(El texto presenta las reflexiones de Iván Grigórievich, quien desde su juventud fue internado en distintos campos de trabajo, y ahora, con la muerte de Stalin, acaba de recobrar la libertad. No tiene apenas familia y está trabajando en una ciudad, habitando como huésped en casa de Anna Serguéyevna, una mujer viuda, madre de un hijo, antigua militante comunista, ahora arrepentida de todas las tropelías cometidas contra los campesinos en nombre de la revolución)
Escuchaba a Anna Serguéyevna y la miraba. De ella emanaba una dulce luz de bondad, de feminidad. Había estado décadas sin ver a ninguna mujer, pero durante muchos años había escuchado las infinitas historias que se explicaban en los barracones: historias sangrientas, tristes, sucias. La mujer, en esos relatos era a veces un ser bajo, inferior a los animales, y otras un ser puro, sublime, superior a las santas. Pero para los detenidos la idea constante de la mujer era tan imprescindible como las raciones de pan; estaba siempre presente en sus conversaciones, en sus visiones, en sus sueños puros o turbios.
Lo cierto es que era extraño -porque, después de su liberación, había visto a mujeres bellas y elegantes en las calles de Moscú y de Leningrado, y se había sentado a la mesa con María Pávlovna, una hermosa mujer de cabello cano-, pero ni el dolor que le había invadido cuando se había enterado de que el amor de su juventud le había traicionado, ni el encanto de la belleza y la elegancia femenina, ni la atmósfera íntima y acogedora de la casa de María Pávlovna, habían suscitado en él ese sentimiento que experimentaba escuchando a Anna Serguéyevna, mirando sus ojos tristes, su dulce cara marchita y a la vez juvenil. Y al mismo tiempo no había nada extraño en ello. No podía ser extraño aquello que sucede siempre, desde hace miles de años, entre hombre y mujer.
Hay una fuerza satánica en prohibir, en reprimir. La prohibición que en el campo separa a los hombres de las mujeres deforma sus cuerpos y sus almas. Todo en la mujer -su ternura, su entrega, su pasión, su instinto maternal- es el pan y el agua de la vida. Y todo esto nace en ella porque en el mundo hay maridos, hijos, padres, hermanos. Y lo que colma la vida de los hombres es la existencia de mujeres, madres, hijas, hermanas.
Pero he aquí que se introduce en la vida la fuerza de la prohibición. Y todo lo que hay sencillo y bueno -el pan y el agua de la vida- revela de repente su vil maldad y su tenebrosidad. Como por obra de un hechizo, la violencia y la prohibición transforman ineludiblemente todo lo bueno en malo en el interior del hombre.
Pero al mismo tiempo, los hombres de los campos conservaban su amor por sus mujeres y sus madres; mientras, las novias “por correspondencia” -que nunca habían visto ni verían a sus novios escogidos por carta de otros campos- estaban dispuestas a soportar cualquier tortura para seguir siendo fieles a su elegido desafortunado, para creer en aquella ficción imaginaria.