Situaciones cristianamente irregulares de convivencia conyugal


1.- Los grandes principios que determinan la postura (disciplina) de la Iglesia en esta materia.

a) El cuerpo forma parte del ser de la persona humana.

El hombre no tiene cuerpo sino que es corporal. La categoría del “tener” no es aplicable de manera adecuada al cuerpo humano porque el cuerpo del hombre no es un instrumento ajeno a su ser personal y manejado por él, sino que forma parte del ser personal del hombre. De modo que cuanto acontece a mi cuerpo me acontece a mí. Si alguien me da una bofetada o un beso no está abofeteando o besando un instrumento mío sino que me está abofeteando o besando a mí.

b) Ser cristiano es pertenecer a Otro, a Cristo, ser Suyo por completo.

El cristiano, por el bautismo, pertenece a Cristo íntegramente, en alma y cuerpo, y no puede, por lo tanto, disponer de su ser autónomamente porque ese ser no es suyo sino de Cristo: sólo cuando Cristo le entregue a otro es cuando él podrá entregarse. Quienes no son cristianos pueden ver esto como una forma de esclavitud, de pertenencia a otro. Pero se trata de una esclavitud y de una pertenencia libre, realizada por amor: “Que mi amado es para mí y yo soy para mi amado” (Ct 2,16).

c) El concepto bíblico de amor.

Amar es hacer alianza con alguien. No es una cuestión de sentimientos o de gustos, sino de libre decisión de mi voluntad: nadie está obligado a hacer alianza con alguien, pero si libremente la hace, una vez hecha, el único desafío humano que queda es ser fiel a esa alianza libremente contraída. El libro de Rut expresa bellamente lo que significa hacer alianza con alguien en las palabras que Rut le dirige a Noemí: “No insistas en que te abandone y me separe de ti, porque donde tú vayas, yo iré, donde habites, habitaré. Tu pueblo será mi pueblo y tu Dios será mi Dios” (Rut 1,16).

Lo propio de la alianza matrimonial es que comporta una exclusividad y una radicalidad única, pues consiste en decir: «después de Dios, tú eres para mí la persona más importante, no eres ni serás nunca “una más”, sino la única: “Sesenta son las reinas, ochenta las concubinas (e innumerables las doncellas). Única es mi paloma, mi perfecta” (Ct 6,8-9)». Esto exige una fidelidad total y absoluta, por la cual sé que puedo contar contigo siempre, que siempre estarás ahí, a mi lado, junto a mí, como yo estaré contigo y junto a ti y que ocurra lo que ocurra y pase lo que pase siempre estaré contigo. 

d) Qué es casarse por la Iglesia.

“Casarse por la Iglesia”, recibir el sacramento del matrimonio, no es algo puramente humano sino algo divino, que se le regala a una decisión humana –la de unir para siempre las dos vidas por amor-, pero que convierte esta decisión humana en un sacramento, es decir, en un signo eficaz del amor de Dios a los hombres, de la obra salvífica de Cristo. Los novios cristianos le dan a Cristo su proyecto de vida, su unión para siempre, y Cristo la acepta y la convierte en un signo eficaz del amor que Él tiene a su Esposa, la Iglesia. Ese amor es un amor siempre fiel, incluso cuando su esposa, la Iglesia, le es infiel; por lo tanto es un amor que conoce el perdón y el dar la vida por el otro. Por eso escribe san Pablo: “Maridos, amad a vuestras mujeres como Cristo amó a su Iglesia y se entregó a sí mismo por ella, para santificarla, purificándola por el baño del agua, en virtud de la palabra, y presentársela resplandeciente a sí mismo, sin que tenga mancha ni arruga ni cosa parecida, sino que sea santa e inmaculada” (Ef 5, 25-27).

e) Eucaristía e indisolubilidad del matrimonio.

El papa Benedicto XVI, en el nº 29 de la Exhortación Apostólica Sacramentum caritatis (22-II-2007) aborda la relación entre la eucaristía y el sacramento del matrimonio: “Puesto que la Eucaristía expresa el amor irreversible de Dios en Cristo por su Iglesia, se entiende por qué ella requiere, en relación con el sacramento del Matrimonio, esa indisolubilidad a la que aspira todo verdadero amor (…) El Sínodo de los Obispos ha confirmado la praxis de la Iglesia, fundada en la Sagrada Escritura , de no admitir a los sacramentos a los divorciados casados de nuevo, porque su estado y su condición de vida contradicen objetivamente esa unión de amor entre Cristo y la Iglesia que se significa y se actualiza en la Eucaristía. Sin embargo, los divorciados vueltos a casar, a pesar de su situación, siguen perteneciendo a la Iglesia, que los sigue con especial atención, con el deseo de que, dentro de lo posible, cultiven un estilo de vida cristiano mediante la participación en la santa Misa, aunque sin comulgar, la escucha de la Palabra de Dios, la Adoración eucarística, la oración, la participación en la vida comunitaria, el diálogo con un sacerdote de confianza o un director espiritual, la entrega a obras de caridad, de penitencia, y la tarea de educar a los hijos”. 

f) Misericordia y verdad.

La primera misericordia consiste en ofrecer la verdad, en ayudar al otro a implantar su ser en la verdad. Porque sólo así se puede descubrir cuál es el verdadero bien de la persona. Si queremos determinar el bien al margen de la verdad, acabamos llamando bien a lo que contribuye al “bienestar emocional” del otro, a que el otro “se sienta bien”, pero sin ninguna garantía de que está creciendo, de que está, en verdad, realizando su propio ser. 

Cuando Jonás “dormía profundamente” en la bodega del barco él “se encontraba bien”, mientras que los marineros se encontraban mal; pero se estaba alejando de su verdadero bien. En cambio, cuando confesó la verdad y dijo que la culpa de aquella tormenta era suya, empezó a caminar hacia su propio bien (Jon 1,1-12).

Cuando Juan el Bautista le decía a Herodes que “no le era lícito tener la mujer de su hermano”, Juan el Bautista estaba teniendo misericordia con Herodes y le estaba diciendo la verdad para que él pudiera reordenar su vida según la voluntad de Dios (Mt 14,3-12). Cuando el Señor hizo un látigo con cuerdas y echó a los vendedores del Templo (Jn 2,13-17), estaba teniendo un gesto de amor y misericordia con todos ellos, al ayudarles a percibir la verdad del Templo y a ajustarse a ella, para estar en una relación correcta con Dios. Cuando el Señor le dice a la mujer cananea que le ruega por su hija que “no está bien tomar el pan de los hijos y echárselo a los perritos”, está teniendo misericordia con ella, porque la está ayudando a que se implante en la verdad: que Él –Cristo- ha venido a buscar y a salvar a las ovejas pedidas de la casa de Israel y no a los paganos. Y será la adhesión a esta verdad, dura para ella, la que provocará la curación de su hija (Mt 15,21-28). La solución de todos los problemas pasa siempre por el reconocimiento de la verdad.

La misericordia de Dios es su paciencia para que yo llegue a cumplir sus mandamientos, su perdonarme siempre que no los cumplo y su animarme a volver a intentar cumplirlos. Pero no es nunca el dispensarme de cumplirlos. Por eso Cristo, después de salvar de la muerte a la mujer adúltera, le dijo “vete y, en adelante, no peques más” (Jn 8,11).

2.- La palabra de la Iglesia sobre las situaciones irregulares.

a) El Matrimonio a prueba

Se trataría de la unión conyugal entre un hombre y una mujer para “probar” a ver si les va bien y eventualmente decidir más tarde la celebración o no del matrimonio. Se trata, pues, de un matrimonio “experimental”, cuya conveniencia se justifica como un acto de prudencia, de cautela, antes de un compromiso más definitivo. Es como si uno probase un vehículo antes de comprárselo.

La sola razón humana ya percibe el carácter inaceptable de esta situación por el hecho de que atenta contra la dignidad de la persona humana, que aquí es tratada como un bien material que “se prueba” para ver si es satisfactorio o no, lo cual supone aceptar como criterio regulador de la convivencia conyugal la “satisfacción” subjetiva que se extraiga de ella, “satisfacción” que no sabemos en qué términos será evaluada, pero que apunta a un cierto subjetivismo eudemonista. De manera que, en el momento en que la convivencia no me satisfaga, podrá ser inmediatamente abandonada. La persona es tratada como una realidad de usar y conservar o tirar, según convenga. No es moralmente legítimo experimentar con la persona humana.

Cristianamente hablando, la entrega recíproca de los cuerpos significa y expresa la entrega de toda la persona, porque el cuerpo forma parte del ser personal de hombre, que es un espíritu encarnado, una persona corporal. El cuerpo expresa precisamente a la persona en lo que tiene de más frágil y vulnerable, y es por eso por lo que la Iglesia, iluminada por la palabra de Dios, enseña que las relaciones sexuales sólo son moralmente legítimas en el marco del matrimonio único e indisoluble, que es el que garantiza la acogida de la vulnerabilidad y fragilidad del cuerpo humano sin humillaciones ni heridas. 

b) Uniones libres de hecho

Se trata de uniones sin ningún vínculo institucional públicamente reconocido, ni civil ni religioso. Es un fenómeno, cada vez más frecuente, que se suele justificar para evitar consecuencias económicas o sociales desagradables que se seguirían de realizar un matrimonio civil o religioso. Es el caso de algunos ancianos que no quieren perder su pensión de viudedad o que temen la reacción airada de sus hijos si formalizan su nueva relación (por problemas de herencia), o también de algunos jóvenes que aduciendo que “no creen en los papeles” inician una convivencia conyugal libre de todo vínculo institucional. 

Aquí parece que se anteponen las ventajas de tipo económico o familiar –de la familia de la que se procede- sobre el valor único e irrepetible de la persona con la cual se realiza la unión, reduciendo las expectativas del corazón humano a una especie de consideración “económica” de las ventajas e inconvenientes que comportaría el realizar el matrimonio. La palabra fuerte del Cantar de los cantares, “que mi amado es para mí y yo soy para mi amado” (Ct 6,3), queda reducida a un cálculo de ventajas e inconvenientes, a un “en tanto en cuanto” que, entiendo, no es acorde con el carácter único e irrepetible de cada persona.

Por otro lado es preocupante la aversión que hay a contraer vínculos, a vincularse, como si la vinculación se opusiera a la libertad, cuando la libertad del hombre se manifiesta y crece por la asunción libre de vínculos y la fidelidad a ellos. Esta aversión conduce al desarraigo, al hombre que no quiere echar raíces porque quiere mantener su autonomía. Todo lo cual comporta la infecundidad espiritual y humana, así como la soledad más radical.

c) Católicos unidos con mero matrimonio civil

Es el caso de algunos católicos que, por motivos ideológicos o prácticos, prefieren contraer sólo matrimonio civil, rechazando o, por lo menos, difiriendo el religioso, tal vez porque no excluyen la eventualidad de un futuro divorcio.

Esta situación es menos imperfecta que la anterior porque existe en ella un cierto compromiso a un estado de vida concreto y quizás estable (aunque a veces no es extraña a esta situación la perspectiva de un eventual divorcio). Estas parejas por lo menos están dispuestas a contraer obligaciones recíprocas –las que indica la ley civil-, lo cual va en la buena dirección.

Obviamente no es una postura cristiana, puesto que el cristiano, por el bautismo, pertenece a Cristo y no puede disponer de su ser autónomamente porque ese ser no es suyo sino de Cristo: sólo cuando Cristo le entregue a otro es cuando él podrá entregarse. Lo cual ocurre en el sacramento del matrimonio que expresa y testimonia que el cristiano es de Cristo y que es Cristo quien dispone de él. La sacralidad de la propia persona y de la persona del cónyuge sólo es respetada cuando es Cristo quien realiza la entrega recíproca y no el ayuntamiento o el juzgado. Porque no es el Estado quien me hace persona, sino la relación con Dios.

d) Divorciados casados de nuevo

Se trata de quienes habiendo recibido el sacramento del matrimonio, rompen su unión mediante el divorcio y contraen nuevas nupcias, obviamente civiles, sin el rito religioso católico.

Los pastores, por amor a la verdad, están obligados a discernir bien las situaciones. En efecto, hay diferencia entre los que sinceramente se han esforzado por salvar el primer matrimonio y han sido abandonados del todo injustamente, y los que por culpa grave han destruido un matrimonio canónicamente válido. Finalmente están los que han contraído una segunda unión en vista a la educación de los hijos, y a veces están subjetivamente seguros en conciencia de que el precedente matrimonio, irreparablemente destruido, no había sido nunca válido.

La Iglesia no quiere que estos hermanos se consideren separados de la ella, porque no lo están, aunque sí están en una situación irregular para un cristiano. Por eso la Iglesia les exhorta a escuchar la Palabra de Dios, a frecuentar el sacrificio de la Misa, a perseverar en la oración, a incrementar las obras de caridad y las iniciativas de la comunidad en favor de la justicia, a educar a los hijos en la fe cristiana, a cultivar el espíritu y las obras de penitencia para implorar de este modo, día a día, la gracia de Dios. 

La Iglesia, no obstante, en este caso como en todos los anteriores, fundándose en la Sagrada Escritura, reafirma su praxis de no admitir a la comunión eucarística a los divorciados que se casan otra vez. Son ellos los que no pueden ser admitidos, dado que su estado y situación de vida contradicen objetivamente la unión de amor entre Cristo y la Iglesia, significada y actualizada en la Eucaristía. Hay además otro motivo pastoral: si se admitieran estas personas a la Eucaristía, los fieles serían inducidos a error y confusión acerca de la doctrina de la Iglesia sobre la indisolubilidad del matrimonio.

e) Separados y divorciados no casados de nuevo

Se trata de aquellos casos en los que, por motivos diversos, como incomprensiones mutuas, incapacidad de abrirse a las relaciones interpersonales etc., han conducido dolorosamente a un matrimonio religioso válido a una ruptura con frecuencia irreparable que ha hecho que los cónyuges se separen sin contraer ninguna nueva unión.

La Iglesia, siempre sensible al sufrimiento humano, quiere estar especialmente atenta al cónyuge separado, especialmente si es inocente, o en la medida en que lo es. Por eso la comunidad eclesial debe particularmente sostenerlo, procurarle estima, solidaridad, comprensión y ayuda concreta, de manera que le sea posible conservar la fidelidad, incluso en la difícil situación en la que se encuentra; ayudarle a cultivar la exigencia del perdón, propio del amor cristiano y la disponibilidad a reanudar eventualmente la vida conyugal anterior. En este caso no existe obstáculo alguno para que estos fieles sean admitidos a la sagrada comunión y a la recepción de los demás sacramentos.

APÉNDICES

1.- Sobre la conciencia

La palabra “conciencia” puede ser entendida en dos sentidos distintos, como constitutivo antropológico del hombre en su dimensión cognoscitiva y como constitutivo antropológico del hombre en su dimensión moral.

a) En sentido cognoscitivo

En algunas reflexiones parece que se entiende por conciencia la mismidad más íntima de una persona, su punto de vista más propio, singular, único, irrepetible e insustituible. Conciencia aquí significa el centro único e irrepetible desde el cual cada ser humano percibe la realidad. Es como el centro del yo, como el punto desde el cual se sitúa uno ante la realidad y la percibe, por consiguiente, en una determinada perspectiva, con unos determinados matices y coloraciones. Por eso algunos pensadores, como Ortega y Gasset, por ejemplo, hablan de la “soledad radical” de la persona en base a este hecho estructural del ser humano. En este sentido la conciencia de cada cual es única, personal, irrepetible etc., y es fuente de la originalidad propia de cada hombre.

b) En sentido moral

Pero además de este sentido, fundamentalmente gnoseológico, de la palabra conciencia, existe otro sentido, el sentido moral. La conciencia moral de la persona humana expresa el hecho, como dice el Concilio Vaticano II, de que el hombre, en lo más interior de sí mismo, descubre “la existencia de una ley que él no se dicta a sí mismo, pero a la cual debe obedecer y, cuya voz resuena, cuando es necesario, en los oídos de su corazón, advirtiéndole que debe amar y practicar el bien y que debe evitar el mal: haz esto, evita aquello. Porque el hombre tiene una ley escrita por Dios en su corazón, en cuya obediencia consiste dignidad humana y por la cual será juzgado personalmente. La conciencia es el núcleo más secreto y el sagrario del hombre, en el que éste se siente a solas con Dios, cuya voz resuena en el recinto más íntimo de aquélla.” (GS 16). Lo constitutivo de la conciencia en sentido moral no es la “mismidad” del sujeto sino la alteridad de Dios que se inscribe en él y le habla a él. 

La fidelidad a la conciencia moral “une a los cristianos con los demás hombres para buscar la verdad y resolver con acierto los numerosos problemas morales que se presentan al individuo y a la sociedad” (Ibidem).

2.- Sobre el discernimiento

El papa Francisco, en su encíclica Amoris laetitia, insiste mucho en la necesidad de discernir las diferentes situaciones para ofrecer un juicio ponderado sobre cada una de ellas. Él no ha cambiado la disciplina sacramental de la Iglesia, pero ha insistido en los factores subjetivos de las situaciones irregulares afirmando, por ejemplo, que, a causa de ellos, “es posible que, en medio de una situación objetiva de pecado –que no sea subjetivamente culpable o que no lo sea de modo pleno- se pueda vivir en gracia de Dios, se pueda amar, y también se pueda crecer en la vida de la gracia y la caridad, recibiendo para ello la ayuda de la Iglesia” (AL 305). Y añadiendo en nota que “en ciertos casos, podría ser también la ayuda de los sacramentos”, incluida la Eucaristía (nota 351).

El discernimiento es uno de los dones del Espíritu Santo (1Co 12,10) y es un deber que el cristiano debe realizar (“examinadlo todo y quedaos con lo bueno” 1Ts 5,21) para distinguir lo que viene del Espíritu Santo de lo que puede venir de “otros espíritus”, que no son precisamente santos, según lo que escribe san Juan: “no os fiéis de cualquier espíritu, sino examinad si los espíritus vienen de Dios, pues muchos falsos profetas han salido al mundo” (1Jn 4,1).

El discernimiento consiste en percibir las energías espirituales que están en juego en una determinada situación y su carácter santo o pecaminoso: ver lo que conduce a la edificación de la Iglesia, al crecimiento de la comunión eclesial y lo que, en cambio, no es sino una afirmación vanidosa o egoísta del propio ego.

En la tradición de la Iglesia el discernimiento suele ser un don propio de los hombres verdaderamente espirituales, que han recibido el don de la cardiognosia, es decir, del conocimiento de los corazones y es propio de los verdaderos padres (o madres) espirituales.

Recuperar el papel del discernimiento en la vida cristiana me parece algo muy conveniente, un gran acierto. Pero entiendo que este don está muy ligado a la figura del padre espiritual y que no puede ejercitarse bien sin la referencia a esta figura, bastante abandonada, lamentablemente, en nuestra tradición occidental. Entiendo, por lo tanto, que es urgente recuperar primero la figura del padre espiritual con toda la seriedad que la relación con él comporta, para evitar la frivolidad de ir consultando a curas hasta encontrar uno que me dice lo que quiero oír (y a partir de ahí ya no consulto a nadie más).