La familia bajo un régimen totalitario (I)

(La novela está ambientada en Corea del Norte, régimen comunista gobernado por un dictador caprichoso y despótico al que todo el mundo debe referirse como nuestro “Querido Líder”, que controla absolutamente la vida entera de todos los ciudadanos. 

El personaje que aparece en este relato es miembro de uno de los dos cuerpos de “interrogadores estatales” de los que dispone el gobierno para arrancar las confesiones convenientes a los disidentes, en concreto, del cuerpo que no emplea la violencia física sino que pretende proceder a un “vaciado” de todas las vivencias del individuo para poder enseñarle al interrogado quién es él en verdad, cuál es su verdadera identidad. De manera que, cuando terminan su trabajo, escriben la ‘verdadera’ biografía de ese ciudadano, y la depositan en una inmensa y silenciosa biblioteca a la que nadie, salvo el Querido Líder y quién él autorice, tiene acceso. 

El personaje en cuestión es soltero y vive con sus ancianos padres que están ciegos –o dicen estarlo- en el piso 22 de un bloque de viviendas, sin ascensor, en Pyongyang, la capital de Corea del Norte, en la que todas las noches se interrumpe el fluido eléctrico y hay que alumbrarse con velas. El protagonista ha llevado a su casa un teléfono móvil que ha incautado a uno de los prisioneros interrogados, el comandante Ga, que había sido uno de los “héroes nacionales” y, en teoría, uno de los pocos hombres de confianza del Querido Líder, pero que ahora ha caído en desgracia. Aprovechándose de su rango y para satisfacer su curiosidad personal, ha llevado también a su casa los dos expedientes de sus padres, para intentar comprender los acontecimientos de su infancia. Los textos muestran a qué quedan reducidos los vínculos interpersonales, incluso los familiares, bajo un régimen dictatorial)


Preparé un festín para mis padres y estábamos todos la mar de animados. Estábamos cenando cuando la luz roja del móvil pasó a verde. Supongo que había imaginado que iba a realizar la primera llamada con el teléfono del comandante Ga desde el tejado, bajo las estrellas, contemplando todo el universo mientras utilizaba un aparato con el que podía ponerme en contacto con cualquier persona del planeta. El teléfono utilizaba el alfabeto latino, pero yo sólo buscaba números. No conseguí encontrar ningún registro de llamadas entrantes o salientes.

Mi padre oyó el ruidito que hacían los botones.
-¿Tienes algo ahí? –preguntó.
-No –contesté yo.

Durante un instante tuve la sensación de mi que madre contemplaba el teléfono, pero cuando me volví hacia ella vi que estaba saboreando el arroz blanco con la mirada perdida: las cartillas de racionamiento de arroz se habían terminado hacía ya meses, y llevábamos mucho tiempo alimentándonos de mijo. Antes me preguntaban siempre de dónde sacaba el dinero para comprar comida en el mercado negro, pero últimamente ya no dicen nada. Me acerqué a mi madre, cogí el teléfono con dos dedos y se lo pasé lentamente por delante de los ojos. Si percibió algo, no lo demostró.

Volvía a fijarme en el teclado. No era tanto que no supiera ningún número de teléfono (que no lo sabía), como que de pronto me di cuneta de que no tenía a quién llamar. No había ni una mujer, ni un colega, ni un familiar con quién pudiera hablar. ¿Era posible que no tuviera ni un amigo?
-Padre –dije. Él estaba paladeando los cacahuetes salados con guindillas que tanto le gustaban-. Padre, si quisieras contactar con alguien, ¿con quién contactarías?
-¿Y por qué iba a contactar con alguien? –preguntó-. No lo necesito.
-No digo que lo necesites –respondí yo-. Me refiero a si quisieras, si quisieras llamar a un amigo, o a un pariente.
-Nuestros camaradas del Partido satisfacen todas nuestras necesidades –repuso mi madre.
-¿Qué me dices de tu tía? –le pregunté a mi padre-. ¿No tenías a una tía en el Sur?
Mi padre me devolvió una mirada vacía e inexpresiva.
-No tenemos ningún vínculo con ese país corrupto y capitalista –dijo.
-La denunciamos –añadió mi madre.
-Oye, que no lo pregunto como interrogador estatal –los tranquilicé- . Soy vuestro hijo. Solo estamos hablando, como una familia.

Siguieron comiendo en silencio y yo me concentré de nuevo en el teléfono. Curioseé entre las funciones, pero parecían estar todas deshabilitadas. Marqué un par de números al azar pero el teléfono no se conectaba a la red, aunque por la ventana del piso se veía una antena de telefonía. Subí y bajé el volumen, pero el timbre no sonaba. Intenté utilizar la cámara, pero no logré sacar ninguna foto. Me dije que, al fin y al cabo, a lo mejor iba a terminar vendiendo el chisme. Pero, aún así, me fastidiaba no tener a nadie a quien llamar. Repasé mentalmente la lista de mis profesores, pero mis dos preferidos habían terminado en los campos de trabajo: me había dolido mucho añadir mi firma a la denuncia por sedición, pero era mi deber. Por entonces era ya becario de la División 42.

Espera, acabo de recordar algo –dije-. Cuando era pequeño había una pareja: venían a casa y los cuatro jugabais a cartas hasta bien entrada la noche. ¿No sentís curiosidad por saber qué ha sido de ellos? ¿No contactaríais con ellos si pudierais?
-Creo que no he oído hablar nunca de esas personas –dijo mi padre.
-Pues estoy seguro –insistí-. Las recuerdo perfectamente.
-No –dijo-. Te equivocas.
-Padre, soy yo. No hay nadie más en la sala. No nos oye nadie.
-Basta ya de esta conversación tan peligrosa –intervino mi madre. No nos reuníamos con nadie.
-No digo que os reunierais con nadie. Los cuatro jugabais a cartas después de que cerrara la fábrica. Reíais y bebíais shoju. –Fui a cogerle la mano a mi padre, pero al notar el contacto se asustó y la apartó-. Padre, soy yo, tu hijo. Dame la mano.
-No pongas en duda nuestras lealtades –replicó-. ¿Qué es esto? ¿Una prueba? –me preguntó y escrutó la sala con sus ojos lechosos-. ¿Nos están poniendo a prueba? –preguntó al aire.

Antes o después, todo padre tiene esa conversación con su hijo en la que le cuenta que, aunque debamos actuar y hablar de una forma determinada, en realidad seguimos siendo una familia. En nuestro caso se produjo cuando yo tenía ocho años. Estábamos bajo un árbol del monte Moranbong. Mi padre me dijo que existía un camino trazado para nosotros, y que debíamos recorrer haciendo lo que indicaban las señales y prestando atención a todos los avisos. Aunque camináramos por ese camino juntos, dijo, de puertas afuera debíamos actuar en solitario, pero por dentro iríamos cogidos de la mano. Los domingos las fábricas estaban cerradas, de modo que el aire era limpio, y yo me imaginé que ese camino atravesaba el valle de Tadeong, bordeado por los sauces y bajo un dosel de nubecitas blancas que avanzaban en tropel. Comimos helado de moras, con el sonido de fondo de un grupo de ancianos que jugaban ante sus tableros de chang-gi y palmeaban cartas en una animada partida de godori. Pronto mis pensamientos volaron hasta los barquitos de vela de juguete con los que los hijos de los yangban jugaban en el estanque, pero mi padre aún estaba caminando conmigo por ese camino.
-Denuncio a este niño por tener la lengua azul –me dijo.
Nos reímos.
-Este ciudadano come mostaza –propuse señalándolo.

Hacía poco había probado por primera vez la raíz de mostaza, y mi expresión había provocado las carcajadas de mis padres. Por eso, todo lo relacionado con la mostaza les parecía divertido.
-Este niño tiene pensamientos contrarrevolucionarios sobre la mostaza –dijo mi padre, dirigiéndose a una autoridad invisible que flotaba a nuestro alrededor-. Habría que mandarlo a una granja de semillas de mostaza para corregir sus ideas amostazadas.
-Este padre come helado de pepino con cada mostaza –dije.
-Esa ha estado bien. Ven, dame la mano –me dijo. Yo metí mi manita dentro de la suya, pero de pronto torció la boca con expresión de odio-. Denuncio a este ciudadano por ser un títere del imperialismo al que habría que juzgar por crímenes contra el Estado –exclamó con la cara encendida-. Lo he visto vomitar diatribas capitalistas e intentar envenenar mentes con su pérfida bazofia.

Los ancianos levantaron la cabeza de sus juegos y se nos quedaron mirando. Yo estaba muerto de miedo, a punto de echarme a llorar.
-¿Ves? –observó mi padre-. Mi boca ha dicho todo eso, pero mi mano sigue cogiendo la tuya. Si algún día, para protegeros a los dos, tu madre tiene que decirme algo así a mí, debes saber que, por dentro, ella y yo seguiremos cogidos de la mano. Y si algún día tú tienes que decirme algo así, yo sabré que en realidad no eres tú. Porque por dentro, un hijo y su padre siempre se cogen de la mano.

Y entonces me alborotó el pelo.




Autor: Adam JOHNSON
Título: El huérfano
Editorial: Seix Barral, 2014  (pp. 377-380)