La raíz o la rama

Los intelectuales no adoptan la retórica del chamán por estupidez o por mala fe, aunque en ocasiones se puede sospechar que vanidad y arrogancia se han colado en sus escritos. Pero, en líneas generales, el grueso de los intelectuales de un país, educado en sus mejores escuelas, ha sido expuesto a los “valores burgueses”. Es en el transcurso de su vida cuando abandonan esos valores y se radicalizan en el sentido etimológico de la palabra, es decir, quieren ir a la raíz de los problemas. No se conforman con los problemas socioeconómicos puntuales, quieren ir al fondo. “Nuestro problema es mucho más grande, mucho más hondo”, se lamentaba Ortega en 1914.

Un siglo después, esa radicalidad orteguiana no es criticada por ser pretenciosa, sino que sigue siendo alabada por nuestros intelectuales más influyentes. Ortega es visto como “un pensador vivísimo, jovial, subversivo, pletórico de estímulos, radicalmente ateo y anticatólico, radicalmente vitalista, radicalmente radical, porque va a la raíz de los problemas” (J. Cercas), que “quería ser un gran pensador y un gran escritor para cambiar a España de raíz” y “llevar a gobernar el país a sus hijos más cultos, inteligentes y decentes” (M. Vargas Llosa). El viaje a la raíz es un deseo omnipresente en nuestros líderes de opinión. Nos conminan sin denuedo a “ser radicales. Literalmente: volver a la raíz” (J. Gallego). Y los políticos recogen el guante: “Yo nunca voy a negar que soy radical porque creo que hay que ir a la raíz de los problemas y no quedarse en la superficie”, afirma el líder de izquierda Alberto Garzón.

Ir a la raíz de los problemas políticos es intelectualmente loable, pero, en términos prácticos, resulta nefasto. Para comprender por qué ocurre, podemos acercarnos al trabajo de Charles Lindblom, quien clasificó las formas de hacer política en dos tipos contrapuestos: el método-raíz y el método-rama. El primero sigue una lógica encantadora: vayamos a la raíz de los problemas, identifiquemos la causa de fondo y tratemos de subsanarla. Pero, a la hora de la verdad, este método no funciona porque hay que computar parámetros en muchas variables. Las causas, y los responsables, de fondo de los problemas colectivos son múltiples, cambiantes, difíciles de medir. ¿Quién ha provocado la Gran Recesión? ¿Qué conduce a la desigualdad? Son preguntas inabarcables. Las raíces de estos macrofenómenos se pierden más allá de las fronteras a través del tiempo.

Resulta más práctico quedarse en las ramas. ¿Qué hacer con las familias desahuciadas? ¿Cómo garantizar un acceso más igualitario a la educación superior? Si no podemos llegar a la raíz de los problemas, podemos sus ramas. Reguemos el suelo. Probemos y erremos, introduciendo pequeños ajustes en las políticas públicas aquí y allá.

En ocasiones, es suficiente con cuidar el arbusto adyacente. El método-rama es parecido a lo que el economista John Kay llama “oblicuidad”: las grandes metas individuales (como el éxito de un empresario o creador) o colectivas (como la igualdad social) son difíciles de obtener si se persiguen directamente –pues, para empezar, levantan recelos-, de modo que es más plausible conseguirlas si se buscan de forma indirecta, oblicua. Las empresas dominantes en sus mercados hoy en día, como Apple o Google, lo son porque en su andadura inicial no buscaron maximizar beneficios, sino proporcionar algo nuevo al mundo. Actuando oblicuamente, ganaron dinero.

Algo parecido sucede con las políticas públicas: la oblicuidad puede funcionar mejor que poner la directa. Por ejemplo, las políticas de infancia universalistas, como un acceso gratuito a guarderías públicas para todos los niños del país al margen de la renta de los padres, no buscan redistribuir de forma directa, en contraste con las políticas que sí excluyen a los padres con rentas más altas. No obstante, los datos indican que, a pesar de no redistribuir directamente, estas políticas acaban siendo más igualitaristas, porque cohesionan una sociedad, que las que excluyen a las niñas y niños de las familias acaudaladas, ya que estas fragmentan a la sociedad al discriminar entre beneficiarios y pagadores de los beneficios. La igualdad se alcanza de manera oblicua. Como seguramente ocurre con otros bienes colectivos. Pensemos en los millonarios fondos públicos derrochados en recreaciones infructuosas de Silicon Valley en todos los rincones del planeta que, en lugar de innovación, han engendrado polígonos fantasma.

En su versión extrema, el método-raíz aspira a encontrar soluciones racionalmente impecables. Por ejemplo, durante un tiempo estuvo de moda hacer los presupuestos públicos partiendo de cero y deduciendo cada partida desde un punto de vista inmaculadamente lógico: maximizar el bienestar colectivo. ¿Cuánto deberíamos idealmente gastar en sanidad? ¿Cuánto en educación? ¿Y cuánto en defensa? Es una tarea imposible. Nunca podremos estar seguros de que nuestro cálculo para cada partida es el acertado. Resulta más sencillo, si bien lógicamente menos atractivo, partir del presupuesto del año anterior y ajustar después las distintas partidas.

En general, la política que hace avanzar a las sociedades es la que sigue el método-rama, donde se compara la situación actual con alternativas factibles y no con escenarios abstractos. Al igual que la exploradora, prestamos atención a cómo germina la semilla en una maceta u otra, no a cuál de ellas es “la ideal”. Las comparaciones entre alternativas posibles permiten que una sociedad vaya adoptando, sin mucha pirotecnia, pequeñas mejoras incrementales. Es un argumento tan razonable que, de hecho, lo aplicamos a muchas esferas de nuestra vida: desde qué alimentos ingerimos o cómo educamos a nuestros hijos hasta cómo organizamos el trabajo en nuestra empresa.

Sin embargo, en política, el método-rama no nos satisface. Los pensadores que lo han propuesto, como Karl Popper o Charles Lindblom, no gozan del mismo predicamento que los promotores de ir a la raíz de los problemas. Despreciamos el método-rama porque parece “conservador”. El ‘incrementalismo’ no tiene mucho tirón entre el público. Fue el cambio radical, y no el incremental, el que llevaba a los indignados de la década de 1930 a los multitudinarios mítines de Azaña. Y el que mueve a los indignados de hoy.



Autor: Víctor LAPUENTE
Título: El retorno de los chamanes. Los charlatanes que amenazan el bien común y los profesionales que pueden salvarnos.
Ediciones Península, Barcelona, 2015, pp. 158-162