La Iglesia según el abate Gastón

(El abate Gastón es el protagonista de la novela de Bruce Marshall, “A cada uno un denario”. Se trata de un hombre sencillo, carente de grandes recursos oratorios, pero dotado de una fe profunda y de una gran bondad, que es considerado por sus compañeros de sacerdocio como un poco inferior a ellos, pero que tiene muy claro que él a quien ha dado su vida es al Señor. Recogemos aquí algunas de sus afirmaciones sobre el misterio de la Iglesia entresacadas de distintos pasajes de esta larga y gran novela)

(Durante la Primera Guerra Mundial, en el campo de batalla) 

Empezaron a llegar los heridos en sus camillas y el capellán volvió de la iglesia llevando el cuerpo de Dios en el revés de su casco de acero. El abate Gastón se sintió feliz al ver al capellán con su corta estola blanca, porque sabía que aquél era el significado del mundo, aun cuando los moribundos no lo comprendieran.

* * *

(En la parroquia de Paris donde ejerce el ministerio después de la guerra) 

El siguiente que visitó al abate Gastón fue el abate Paquin. Llegó poco después de que el párroco se marchase. Estaba abatido. Contó que había vuelto de la guerra lleno de ansias de convertir al mundo entero, y que el señor cura lo había acusado de herejía, cisma y orgullo espiritual. Dijo que no habría esperanza para la Iglesia mientras hombres de criterio tan estrecho como el canónigo Litro oficiasen en los altares.

El abate Gastón lo escuchó pacientemente. Siempre habría esperanza para la Iglesia, dijo a su vez; y no sólo esperanza, sino certeza. La Iglesia era una larga paciencia, dijo el abate Gastón.

* * *

En la capilla estaba impartiéndose la Bendición con el Santísimo Sacramento. En el altar, nubes de incienso empañaban las llamas de los cirios. Con una capa pluvial bordada de oro viejo, el capellán mecía el incensario mientras la escasa congregación entonaba el Tantum ergo. El cardenal y el joven sacerdote se arrodillaron juntos en una pequeña galería lateral, de frente al altar. Envuelto en el velo humeral, el capellán elevaba la soledad de Dios por encima de la soledad de los hombres. Después volvió a poner la hostia en el tabernáculo. En una dulce niebla azul, todos cantaron sus alabanzas al Señor, porque Su misericordia se confirmaba sobre ellos.

* * *

(Dirigiéndose a una niña, muy querida para él, que va a recibir ese día la primera comunión)

El abate Gastón quiso decirle muchas cosas. Quiso decirle que lo que iba a hacer era una cosa feliz y alegre, porque en ella residía el significado del mundo y la luz introducida en el mundo. Quiso decirle que el estado de gracia era algo más bello que el cielo de verano tendido sobre su cabeza. Pero en vez de eso la besó en las dos mejillas y se echó a reír cuando la pequeña le dijo que su barba pinchaba. Después le regaló una estampa bendita y entró a vestirse en la sacristía.

* * *

(La Iglesia y el silencio)

El abate dijo que el mundo moderno no practicaba mucho el silencio, y lo más deplorable era, prosiguió, que no conforme con los ruidos insensatos que emitía con sus necias bocas, la gente tenía que seguir inventado máquinas para producir ruidos aun más insensatos. Dijo que, en su opinión, el espantoso estruendo emitido por los aparatos de radio modernos era responsable de más herejías que los arrianos, los maniqueos, los pelagianos, los nestorianos, los eutiquios, los albigenses y los valdenses juntos. Los aparatos de radio modernos habían persuadido a la gente de que, para ser felices, tenían que escuchar, de la mañana a la noche a unos cuantos retrasados que maullaban disparates pecaminosos. Era verdad, naturalmente, que la gente podía apagar un aparato de radio y que no podía apagar a un eutiquio; pero también era cierto que resultaba más fácil encender un aparato de radio que encender a un eutiquio. En opinión del abate, el invento de la radiofonía era el peor daño que hubiese sobrevenido al mundo desde el Gran Cisma. Después de todo, la Iglesia oriental no había hecho más que confundir la procesión del Espíritu Santo; pero la radiofonía había hecho imposible hasta pensar en el Espíritu Santo.

* * *

(Durante un transporte en autobús en la Segunda Guerra Mundial)

Se colocó en fila detrás de un grupo de hombres que aguardaban para subir al antepenúltimo autobús. Era un autobús de París, pintado de color verde amarillento. Con gran sorpresa suya, consiguió su pequeño asiento favorito de segunda clase, contra el tabique, sin nadie al frente y un solo soldado junto a él. No había luz en el autobús, por lo que no pudo sacar su breviario para rezar los oficios. En lugar de ello, empezó a murmurar el Benedicite, y la belleza de las palabras, a medida que iba diciéndolas, lo ayudó a no oír el lenguaje sucio que inexplicablemente seguía hablándose a su alrededor.

Benedicite sol et luna Domino: benedicite stellae coeli Domino: benedicite omnis imber et ros Domino: benedicite omnes spiritus Domini Domino. El abate Gastón se deleitaba convocando al sol, a la luna y a las estrellas del cielo; al rocío y a todos los espíritus del Señor para que lo bendijesen, y esperaba que el Señor le dejase llegar por lo menos hasta el fragmento que hablaba de las ballenas y de todo lo que se movía en las aguas, antes de que llegase otro aeroplano y les arrojase una bomba. Benedicite glacies et nives Domino. El motor se unió al hielo y a las nieves en su alabanza al Señor y en su santificación eterna.

* * *

(De nuevo en la parroquia parisina donde colabora, al final de la Segunda Guerra Mundial, el abate Gastón observa, sorprendido, que los otros sacerdotes de la parroquia, que habían sido pro-alemanes durante toda la ocupación, ahora, de repente, se han convertido en grandes patriotas)

Pero el abate Gastón no dudaba que el recobrado patriotismo de sus colegas fuese sincero. Sabía que no eran hombres perversos, pues de lo contrario no habrían renunciado al mundo para que Dios pusiese en ellos su marca en la ordenación. Eran solamente hombres débiles, y con hombres débiles había hecho Dios su Iglesia. Y éste era el prodigio de la Iglesia: que el Espíritu Santo pudiese mantenerla unida cuando Dios la había hecho con hombres tan débiles. Y el Señor siempre tenía los brazos tendidos sobre su Iglesia, para que no se disgregase cuando los hombres débiles oficiaban en sus altares.

* * *

(Cuando recibe la súplica del oficial alemán y de Raquel, la mujer judía, para que les ayude a escapar de París)

El abate Gastón no sonrió cuando el sombrero del oficial alemán le cayó hasta las orejas. Recordaba la promesa que había hecho al oficial alemán y sabía que se la había hecho a conciencia. El oficial había sido misericordioso con Raquel; y aunque lo hubiese sido porque se había enamorado de ella, su deber era ser misericordioso con el oficial alemán. Y el abate sabía que el Señor había derramado ríos en todos los países, y que el Señor quería que todos los hombres fuesen dichosos allí donde durmiesen, porque todos los hombres estaban bajo la mirada divina, y ninguno más que cualquier otro. Y en el silencio del corazón del abate, el Señor dijo que ésta era la impostura: que todos los hombres tuvieran que vivir estrictamente dentro de sí mismos y dentro de sus países.

* * *

(En la catequesis infantil)

El abate contempló a los chiquillos mientras atravesaba la iglesia y los amó a todos, incluso a los revoltosos. Y cuando ellos no supieron contestarle cuáles eran los signos que distinguían a la Iglesia de Dios, siguió amándolos; y les habló de las señales que el Señor había hecho evidentes para que todos los hombres las viesen. La Iglesia de Dios era un navío en medio del océano, y una lámpara encendida en la oscuridad, y un lago en el desierto, y un fuego llameante en una noche de invierno, dijo el abate Gastón. Y bendijo a los niños con un ademán amplio de la mano y les sonrió cuando salieron de la iglesia.

* * *


Autor: Bruce MARSHALL
Título: A cada uno un denario
Editorial Nuevo Inicio, Granada, 2010
(pp. 37, 55, 62, 70, 220, 323-324, 406, 414, 468)