Rey del cielo, consolador...


Ésta es la oración más extendida en la Iglesia ortodoxa. Nunca se inicia una acción importante, tanto en la Iglesia como en el mundo, sin pronunciar esta oración. En la Iglesia, es la plegaria que introduce siempre la oración haciéndose eco de las palabras de san Pablo: "Y de igual manera, también el Espíritu viene en ayuda de nuestra flaqueza. Pues nosotros no sabemos pedir como conviene; mas el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos inefables, y el que escruta los corazones conoce cuál es la aspiración del Espíritu, y que su intercesión a favor de los santos es según Dios (Rm 8, 26-27). Y en los asuntos del mundo es una plegaria muy adecuada porque lo visible debe estar unido a lo invisible, de modo que se simbolicen mutuamente, y, como dice Máximo el Confesor, sólo el Espíritu Santo puede unir lo visible y lo invisible.

"Cristo" significa "ungido", y por eso el Señor se presentó a sí mismo, en la sinagoga de Nazaret, como “ungido” por el Espíritu Santo (Lc 4, 16-21). San Gregorio de Nisa afirma: “La noción de unción sugiere que no hay ninguna distancia entre el Hijo y el Espíritu. Pues del mismo modo que entre la superficie del cuerpo y la unción del aceite, no hay ningún intermediario, así es también inmediato el contacto del Hijo con el Espíritu, de tal manera que para encontrar al Hijo por la fe, es necesario encontrar antes el aceite por el contacto”. Por eso afirma san Pablo: "Porque el Señor es el Espíritu (…) así es como actúa el Señor, que es Espíritu" (2 Co 3, 17-18). Cristo y el Espíritu Santo son dos realidades inseparables, como las dos caras de una misma moneda.

Rey del cielo

La palabra "rey" afirma la divinidad del Espíritu Santo, tal como lo hizo el segundo Concilio ecuménico en el año 381. El Espíritu Santo no es una fuerza anónima sino Dios, una misteriosa "hipóstasis" divina, un modo único de subsistencia de la divinidad, como lo son también el Padre y el Hijo.

El "cielo" designa el mundo divino, el "Mar de la Divinidad", como gusta decir la tradición siríaca. El Espíritu Santo es el "Reino del Padre y la Unción del Hijo" tal como afirma, entre otros, san Gregorio de Nisa. Como rey, reina, pero reinar para Dios significa servir. El Espíritu Santo es el rey del cielo porque sirve la comunión de las otras dos hipóstasis divinas, del Padre y del Hijo. Existe el Uno, que es el Padre; el Otro, que es el Hijo; y la superación de toda oposición se hace en el Espíritu Santo que no reabsorbe al Otro en el Uno -como suele ocurrir en las espiritualidades asiáticas y en la gnosis- sino que constituye un Tercero, una Diferencia tres veces santa que sella la unidad divina, beso eterno del Padre y del Hijo, que les mantiene en su misteriosa alteridad constitutiva de la unidad más perfecta que existe, la de la Santa Trinidad. 

El Nombre de Dios que nos revela Jesús comporta una presencia recíproca entre el Padre y el Hijo: “Creedme, yo estoy en el Padre y el Padre está en mi” (Jn 14,11). Pero esta reciprocidad de la paternidad y de la filiación, comporta, en Dios, la presencia de un tercero, de una tercera persona, originada también en el Padre, pero no como un segundo hijo, sino con una alteridad original en relación al Padre y al Hijo: el Espíritu Santo. El ser del Dios que “es Amor” (1Jn 4,16) no puede consistir en una única persona, pero tampoco en dos: hacen falta tres para que la comunión de las personas sea amor y no simple reflejo especular. El amor que es Dios consiste en esto: el Padre sólo es Dios comunicando todo su ser y su vida divina al Hijo y al Espíritu; al Espíritu por el Hijo único, y a este Hijo muy amado en el Espíritu Santo. En el amor que es Dios nunca hay terzo scomodo, como en la comedia italiana: el tercero nunca es inoportuno. Tal es la característica del amor de Dios en Él y en quienes participan de él: amor abierto, dinamismo incansable de comunión, de una comunión cada vez más amplia, a la que todos puedan incorporarse, pues Dios quiere “que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento pleno de la verdad” (l Tm 2,4).

Consolador

El hombre es un ser necesitado de consuelo ya que su vida se ve sometida a múltiples aflicciones que, a menudo, le dejan des-consolado. Consolar es aliviar la aflicción para que ésta no sofoque la esperanza, para que el alma y el corazón del hombre no se vean abocados a la desesperación. Pero es muy difícil hacerlo porque el alma humana no es comparable a una superficie lisa, perfectamente abarcable con la vista. El alma humana es más bien semejante a esos vestidos que vemos en los cuadros de la pintura flamenca, que caen en innumerables pliegues. Los "pliegues" o recovecos del alma humana son, en efecto, innumerables y nunca puede estar uno seguro de haberlos visitado todos.

Por eso es tan difícil consolar, porque normalmente desconocemos de qué secreto repliegue del alma procede la congoja que nos invade y que impide que nuestra alma "vibre" ante algo que no sea el propio dolor o la propia aflicción. Porque para consolar no basta con recordar determinadas verdades que complementen o reequilibren las "verdades" que el dolor pone de relieve (por ejemplo, que él o ella ya no está aquí…). No basta con recordar esas verdades: hace falta, además, que esas verdades hagan "vibrar" alguna "cuerda" interior de mi alma, que encuentren algún eco afectivo en mi corazón. Pues sólo así el corazón del hombre no se deja acaparar por la marea del sufrimiento y mantiene un espacio para la esperanza.

Como quiera que el Espíritu Santo "lo sondea todo, hasta lo profundo de Dios" (1 Co 2, 10), Él penetra perfectamente toda nuestra interioridad, llegando hasta los rincones más escondidos y tenebrosos de nuestra subjetividad y puede desplegar allí su acción, esa acción que, en la Secuencia de la misa de Pentecostés se describe diciendo que Él lava lo que está sucio, riega lo que está árido, sana lo que está herido, ablanda lo que está rígido, calienta lo que está frío y endereza lo que está torcido. Por eso Él es el, sin duda alguna, el consolator optime, el mejor consolador, porque sólo Él puede llegar hasta lo más recóndito de nuestro ser y sólo Él también puede lavar, sanar, enderezar etc. todo lo que sea necesario. 

Espíritu de Verdad

Una de las tentaciones que los hombres tenemos cuando queremos consolar es la de ocultar o disimular alguna verdad que pueda resultar hiriente para la persona que está sufriendo. Sin embargo un consuelo que se base en la ocultación o disimulación de algún aspecto de la verdad, es siempre un falso consuelo, cuya inanidad será puesta de relieve cuando la verdad ocultada sea descubierta. El Espíritu Santo, que es el Espíritu de la Verdad (Jn 14, 17), consuela sin ocultar para nada la verdad, sabe consolar sin engañar ni disimular lo más mínimo, y por eso su consuelo es duradero y resiste los embates del tiempo.

Al decir "Espíritu de Verdad" en realidad estamos diciendo "Espíritu de la Verdad". La Verdad es Cristo, que dijo de sí mismo "Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida" (Jn 14, 4). De modo que la Verdad no es algo sino Alguien, Cristo Jesús, en quien se hace transparente para el hombre la verdad de Dios y aparece también la verdad del hombre tal como Dios lo ha creado y lo ha querido siempre. El Espíritu Santo hace presente a Cristo en los sacramentos y su acción en nuestras almas es cristificante, nos configura con Cristo, nos hace cristos, para que Cristo siga presente en medio de los hombres. 

De la misma manera que la encarnación del Hijo de Dios fue obra del Espíritu Santo que "cubrió con su sombra" (Lc 1, 35) a la Virgen María, así ahora su acción en nosotros hace que Cristo se encarne en cada cristiano, de modo que todo cristiano pueda decir "no vivo yo, sino que Cristo vive en mí" (Ga 2, 20) y se convierta, por ello mismo, en presencia viviente del Resucitado en medio de los hombres. Y esto es el cristianismo, tal como escribió san Pablo: "Mas todos nosotros, que con el rostro descubierto reflejamos como en un espejo la gloria del Señor, nos vamos transformando en esa misma imagen cada vez más gloriosos: así es como actúa el Señor, que es Espíritu" (2 Co 3, 18).

Como muy bien dijo el Patriarca Ignacio Hazim: "El Espíritu Santo, artífice del acontecimiento pascual, lo interioriza en nosotros. Sin Él, Dios está lejos, Cristo permanece en el pasado, el evangelio se convierte en un libro, en letra muerta, la Iglesia es una simple organización, la autoridad un dominio, la misión se convierte en propaganda, el culto en una mera evocación y el obrar cristiano en una moral de esclavo. Con Él, el universo se hace transparencia de Dios, Cristo resucitado se hace presente en medio de nosotros, el Evangelio es una fuerza de vida, la Iglesia el lugar del encuentro con Dios, la autoridad es un servicio liberador, la misión un testimonio de vida, la liturgia el lugar de una Presencia y el obrar cristiano una eclosión de la vida divina. De este modo el cristianismo no es una norma sino una vida, no es un ideal sino un acontecimiento, no es una dependencia extrínseca sino la plenitud de la libertad. “Porque el Señor es el Espíritu, y donde está el Espíritu del Señor, allí está la libertad” (2ª Co 3, 17).

Tú que estás presente en todo lugar, Tú que lo llenas todo

"Tú", decimos, en primer lugar, para no olvidar que el Espíritu Santo es una persona divina, una hipóstasis, y no, como ya hemos dicho, una anónima fuerza impersonal. Estamos dirigiéndonos a una persona que, como tal, puede ser alegrada o entristecida, y por eso san Pablo, nos exhorta: "No entristezcáis al Espíritu Santo de Dios, con el que fuisteis sellados para el día de la redención. Toda amargura, ira, cólera, gritos, maledicencia y cualquier clase de maldad, desaparezca de entre vosotros. Sed amables entre vosotros, compasivos, perdonándoos mutuamente como os perdonó Dios en Cristo" (Ef 4, 30-32).

La fe cristiana confiesa "un solo Dios y Padre de todos, que está sobre todos, actúa por todos y está en todos" (Ef 4, 6). San Atanasio comenta: "El Padre hace todas las cosas a través del que es su Palabra, en el Espíritu Santo. De esta manera queda a salvo la unidad de la santa Trinidad. Así, en la Iglesia se predica un solo Dios, que lo transciende todo, y lo penetra todo, y lo invade todo. Lo transciende todo, en cuanto Padre, principio y fuente; lo penetra todo, por su Palabra; lo invade todo, en el Espíritu Santo" . 

El Padre, en efecto, es el Dios siempre más allá, el principio de toda realidad que está "sobre todos". El Verbo de Dios, el Hijo, es el Logos que estructura el mundo y por ello mismo "actúa por todos" los seres porque los seres son plasmaciones creadas de algún aspecto del Logos, son, como dicen los Padres de la Iglesia, logoi del único Logos (palabras de la Palabra) que es Cristo. Y el Espíritu Santo es verdaderamente Dios en todo, tal como afirma el libro de la Sabiduría: "Porque el espíritu del Señor llena la tierra, lo contiene todo y conoce cada voz" (Sb 1, 7). Por Él Dios está conteniendo y penetrando todos los seres, y auscultando cualquier "sonido", cualquier "voz", es decir, cualquier aspiración, cualquier deseo, (los "gemidos" de la creación entera de los que habla san Pablo en Rm 8, 22) que surja de ellos, para presentarla al Padre, a través del Hijo.

Tesoro de gracias 

"Por eso doblo mis rodillas ante el Padre, de quien toma nombre toda familia en el cielo y en la tierra, para que os conceda, por la riqueza de su gloria, fortaleceros interiormente, mediante la acción de su Espíritu; que Cristo habite por la fe en vuestros corazones, para que, arraigados y cimentados en el amor, podáis comprender con todos los santos la anchura y la longitud, la altura y la profundidad, y conocer el amor de Cristo, que excede a todo conocimiento, y os llenéis de toda la plenitud de Dios" (Ef 3, 14-19).

El misterio del amor de Dios que se nos ha revelado en Cristo, posee una "anchura, longitud, altura y profundidad" que sólo puede sernos revelada por la acción del Espíritu Santo. "La riqueza de su gracia que ha prodigado sobre nosotros" (Ef 1, 7-8) nos llega a través de Cristo, por la efusión del Espíritu Santo. Él contiene, en efecto, el "tesoro de gracias" que el Padre nos da en Jesucristo y que se hace vida en nosotros mediante los diferentes dones del Espíritu Santo, que son muy variados, pero que todos se ordenan a la construcción, a la edificación, del cuerpo de Cristo, que es la Iglesia.

"Hay diversidad de carismas, pero un mismo Espíritu; diversidad de ministerios, pero un mismo Señor; diversidad de actuaciones, pero un mismo Dios que obra todo en todos. A cada cual se le otorga la manifestación del Espíritu para provecho común. Porque a uno se le da por el Espíritu palabra de sabiduría; a otro, palabra de ciencia según el mismo Espíritu; a otro, fe, en el mismo Espíritu; a otro, carisma de curaciones, en el único Espíritu; a otro, poder de milagros; a otro, profecía; a otro, discernimiento de espíritus; a otro, diversidad de lenguas; a otro, don de interpretarlas. Pero todas estas cosas las obra un mismo y único Espíritu, distribuyéndolas a cada uno en particular según su voluntad" (1 Co, 12, 4-11).

San Simeón el Nuevo Teólogo afirma que "el Espíritu Santo se hace en nosotros todo lo que las Escrituras dicen a propósito del Reino de Dios - la perla, el grano de mostaza, la levadura, el agua, el pan y la bebida de vida, la cámara nupcial…" . Por eso la frase de san Lucas "el Reino de Dios está dentro de vosotros" (Lc 17, 21) se hace realidad por la recepción del Espíritu Santo que "se une a nuestro espíritu para testimoniar que somos hijos de Dios; y si hijos, también herederos: herederos de Dios y coherederos de Cristo" (Rm 8, 16-17)

Y dador de vida

En el Credo de Nicea-Constantinopla, al Espíritu Santo se le confiesa como "señor y dador de vida". "Vida" es la palabra clave cuando hablamos del Espíritu Santo, pues Él es la vida de todo lo que vive, hasta el punto de que los seres todos de la creación, "si envías tu aliento son creados" (Sal 104, 30), mientras que "si retiras tu soplo expiran y retornan al polvo que son " (Sal 104, 29). 

El beato John Henry Newman, que además de santo fue un gran intelectual, compuso una preciosa oración al Espíritu Santo como "Vida de todo lo que vive: "Te adoro, Señor y Dios mío, Paráclito eterno (…) Te adoro, oh Vida de todo lo que vive. Por Ti el universo material se mantiene unido y en armonía (…) Por Ti todos los árboles, hierbas y frutos, crecen y maduran. Por Ti la primavera llega después del invierno y renueva todas las cosas (…) Por Ti las innumerables criaturas animales viven día tras día, al recibir tu aliento (…) Tú eres la vida de toda la creación, ¡oh Paráclito eterno!; y si lo eres de este orden inferior, ¡cuánto más del mundo espiritual! Pues por Ti, Señor todopoderoso, los ángeles y los santos cantan himnos de alabanza en lo alto del cielo. Por Ti nuestras almas muertas reviven para servirte. De ti proceden todos los buenos pensamientos y deseos, todos los buenos propósitos y todos los esfuerzos por el bien. Por Ti los pecadores se convierten en santos y la Iglesia es confortada y fortalecida; por Ti combaten los defensores de la fe y por Ti los mártires obtienen su corona (…) Yo te adoro y te alabo, Señor Dios y soberano mío, Espíritu Santo".

Ven, permanece en nosotros

"Ven": hay que llamar al Espíritu Santo, porque ese Espíritu que lo llena todo y lo penetra todo, se detiene, sin embargo, a la puerta de nuestra libertad y no entra en nosotros, si nosotros no lo llamamos y le abrimos libremente la puerta de nuestro corazón. Tal es el respeto infinito que Dios tiene hacia los seres personales que ha creado, hacia los ángeles y los hombres. La libertad que Él nos ha dado es sagrada y Él es el primero en respetarla. "Mira que estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y me abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo (…) El que tenga oídos, oiga lo que el Espíritu dice a las iglesias" (Ap 3, 20-22).

San Simeón el Nuevo Teólogo tiene una oración al Espíritu Santo cuyo estribillo es la súplica "ven": " Ven, vida eterna. Ven, misterio escondido. Ven, tesoro sin nombre. Ven, realidad inefable. Ven, felicidad sin fin. Ven, luz sin ocaso (…) Ven, Espíritu Santo". Y uno de los himnos más conocidos de nuestra liturgia latina, también se inicia con la misma palabra: Veni Crator Spiritus. Al Espíritu hay que suplicarle que venga, porque es una persona y es libre de venir o no.

Y una vez que ha venido, hay que pedirle que permanezca en nosotros. Para ello hay que evitar darle disgustos. San Juan de Ávila decía de manera muy gráfica, que el Espíritu Santo es un huésped muy delicado que "sólo come carne asada", dando a entender que para que permanezca en nosotros hay que "asar", es decir, crucificar, la carne y todas sus pasiones: "Ahora bien, las obras de la carne son conocidas: fornicación, impureza, libertinaje, idolatría, hechicería, odios, discordia, celos, iras, ambición, divisiones, disensiones, rivalidades, borracheras, comilonas y cosas semejantes, sobre las cuales os prevengo, como ya os previne, que quienes hacen tales cosas no heredarán el Reino de Dios. En cambio el fruto del Espíritu es amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, modestia, dominio de sí (…) Pues los que son de Cristo Jesús, han crucificado la carne con sus pasiones y sus apetencias" (Ga 5, 19-24).

Purifícanos de toda mancha

El Espíritu Santo es incompatible con la suciedad espiritual que es el pecado. Dios es santo, su santidad es como la de un "fuego devorador" (Dt 4, 24; Is 33, 14; Hb 12, 29). El que Dios venga a nosotros, el que sea nuestro huésped y habite en nuestro corazón, supone por parte nuestra el alejamiento de todo pecado. Por eso se pregunta el profeta Isaías: "¿Quién de nosotros habitará un fuego devorador, quién de nosotros habitará una hoguera perpetua? El que procede con justicia y habla con rectitud y rehúsa el lucro de la opresión; el que sacude la mano rechazando el soborno y tapa su oído a propuestas sanguinarias, el que cierra los ojos para no ver la maldad" (Is 33, 14-15).

Le suplicamos al Espíritu Santo que sea Él mismo quien nos purifique porque reconocemos que nosotros solos, con nuestras manos, que están manchadas, no podemos quitarnos la impureza que nos aflige. El hombre no puede purificarse a sí mismo, como tampoco puede convertirse con sus solas fuerzas, pues el mal que le aflige tiene raíces muy hondas: "Mira, que en la culpa nací, pecador me concibió mi madre" (Sal 50, 7). Por eso el salmista sigue orando: "¡Oh Dios!, crea en mí un espíritu puro, renuévame por dentro con espíritu firme" (Sal 50, 12). Por eso también el profeta Jeremías, consciente de la necesidad de cambiar de vida, de convertirse al Señor, hace esta paradójica -pero lúcida- oración: "Conviértenos y nos convertiremos a Ti" (Lm 5, 21). 

Y salva nuestras almas

La palabra "alma" no designa aquí una "parte" del hombre sino al hombre entero en cuanto que transciende su ser bio-psíquico, es decir, al hombre como persona, como misterio personal, espiritual y carnal a la vez, ser singular y único que no puede ser expresado adecuadamente por ninguna totalidad englobante, ni la cultura, ni la sociedad, ni la política, puesto que las transciende todas ya que lo que le constituye como ser personal es, en último término, la relación directa e inmediata con Dios, que acontece en el santuario de su conciencia, de su corazón. 

"Salva" significa "sana", "cura", "santifica". La santidad es el ser en todo su esplendor, es el ser en toda su maravilla, liberado de ese cáncer parásito que lo corrompe, que es el pecado. Suplicamos que el Espíritu Santo nos conduzca hacia la plenitud de belleza para la que hemos sido creados, porque eso es la santidad, esa plenitud de belleza. 

Tú que eres bondad

El término bíblico que en el relato del Génesis dice que Dios iba contemplando cuanto creaba y veía que era "bueno" -tob-, significa, a la vez, "bello". Dios, pues, veía cuanto creaba y lo encontraba "bueno y bello".

Bondad y belleza coinciden en un punto fundamental: ambas son gratuitas, ambas se dan porque sí, sin necesitar ningún tipo de justificación. No hace falta ninguna razón para ser bueno: hace falta ser bueno. Los santos lo han comprendido y vivido. M. Teresa de Calcuta escribe: "Si las personas son irrazonables, inconsecuentes y egoístas, ámalas de todos modos. Si haces el bien, te acusarán de tener oscuros motivos egoístas, haz el bien de todos modos. El bien que hagas hoy será olvidado mañana, haz el bien de todos modos. (…) Alguien que necesita ayuda de verdad puede atrasarte si lo ayudas, ayúdale de todos modos. Da al mundo lo mejor que tienes y te golpearán a pesar de ello, da al mundo lo mejor que tienes de todos modos. Porque Dios conoce nuestras debilidades y nos ama de todos modos".

Hay mucha bondad en este mundo y toda ella proviene del Espíritu Santo que trabaja los corazones de los hombres y los hace capaces de esas "pequeñas bondades" que tanto alegran el corazón de Dios y de las que habla V. Grossman en una novela que describe la vida cotidiana bajo el terror de la segunda guerra mundial y del totalitarismo estalinista: "Es la bondad de una viejecita que lleva un mendrugo de pan a un prisionero, la bondad del soldado que da de beber de su cantimplora al enemigo herido, la bondad de los jóvenes que se apiadan de los ancianos, la bondad del campesino que oculta en el pajar a un viejo judío. Es la bondad del guardia de una prisión que, poniendo en peligro su propia libertad, entrega cartas de prisioneros y reclusos, con cuyas ideas no congenia, a sus madres y mujeres". Todas esas pequeñas/grandes bondades provienen de Dios, de su Espíritu actuando en nosotros. Porque Él es bondad.