro recuperaciones. Pues se trata de la intimidad de dos carnes que se sienten una a otra y se abandonan en su noche, y esa intimidad no puede objetivarse sin ser traicionada.

Pero en el desarme de los rostros ocurre algo más profundo que ese placer que se hincha y estalla como un globo: la que me admitió en su intimidad por lo que tengo de brillante, tiene que soportarme en lo que tengo de oscuro, hasta ese punto en el que ya no soy más que una pobre cosa que hace muecas. Y es como si yo le preguntara a ella: “¿Me acogerás hasta en esa hora en que ya no sea más que ese bruto que gruñe o ese viejo que se olvida? ¿Me acogerás hasta la muerte?”. Ese instante del goce que se transforma en expolio, parece llamar a los seres a recibirse de la manera más duradera: hasta la descomposición. Y lo mismo que en el amor hay descomposición de los rostros, en el anuncio de esa descomposición hay amor. Las palabras de la voluptuosidad (“hacer gozar”), podían ser las más crueles: estas palabras de crueldad son ahora las más tiernas. Dicen que aman el “alma”, aun teniendo conciencia de ese porvenir de la carne. A esa amada que en el placer fue acogida desfigurada, le prometen una acogida que no puedan mermar las vicisitudes del tiempo.

La humillación que nos inflige el sexo 

La coincidencia de los canales del amor con los de la evacuación nos da un motivo para la desilusión (y para esa confusión matinal en la que la necesidad produce el mismo efecto que el deseo). Santo Tomás de Aquino señala dos motivos esenciales para la vergüenza de nuestras partes pudendas: “Los miembros genitales no obedecen, y la razón, en este tipo de cosas, se ve relegada en grado sumo” . Caprichosa fisiología que hace fracasar nuestras dos facultades racionales: la voluntad y la inteligencia. También Montaigne evoca “la indócil libertad de ese miembro, que se entromete tan inoportunamente cuando no tenemos nada entre manos, y que desfallece tan inoportunamente cuando tenemos entre manos lo más importante” . También la mujer está sometida a una doble impotencia: la de las reglas y la de la concepción. Así pues, nuestras voluntades son ambas humilladas por nuestros sexos.

Pero, ¿y si esas flaquezas fueran crisoles para una gracia? ¿Y si, en lugar de oscurecerlas con el dopaje, convirtiendo el abrazo en una competición, las ilumináramos con la paciencia, dejando ya de tener vergüenza de la vergüenza, y dejando hacer a la sabiduría de los sexos? ¿No hay en ellos una especie de inteligencia que siempre nos llevaría más allá del deseo de dominio y de posesión? ¿No será por eso por lo que la mentalidad técnica les sienta tan mal?

San Agustín afirma que “esa rebelión interior que sustrae ciertos órganos al imperio de la voluntad proclama el salario debido a la desobediencia del hombre” . El hombre ha desobedecido a quien estaba por encima de él: su salario es que quien está por debajo de él le desobedezca. Si en el Edén la voluntad gozaba del dominio sobre las partes sexuales, era porque también ella estaba sometida al señorío del Eterno. A partir del momento en que ella quiso arrogarse toda dominación, sus miembros se le hurtan para recordarle su finitud. Esta pena del pecado original no es a su vez un pecado. Es una corrección. El pobre tipejo conoce así un deseo del otro que es más fuerte que su voluntad. Que lo hace menos altivo. En donde su orgullo se estrella. Aunque también puede endurecerse de manera irremisible: la insoportable desposesión puede provocar en él el deseo de una posesión rabiosa.

Santo Tomás de Aquino explica que, si Adán no hubiera pecado, la voluptuosidad sensual del coito no hubiera ahogado la razón. Algunos pensarán que eso es una lástima (y desde el punto de vista de nuestra condición actual, no se equivocan del todo): ¿No hubiera existido, pues, ese vértigo, ese éxtasis, esa explosión? –Sí, sólo que no hacia abajo, como un colapso, sino hacia arriba, como una asunción: Adán podría haber conocido a su mujer sin salir de la contemplación. 


Autor: Fabrice HADJADJ
Título: La profundidad de los sexos (Por una mística de la carne)
Editorial Nuevo Inicio, Granada, 2010