La familia bajo un régimen totalitario (II)

(La novela está ambientada en Corea del Norte, régimen comunista gobernado por un dictador caprichoso y despótico al que todo el mundo debe referirse como nuestro “Querido Líder”, que controla absolutamente la vida entera de todos los ciudadanos. 

El personaje que aparece en este relato es miembro de uno de los dos cuerpos de “interrogadores estatales” de los que dispone el gobierno para arrancar las confesiones convenientes a los disidentes, en concreto, del cuerpo que no emplea la violencia física sino que pretende proceder a un “vaciado” de todas las vivencias del individuo para poder enseñarle al interrogado quién es él en verdad, cuál es su verdadera identidad. De manera que, cuando terminan su trabajo, escriben la ‘verdadera’ biografía de ese ciudadano, y la depositan en una inmensa y silenciosa biblioteca a la que nadie, salvo el Querido Líder y quién él autorice, tiene acceso. 

El personaje en cuestión es soltero y vive con sus ancianos padres que están ciegos –o dicen estarlo- en el piso 22 de un bloque de viviendas, sin ascensor, en Pyongyang, la capital de Corea del Norte, en la que todas las noches se interrumpe el fluido eléctrico y hay que alumbrarse con velas. El protagonista ha llevado a su casa un teléfono móvil que ha incautado a uno de los prisioneros interrogados, el comandante Ga, que había sido uno de los “héroes nacionales” y, en teoría, uno de los pocos hombres de confianza del Querido Líder, pero que ahora ha caído en desgracia. Aprovechándose de su rango y para satisfacer su curiosidad personal, ha llevado también a su casa los dos expedientes de sus padres, para intentar comprender los acontecimientos de su infancia. Los textos muestran a qué quedan reducidos los vínculos interpersonales, incluso los familiares, bajo un régimen dictatorial)

No llegué a casa hasta la medianoche. La llave giró en el cerrojo, pero la puerta no se abrió, como si estuviera atrancada por dentro. La aporreé con el puño.

-Madre –dije-. Padre, soy yo, vuestro hijo. Le pasa algo a la puerta. Tenéis que abrir.

Estuve un rato tratando de que me abrieran, y finalmente apoyé el hombro en la madera y empujé, aunque no demasiado. Si me cargaba la puerta, en el edificio dirían de todo. Finalmente me quité la bat y la dejé en el suelo del pasillo. Intenté pensar en el sonido de los grillos y en los niños que jugaban en la oscuridad, pero al cerrar los ojos solo me venía a la mente el cemento frío. Me acordé de los campesinos de cuerpo fibroso y de su forma abrupta de hablar, y me dije que, más allá de morir de hambre, no debía de haber nada más en el mundo que los preocupara.

En la oscuridad oí un sonido: pip. Era el móvil rojo.

Cuando lo encontré la luz verde parpadeaba. En la pantalla había una fotografía nueva: un niño y una niña coreanos, medio aturdidos, medio sonrientes, ante un cielo azul. Llevaban unas gorras negras con orejas, parecían ratones.

Cuando desperté por la mañana, la puerta estaba abierta. Dentro, mi madre cocinaba avena y mi padre estaba sentado a la mesa.

-¿Quién anda ahí? –preguntó mi padre-. ¿Hay alguien?

Vi que una de las sillas tenía una marca brillante en el respaldo, donde se había apoyado contra el pomo de la puerta.

-Soy yo, padre, tu hijo.

-Menos mal que has vuelto –dijo-. Estábamos preocupados por ti.

Mi madre no dijo nada.

Encima de la mesa estaban los expedientes de mis padres. Los había estado estudiando toda la semana, pero ahora estaban todos desordenados.

-Ayer por la noche intenté entrar pero la puerta estaba atrancada –declaré-. ¿No me oísteis?

-Yo no oí nada –aseguró mi padre-. Esposa –dijo entonces, hablando al aire-, ¿tú oíste algo?

-No –respondió ella desde los fogones-. Nada de nada.

Ordené los expedientes.

-Pues supongo que también os habréis vuelto sordos –observé.

Mi madre se acercó a la mesa con dos cuencos de avena, arrastrando lentamente los pies para no tropezar en la oscuridad.

-¿Pero por qué estaba atrancada la puerta? –pregunté-. No me tendréis miedo, ¿verdad?

-¿Miedo? ¿A ti? –dijo mi madre.

-¿Por qué íbamos a tenerte miedo? –quiso saber mi padre.

-El altavoz dijo que la Marina americana está llevando a cabo ejercicios militares cerca de la costa –explicó mi madre.

-No puede uno descuidarse –añadió mi padre-. Con los americanos hay que tomar precauciones.

Soplaron la avena y empezaron a comer a cucharaditas.

-¿Cómo es posible que cocines tan bien sin ver? –le pregunté a mi madre.

Noto el calor que desprende la sartén –contestó-. Y a medida que la comida se cuece, va cambiando de olor.

_¿Y qué me dices del cuchillo?

-Utilizar el cuchillo es fácil –aseguró-. Lo guío con los nudillos. Lo difícil es remover la comida; siempre se me cae algo.

En el expediente de mi madre había una foto de ella de joven. Era una belleza, tal vez por eso la habían trasladado del campo a la capital, aunque el expediente no explicaba por qué la habían castigado a trabajar en una fábrica en lugar de convertirse en cantante o actriz. Arrugué los expedientes para que lo oyeran.

-Había unos papeles encima de la mesa –dijo mi padre con voz nerviosa.

-Se cayeron al suelo –añadió mi madre-. Pero los recogimos.

-Fue un accidente –aseguró mi padre.

-Son cosas que pasan –dije yo.

-Esos papeles…-empezó a decir mi madre-. ¿Tienen que ver con tu trabajo?

-Sí –intervino mi padre-, ¿forman parte de un caso en el que estás trabajando?

-Solo son material de investigación –respondí.

-Tienen que ser importantes para que los trajeras a casa –comentó mi padre-. ¿Hay alguien que se ha metido en problemas? ¿Tal vez alguien a quien conocemos?

-¿De qué va todo esto? –pregunté yo-. ¿Es por la señora Kwok? ¿Aún estáis enfadados conmigo por eso? No quería delatarla, pero se dedicaba a robar el carbón del horno. En invierno todos pasábamos más frío por culpa de su egoísmo.

-No te enfades –dijo mi madre-. Solo nos preocupábamos por los pobres ciudadanos de tus expedientes.

-¿Pobres? –pregunté-. ¿Por qué pobres?

Ninguno de los dos dijo nada. Me volvía hacia la cocina y vi la lata de melocotones encima del estante más alto. Tuve la sensación de que alguien la había movido un poco, que a lo mejor mi dúo de ciegos la había inspeccionado, pero no estaba seguro de en qué dirección la había dejado yo.

Lentamente, le pasé a mi madre su expediente por delante de los ojos, pero ella no hizo ningún intento de seguirlo con la mirada. Entonces la abaniqué, el aire le acarició el rostro y ella reaccionó con sorpresa. Mi madre dio un respingo, espantada, y contuvo el aliento.

-¿Qué tienes? –preguntó mi padre-. ¿Qué ha pasado?

Ella no dijo nada.

¿Tú me ves, madre? –le pregunté-. Si me ves es importante que me lo digas.

Se volvió hacia mí, aunque tenía la mirada desenfocada.

-¿Qué si te veo? –preguntó-. Te veo como te vi la primera vez, fugazmente, en la oscuridad.

Ahórrame los acertijos –la advertí-. Necesito saberlo.

Llegaste por la noche –dijo-. Estuve todo el día de parto y cuando cayó la oscuridad no teníamos velas. Naciste a tientas, en las manos de tu padre.

Mi padre levantó las manos, llenas de cicatrices de los telares mecánicos.

-Estas manos –declaró.

-Así eran las cosas en el año de Juche 62 –añadió mi madre-. Y así era la vida en el dormitorio de la fábrica. Tu padre fue encendiendo una cerilla tras otra.

-Una tras otra, hasta que se terminaron –dijo mi padre.

-Toqué cada parte de tu cuerpo, primero para asegurarme de que todo estaba donde debía y luego para conocerte. Eras tan nuevo, tan inocente… Podrías haber terminado siendo cualquier cosa. Pasó un buen rato, hasta la primera luz del alba, antes de que pudiéramos ver lo que habíamos creado.

-¿Había otros niños? –pregunté yo-. ¿Había más familias?

Pero mi madre ignoró la pregunta.

-Los ojos ya no nos funcionan, esa es la respuesta a tu pregunta-dijo-. Pero lo mismo que en su día, no necesitamos los ojos para ver en qué te has convertido.



Autor: Adam JOHNSON
Título: El huérfano
Editorial: Seix Barral, 2014  (pp. 459-463)