Rogar a Dios por vivos y difuntos


“Guardar amorosamente memoria de los difuntos es la obra del amor más desinteresado, libre y fiel de todos” (Sören Kierkegaard)

“Lo único que podemos hacer es rezar”. Esta frase la decimos o la pensamos con mucha más frecuencia de lo que parece: expresa nuestra constatación de la impotencia en la que nos encontramos para resolver de manera satisfactoria una situación humana. Lo cual ocurre cuando, por ejemplo, nos encontramos “bloqueados” para hablar con una persona, cuando dialogar con ella nos resulta psicológicamente casi imposible. Cosa que sucede en multitud de situaciones familiares, laborales, vecinales, políticas etc., como los sacerdotes sabemos muy bien. Entonces los sacerdotes decimos: reza por esa persona, pídele al Señor que la bendiga. Porque orar por alguien es ya empezar a amarlo: “Éste es el que ama a sus hermanos, el que ora mucho por su pueblo” (responsorio de las segundas vísperas del oficio del común de pastores). 

I Domingo de Adviento


27 de noviembre de 2016
(Ciclo A - Año Impar)






  • El Señor reúne a todas las naciones en la paz eterna del reino de Dios (Is 2, 1-5)
  • Vamos alegres a la casa del Señor (Sal 121)
  • Nuestra salvación está cerca (Rom 13, 11-14)
  • Estad en vela para estar preparados (Mt 24, 34-44)
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Perdona nuestras ofensas como nosotros perdonamos a los que nos ofenden


Sentido general de esta petición

Mt 6, 12: “y perdónanos nuestras deudas, así como nosotros hemos perdonado a nuestros deudores”

Lc 11, 4: “Y perdónanos nuestros pecados porque también nosotros perdonamos a todo el que nos debe”. Lucas interpreta con exactitud las “deudas” de Mt, conservando con todo en el verso siguiente el aspecto jurídico de Mt (“a todo el que nos debe”).

“Ofensas” o “deudas”, es lo mismo bajo nombres distintos, tal como explican los Padres de la Iglesia: “Es claro que el Señor llama deudas a los pecados. En consecuencia, no da aquí una orden obligando a perdonar a los deudores las deudas pecuniarias, sino todas aquellas cosas en que alguno nos hubiere ofendido. De lo cual también se deduce que esta quinta petición, en la que decimos “perdónanos nuestras deudas”, no se refiere al dinero precisamente, sino a que perdonemos todas aquellas cosas en que alguno peca contra nosotros, incluso en materia pecuniaria. Por consiguiente, es necesario confesar que debemos perdonar todos los pecados, que contra nosotros se cometen, si queremos que sean perdonados por el Padre celestial los que nosotros contra él hemos cometido”, enseña san Agustín. 

El Catecismo de la Iglesia Católica afirma: «Pero, aun revestidos de la vestidura bautismal, no dejamos de pecar, de separarnos de Dios. Ahora, en esta nueva petición, nos volvemos a Él, como el hijo pródigo (cf. Lc 15, 11-32), y nos reconocemos pecadores ante Él como el publicano (cf. Lc 18, 13). Nuestra petición comienza con una “confesión” en la que afirmamos, al mismo tiempo, nuestra miseria y su Misericordia. Nuestra esperanza es firme porque, en su Hijo, “tenemos la redención, la remisión de nuestros pecados” (Col 1, 14; Ef, 1, 7)» (CEC 2839).

Necesitamos ser perdonados

“Si dijéramos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos, y no hay verdad en nosotros. Mas, si reconociéramos nuestros pecados, el Señor es leal y justo para perdonarnos los pecados” (1Jn 1, 8-9).

“Ciertamente no puede suceder que, estando en esta vida día y noche, no se tenga deuda alguna” afirma Orígenes. Pues aunque no tenga conciencia de haber cometido “pecado”, el discípulo, no obstante, debe tomar conciencia de su “estado de pecado” y de su deuda. Debe darse cuenta día tras día de que no ha realizado plenamente su vocación personal. Todos los días debe confrontar su estado con las exigencias de esta vocación, que no le deja un momento de reposo.

XXXIV Domingo del Tiempo Ordinario. Jesucristo, Rey del Universo.


20 de noviembre de 2016
(Ciclo C - Año Par)






  • Ungieron a David como rey de Israel (2 Sam 5, 1-3)
  • Vamos alegres a la casa del Señor (Sal 121)
  • Nos ha trasladado al reino de su Hijo querido (Col 1, 12-20)
  • Señor, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino (Lc 23, 35-43)
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Para pedir la misericordia

Oh Señor, deseo transformarme toda en tu misericordia y ser un vivo reflejo de Ti. Que este supremo atributo de Dios, es decir, su insondable misericordia, pase a través de mi corazón al prójimo.

Ayúdame, oh Señor, a que mis ojos sean misericordiosos, para que yo jamás recele o juzgue según las apariencias, sino que busque lo bello en el alma de mi prójimo, y acuda a ayudarle.

Ayúdame, oh Señor, a que mis oídos sean misericordiosos para que tome en cuenta las necesidades de mi prójimo y no sea indiferente a sus penas y gemidos.

Ayúdame, oh Señor, a que mi lengua sea misericordiosa para que jamás hable negativamente de mi prójimo, sino que tenga una palabra de perdón y consuelo para todos.

Ayúdame, oh Señor, a que mis manos sean misericordiosas y llenas de buenas obras para que sepa hacer solo el bien a mi prójimo y cargue sobre mí las tareas más difíciles y más penosas.

Ayúdame, oh Señor, a que mis pies sean misericordiosos para que siempre me apresure a socorrer a mi prójimo, dominando mi propia fatiga y mi cansancio. Mi reposo verdadero está en el servicio a mi prójimo.

Ayúdame, oh Señor, a que mi corazón sea misericordioso, para que yo sienta todos los sufrimientos de mi prójimo. A nadie le rehusaré mi corazón. Seré sincera incluso con aquellos de los cuales sé que abusarán de mi bondad. Y yo misma me encerraré en el misericordiosísimo Corazón de Jesús. Soportaré mis propios sufrimientos en silencio. Que tu misericordia, oh Señor, repose dentro de mí (…).

Oh, Jesús, transfórmame en Ti, pues Tú lo puedes todo.

Amén.



XXXIII Domingo del Tiempo Ordinario


13 de noviembre de 2016
(Ciclo C - Año Par)






  • Os iluminará un sol de justicia (Mal 3, 19-20a)
  • El Señor llega para regir los pueblos con rectitud (Sal 97)
  • El que no trabaja, que no coma (2 Tes 3, 7-12)
  • Con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas (Lc 21, 5-19)
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Hombre y mujer

(El texto presenta las reflexiones de Iván Grigórievich, quien desde su juventud fue internado en distintos campos de trabajo, y ahora, con la muerte de Stalin, acaba de recobrar la libertad. No tiene apenas familia y está trabajando en una ciudad, habitando como huésped en casa de Anna Serguéyevna, una mujer viuda, madre de un hijo, antigua militante comunista, ahora arrepentida de todas las tropelías cometidas contra los campesinos en nombre de la revolución)

Escuchaba a Anna Serguéyevna y la miraba. De ella emanaba una dulce luz de bondad, de feminidad. Había estado décadas sin ver a ninguna mujer, pero durante muchos años había escuchado las infinitas historias que se explicaban en los barracones: historias sangrientas, tristes, sucias. La mujer, en esos relatos era a veces un ser bajo, inferior a los animales, y otras un ser puro, sublime, superior a las santas. Pero para los detenidos la idea constante de la mujer era tan imprescindible como las raciones de pan; estaba siempre presente en sus conversaciones, en sus visiones, en sus sueños puros o turbios. 

Lo cierto es que era extraño -porque, después de su liberación, había visto a mujeres bellas y elegantes en las calles de Moscú y de Leningrado, y se había sentado a la mesa con María Pávlovna, una hermosa mujer de cabello cano-, pero ni el dolor que le había invadido cuando se había enterado de que el amor de su juventud le había traicionado, ni el encanto de la belleza y la elegancia femenina, ni la atmósfera íntima y acogedora de la casa de María Pávlovna, habían suscitado en él ese sentimiento que experimentaba escuchando a Anna Serguéyevna, mirando sus ojos tristes, su dulce cara marchita y a la vez juvenil. Y al mismo tiempo no había nada extraño en ello. No podía ser extraño aquello que sucede siempre, desde hace miles de años, entre hombre y mujer. 

Hay una fuerza satánica en prohibir, en reprimir. La prohibición que en el campo separa a los hombres de las mujeres deforma sus cuerpos y sus almas. Todo en la mujer -su ternura, su entrega, su pasión, su instinto maternal- es el pan y el agua de la vida. Y todo esto nace en ella porque en el mundo hay maridos, hijos, padres, hermanos. Y lo que colma la vida de los hombres es la existencia de mujeres, madres, hijas, hermanas.

Pero he aquí que se introduce en la vida la fuerza de la prohibición. Y todo lo que hay sencillo y bueno -el pan y el agua de la vida- revela de repente su vil maldad y su tenebrosidad. Como por obra de un hechizo, la violencia y la prohibición transforman ineludiblemente todo lo bueno en malo en el interior del hombre. 

Pero al mismo tiempo, los hombres de los campos conservaban su amor por sus mujeres y sus madres; mientras, las novias “por correspondencia” -que nunca habían visto ni verían a sus novios escogidos por carta de otros campos- estaban dispuestas a soportar cualquier tortura para seguir siendo fieles a su elegido desafortunado, para creer en aquella ficción imaginaria. 

XXXII Domingo del Tiempo Ordinario


6 de noviembre de 2016
(Ciclo C - Año Par)






  • El rey del universo nos resucitará para una vida eterna (2 Mac 7, 1-2. 9-14)
  • Al despertar me saciaré de tu semblante, Señor (Sal 16)
  • El Señor os dé fuerza para toda clase de palabras y de obras buenas (2 Tes 2, 16-3,5)
  • No es Dios de muertos, sino de vivos (Lc 20, 27-38)
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Dedicación del Templo

Catequesis parroquial nº 134

Autor: D. Fernando Colomer Ferrándiz
Fecha: 26 de octubre de 2016

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