El mal
A medida que se avanza en la vida se va tomando conciencia de la vastedad del dominio del mal, así como de la variedad de sus formas. Cada vez se percibe con más exactitud cuánta enfermedad y dolor hay, qué incontables son los cuidados y estrecheces de la vida, qué grande puede llegar a ser la angustia en la inseguridad de la existencia.
El mundo yace en el mal. Y el mal no es solamente caos, ausencia de ser, sino que testimonia de una inteligencia perversa que, a base de un horror sistemáticamente absurdo, quiere hacernos dudar de Dios, de su bondad. En verdad, no se trata sólo de la “privación del bien” de la que hablan los Padres, no se trata sólo de ese “déficit de ser” por el cual Lacan define al hombre, sino del Maligno, del Malo; no la materia, ni el cuerpo, sino la más alta inteligencia encerrada sobre su propia luz…
Hay que decir que Dios no ha creado el mal y que ni siquiera lo ha permitido. “La faz de Dios chorrea sangre en la sombra”, decía Léon Bloy, en una expresión que citaba a menudo Berdiaev. Dios recibe el mal en pleno rostro, como Jesús recibía las bofetadas con los ojos vendados. El grito de Job sigue resonando y Raquel sigue llorando a sus hijos. Pero la respuesta a Job ha sido dada: es la Cruz. Dios crucificado sobre todo el mal del mundo, pero haciendo estallar en las tinieblas una inmensa fuerza de resurrección. Pascua es la Transfiguración en el abismo.
El conocimiento que Jesús tiene del mal
¿Qué piensa Jesús sobre el mal? Jesús ha conocido el mal porque su corazón ha sentido el sufrimiento de los hombres, su pobreza, su enfermedad, su abandono, la opresión de los poderosos, la oscuridad del pecado y del error. Lo ha conocido también por experiencia propia: apenas nacido tuvo que huir a un país extraño. Aun cuando no se pueda hablar de auténtica pobreza, los suyos, ciertamente, no estaban bien dotados. Sobre él mismo dijo aquellas duras palabras: “Los zorros tienen madrigueras y los pájaros del cielo tienen nidos, pero el Hijo del hombre no tiene donde reclinar la cabeza” (Mt 8, 20). Tan pronto como empieza a predicar ya están ahí sus enemigos y actúan contra él. Su palabra es mal entendida y deformada. Calumnias de toda especie deforman sus intenciones. En torno de él hay terrible soledad, pues incluso entre aquellos que le apoyan ninguno le entiende durante su vida. En definitiva todo eso se reúne en la mentira de la acusación, en la ignominia del juicio injusto, en los espantos de las últimas horas. Pero tras ello hay un sufrimiento de que no tenemos idea: que él, el santo, tuviera que vivir en el ámbito del pecado; que lo hubiera asumido sobre sí y que tuviera que responder de él; algo que rebasa nuestro pensamiento y que se indica en las palabras de Getsemaní y en el Gólgota. Por eso la cruz es el símbolo de su existencia. Y eso significa que él ha sabido, por su más propia experiencia, cómo es el mal, aunque interiormente era tan libre que no se sometía a él.
Qué hace Jesús frente al mal
Jesús no curó a los enfermos con miras a obtener el objetivo, por más lejano que fuera, de que la enfermedad quedara superada un día, sino para que en la curación del cuerpo se hiciera evidente al hombre lo que es en absoluto “curación” y “salvación”. El alma debía abrirse a lo que cura y salva de modo definitivo, y eso ya no es nada médico. Asimismo, al dar de comer a muchos en el desierto, no fue con la intención de que allí, y en otro lugar, y, en definitiva, en el mundo entero dejara de haber hambre, sino que él quería provocar el hambre auténtica, tal como había dicho ya muy pronto: “Trabajad no por el alimento corruptible, sino por el alimento que os dará el Hijo del hombre” (Jn 6, 27). Es decir, Jesús ve lo que está mal y apoya lo que puede socorrer; pero ¿y en última instancia? ¿Qué hay para el final de la larga historia humana? Lean ustedes Mt 24 y 25; allí se presentan los grandes terrores, y quien sabe algo del hombre auténtico y de la historia auténtica, presiente, a pesar de toda voluntad de adelanto y de toda energía de producción y logro: así ha de ser.