INTRODUCCIÓN
Al hacer todas las peticiones anteriores del padrenuestro tenemos la sensación de estar pidiendo cosas luminosas, de estar entrando en un reino de luz; sin embargo, al hacer esta petición, tenemos la sensación de que algo turbador asoma por el horizonte. Ese algo turbador es, en efecto, la tentación, es decir, aquella propuesta que nos incita a obrar el mal, a entregarnos a los poderes del mal y secundarlos (Guardini).
NO ES LO MISMO “TENTACIÓN” QUE “PRUEBA”
La palabra sombría de esta petición es la palabra “tentación”. La tentación es la incitación al mal, el deseo, el gusto, la tendencia, la complacencia en hacer el mal. No es lo mismo “tentación” que “prueba”. “Tentación” significa inducción al mal, y por lo tanto Dios no tienta nunca a nadie: “Que el cielo nos preserve de creer que Dios pueda tentarnos” (Tertuliano) (cf. Si 15, 11-12). “Prueba”, en cambio, significa una situación dura, difícil de soportar y de llevar bien. La prueba es un terreno propicio a la tentación, pero no es una tentación. Por eso el Catecismo de la Iglesia Católica nos enseña que «el Espíritu Santo nos hace discernir entre la prueba, necesaria para el crecimiento del hombre interior (cf. Lc 8, 13-15; Hch 14, 22; 2Tm 3,12) en orden a una “virtud probada” (Rm 5, 3-5), y la tentación que conduce al pecado y a la muerte (cf. St 1, 14-15)» (CEC 2847).
La vida humana de todo hombre en la tierra es una prueba, como afirma el libro de Job: “¿No es prueba la vida del hombre sobre la tierra?” (Jb 7, 1). Y aunque la prueba no sea de por sí una tentación, es ciertamente un terreno propicio para las tentaciones, pues, a causa del pecado original, hay en nosotros una inclinación muy fuerte al pecado, la concupiscencia, que domina, según dice san Juan, “todo lo que hay en el mundo: la concupiscencia de la carne, la concupiscencia de los ojos y la jactancia de las riquezas” (1Jn 2, 16). Estas tres concupiscencias están en el corazón de cada hombre y por eso san Agustín afirma: “Por el bautismo, quedaréis libres de todos vuestros pecados, pero quedarán con vosotros todas las concupiscencias, contra las cuales debéis combatir. Queda el conflicto dentro de vosotros mismos”. Y ese conflicto hace que, mientras andamos por la tierra revestidos de la carne que “milita contra el espíritu” (Ga 5, 12), cuyo “apetito es enemistad con Dios y no se sujeta ni puede sujetarse a la ley de Dios” (Rm 8, 7), no podamos escapar de la condición de ser tentados y de los sufrimientos que ello comporta. Por eso dice san Pablo: “Por muchas tribulaciones nos es preciso entrar en el reino de Dios” (Hch 14, 22).