Sobre la desnudez y el tacto

Aristóteles no se cansaba de exaltar la ‘pilosidad’ humana, distinguiéndola del pelaje de los animales: “El hombre posee pestañas en los dos párpados y pelo en las axilas así como en el pubis. Ningún otro animal posee ni uno ni otro de esos tipos de pelo, ni tampoco pestañas en el párpado inferior”, afirma en su Historia de los animales. Si el vello púbico es animal, es propio, por tanto, de ese animal que somos nosotros. Declara nuestra humanidad y, con ella, nuestra madurez sexual. En el momento en que adviene la pubertad, señala, escondiéndolo, ese lugar que en las bestias sigue estando calvo. Esa especificidad es desconcertante. Aristóteles no extrae de ella ninguna conclusión precisa, no más que la que se desprende de esta exorbitante afirmación: “Las partes inferiores del bajo vientre son como el rostro por su carácter descarnado o metido en carnes”.

El erotismo, en consecuencia, no puede explicarse mediante una dialéctica de lo humano y lo animal. Las partes pudendas son tan humanas como el resto del cuerpo. Lo que nos empuja a velarlas no es su carácter animal, sino su vehemente intimación. Son íntimas y por eso intiman. Desde el momento en que se descubren me intiman a entrar en su intimidad y, por tanto, a exponer la mía.

Si la desnudez de la mujer amada me pone fuera de mí no es, pues, porque dicha desnudez no sea espiritual, sino porque, de alguna manera lo es en demasía. No es, entonces, el deseo de poseer lo que me posee, sino el estupor de impropia desposesión: ¿Cómo consigue atraparme de una forma tan soberana, sin robo ni esfuerzo, e incluso a pesar de sí misma, con una dulzura más violenta que la violencia misma? Lo adivino: más que a cubrirla para recobrarme, me llama a una ofrenda más completa, en la que mi espíritu consienta en dejarse atrapar a su vez. Su desnudez, como una flecha, con su punta pilosa, me traspasa hasta el corazón.

Por supuesto, nosotros no pedíamos tanto. Por eso reducimos la cosa al placer, como una excusa: “Vamos, unas pequeñas galanterías y no se hable más; en última instancia, un éxtasis, pero no demasiado extático, porque tengo que volver en mí…” Ahí está el triángulo, más abisal que el de las Bermudas, y yo lo reduzco a bajarse unas bermudas. Yo deseaba sin duda esa desnudez más profunda que todo sermón para romper mi contentamiento de mí mismo. Pero ahora que dicha profundidad desgarra el espacio como un grito blanco y me reclama a la vez la bolsa y la vida, me sobrecoge el vértigo. Asciende en mí a pesar mío. ¿Qué es, pues? ¿La pulsión animal? La parábola del sembrador, más bien: Oír, oiréis, pero no entenderéis (Mt 13, 14). No, no tenemos demasiada gana de entender.

La denudación del otro sexo nos alcanza por el oído y por la vista. Pero induce a pasar al tacto. Nada más chocante. Se empieza con la contemplación, se acaba con el manoseo. ¿No hay en ello un cierto ir a menos? El oído y la vista son los sentidos más nobles, los más objetivos, los más abiertos al conocimiento, y por eso sirven directamente al espíritu. Por su medio, enseñamos lo verdadero y percibimos lo bello. Pero, ¿qué aprendo palpando? Lo duro y lo blando, lo rugoso y lo liso, lo caliente, lo frío y lo tibio. Nada bonito, aparentemente. El tacto es el sentido más rudimentario. Lo poseen todos los animales: la ameba, la garrapata, la medusa… Ahogarse en los placeres táctiles sería descender, no hasta el cerdo o el macho cabrío, sino más bajo aún -hasta el infusorio. Si permaneciéramos fieles a la visión de la amada, no habría que tocarla, sino engendrar para ella “bellos discursos” y después, a partir de su cuerpo, reconocer la belleza de todos los cuerpos, y después la belleza aún mayor de las almas, de las bellas acciones, de los bellos pensamientos, elevándonos gradualmente hasta la invisible Belleza primera.

El amor más fundamental implica, sin embargo, una dimensión táctil. Una madre demasiado contemplativa haría enfermar a su niño de pecho. Lo admiraría de lejos, le administraría sin duda todos los cuidados necesarios, pero sin estrecharlo jamás contra su cuerpo. Si tanto espiritualismo no mata al angelito, podemos estar seguros de que más tarde sufrirá graves perturbaciones, agitándose siempre, manoseándose sin cesar, como en busca de su propia presencia. Por algo ordena la Biblia amar al prójimo. Próximo y lejano son determinaciones del tacto más que de la vista o del oído. Igualmente, todos los sacramentos de la Iglesia son táctiles. Ofrecen la mayor de las resistencias a Internet. No hay página bautismal ni, contrariamente a lo que se cree, misa televisada. No se puede dar la absolución por teléfono. No se puede comulgar por correo electrónico. Hay que imponer las manos. Hay que tocar con la lengua.

Aristóteles hace notar también que ni la vista ni el oído singularizan al hombre entre los animales, sino que son, paradójicamente, lo que tiene más en común con ellos: “Por los demás sentidos, en efecto, el hombre cede ante muchos animales, pero por la finura de su tacto es con mucho superior. Y por eso es el más inteligente de ellos” . En el hombre, pues, lo que hay de más primitivo -el tacto- ya es humano. Su inteligencia se manifiesta a flor de piel.

Ahora bien, ¿qué pasa cuando toco? Que yo mismo soy tocado. Decimos que este libro que tenemos entre las manos, nos toca, porque, “en el tacto, la percepción de un objeto y la percepción de uno mismo no están separadas” . “Por medio de la mirada nuestro propio cuerpo nos resulta, de alguna forma, extraño, y permanece así. Puedo ver mi mano como la ve cualquier otro. Pero nadie puede sentir mi mano como yo la siento. En el acto de manejarla, experimento mi mano como mía sin verla” . Sólo por medio del tacto experimento directamente mi cuerpo como mío. Y lo experimento todo entero, pues el tacto no está localizado en un órgano, sino extendido por todo mi tejido carnal. De modo que tener el tacto más fino es sentirse y sentir el mundo más radicalmente que todos los demás animales, y poder gozarse mucho más profundamente que ellos de la simple presencia de las cosas. Si la vista y el oído procuran más el goce del conocer, el tacto nos da el goce del ser, que es su fundamento.

A diferencia de la vista y del oído, el tacto me compromete con eso mismo que percibo. Ver una araña migale dentro de una vitrina no es lo mismo que acariciarla con el índice. Muchos prefieren seguir ignorando la suavidad de su pelo. Saben que, con el tacto, se corre más riesgo, por cuanto una sensibilidad más fina hace posible un dolor más grande. Probablemente ésa sea la razón por la que una palabra se ratifica con un “chócala”, como para decir que las palabras no deben quedar en el aire, que deben llevar a resultados “tangibles”. 

El voyeurismo implica un rechazo de la carne en tanto que carne. La concupiscencia de los ojos implica una relajación del abrazo, una dispersión de lo íntimo, un ‘troceamiento’ del cuerpo en puntos de vista sucesivos. Lo que muestra la pornografía es cualquier cosa menos carnal. Los mismos actores han de dejar que circule la cámara y que brillen los focos: están obligados a abandonar lo táctil para entrar en lo visible, trabajan para desencarnarse. Lo que los vuelve obscenos no es acostarse juntos, es precisamente no hacerlo. Porque en el acto de la carne, hablando con propiedad, no hay nada que ver.



Autor: Fabrice HADJADJ
Título: La profundidad de los sexos (Por una mística de la carne)
Editorial Nuevo Inicio, Granada, 2010