El ateísmo actual

(El autor de estas reflexiones nació el 15 de junio de 1945 en Ourous, un pequeño poblado de Guinea, al norte del país, cerca de la frontera con Senegal, a unos 500 kilómetros de Conakry, la capital del país. Es una región de media montaña, habitada por la etnia coniagui, de religión animista: “Cuando pienso en el entorno animista, tan estrechamente ligado a sus costumbres, del que me sacó el Señor para hacer de mí un cristiano, un sacerdote, un obispo, un cardenal y uno de los colaboradores cercanos del Papa, me conmuevo en lo más hondo”, escribe el cardenal Robert Sarah)

Dios ha perdido su primacía entre las preocupaciones de los hombres y el hombre se antepone a Dios: en este sentido, vivimos un eclipse de Dios. En consecuencia, existen una oscuridad y una incomprensión crecientes de la verdadera naturaleza del hombre, ya que este solo se define con relación a Dios.

Ya no sabemos lo que es el hombre, porque se ha apartado de su Creador. El hombre pretende volver a crearse él mismo: rechaza las leyes de su naturaleza, que se vuelven contingentes. Esa ruptura del hombre con Dios oscurece su mirada sobre la creación. Cegado por los logros tecnológicos, su mirada desfigura el mundo: las cosas ya no poseen una verdad ontológica ni una bondad, sino que son neutras, y es el hombre quien debe darles su significado. Por eso es urgente subrayar que la salida de Dios de las sociedades contemporáneas, y en particular de las occidentales, afecta no solamente a la enseñanza de la Iglesia, sino a los fundamentos de la antropología.

Creo que una poderosa influencia económica, técnica y mediática de un Occidente sin Dios puede ser un desastre para el mundo. Si Occidente no se convierte a Cristo, quizá acabará paganizando al mundo entero: la filosofía del descreimiento busca febrilmente adeptos en nuevas zonas del globo. En este sentido, nos enfrentamos a un ateísmo cada vez más proselitista. La cultura paganizada quiere a toda costa extender el territorio de su lucha contra Dios. Para estructurar su resurgimiento, los viejos países de antigua tradición cristiana necesitan recuperar el camino de la nueva evangelización.

Nunca olvido que, si mi familia y yo recibimos el conocimiento de Cristo, fue gracias a los misioneros franceses de la Congregación del Espíritu Santo. Mis padres y yo creímos gracias a Europa. Mi abuela recibió el bautismo de un sacerdote francés antes de dejar este mundo. Puede que yo no hubiera salido jamás de mi poblado si los misioneros no hubiesen hablado de Cristo a sus humildes habitantes. A los africanos nos cuesta comprender que los europeos ya no crean en lo que nos dieron con tanta alegría en condiciones extremas. Déjeme que insista: es posible que, sin los misioneros franceses, nunca hubiese conocido a Dios. ¿Cómo olvidar esa herencia sublime que los occidentales, desgraciadamente, dan la impresión de querer sepultar bajo el polvo?

Hoy Occidente vive como si Dios no existiera. ¿Cómo es posible que países de antiguas tradiciones cristianas y espirituales se hayan desgajado tanto de sus raíces? Las consecuencias se demuestran tan dramáticas que es imprescindible comprender el origen de este fenómeno.

Bajo la influencia de los filósofos ilustrados y de las corrientes políticas derivadas de ellos, Occidente ha decidido distanciarse de la fe cristiana. Aunque aún existen comunidades cristianas vivas y misioneras, la mayor parte de la población occidental solo ve en Jesús una especie de idea, pero no un acontecimiento, y mucho menos una persona con la que se encontraron y a la que amaron y consagraron su vida los apóstoles y numerosos testigos del Evangelio.

El alejamiento de Dios no es fruto de un razonamiento, sino de la voluntad de separarse de Él. La orientación atea de una vida es casi siempre una elección de la voluntad. El hombre ya no quiere reflexionar sobre su relación con Dios porque pretende convertirse él mismo en Dios. Su modelo es Prometeo, ese personaje mitológico de la raza de los titanes que robó el fuego sagrado para entregárselo a los hombres: el individuo ha entrado en una lógica de apropiación de Dios y no de adoración. Antes del movimiento que llamamos “de las luces”, la tentación del hombre de ocupar el lugar de Dios, de ser su igual o de eliminarlo, respondió siempre a fenómenos individuales minoritarios.


Autor: Cardenal Robert SARAH
Título: Dios o nada
Editorial: Palabra, Madrid, 2015
Pp. 161, 173, 177, 179, 201-202






XXII Domingo del Tiempo Ordinario


28 de agosto de 2016
(Ciclo C - Año Par)






  • Hazte pequeño y alcanzarás el favor de Dios (Eclo 3, 17-18. 20. 28-29)
  • Preparaste, oh Dios, casa para los pobres (Sal 67)
  • Os habéis acercado al monte Sion, ciudad del Dios vivo (Heb 12, 18-19. 22-24a)
  • El que se enaltece será humillado y el que se humilla será enaltecido (Lc 14, 1. 7-14)
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Sobre la muerte

Nunca debemos olvidar que nosotros no hemos de cumplir nuestra propia voluntad, sino la de Dios, tal como el Señor nos mandó pedir en nuestra oración cotidiana. ¡Qué contrasentido y que desviación es no someterse inmediatamente al imperio de la voluntad del Señor, cuando él nos llama para salir de este mundo! Nos resistimos y luchamos, somos conducidos a la presencia del Señor como unos siervos rebeldes, con tristeza y aflicción, y partimos de este mundo forzados por una ley necesaria, no por la sumisión de nuestra voluntad; y pretendemos que nos honre con el premio celestial aquel a cuya presencia llegamos por la fuerza. ¿Para qué rogamos y pedimos que venga el reino de los cielos, si tanto nos deleita la cautividad terrena? ¿Por qué pedimos con tanta insistencia la pronta venida del día del reino, si nuestro deseo de servir en este mundo al diablo supera el deseo de reinar con Cristo?

Debemos pensar y meditar, hermanos muy amados, que hemos renunciado al mundo y que mientras vivimos en él somos como extranjeros y peregrinos. Deseemos con ardor aquel día en que se nos asignará nuestro propio domicilio, en que se nos restituirá al paraíso y al reino, después de habernos arrancado de las ataduras que en este mundo nos retienen. El que está lejos de su patria es natural que tenga prisa por volver a ella. Para nosotros nuestra patria es el paraíso; allí nos espera un gran número de seres queridos, allí nos aguarda el numeroso grupo de nuestros padres, hermanos e hijos, seguros ya de su suerte, pero solícitos aún de la nuestra. Tanto para ellos como para nosotros significará una gran alegría el poder llegar a su presencia y abrazarlos; la felicidad plena y sin término la hallaremos en el reino celestial, donde no existirá ya el temor a la muerte, sino la vida sin fin.

San Cipriano

XXI Domingo del Tiempo Ordinario


21 de agosto de 2016
(Ciclo C - Año Par)






  • De todos los países traerán a todos vuestros hermanos (Is 66, 18-21)
  • Id al mundo entero y proclamad el Evangelio (Sal 116)
  • El Señor reprende a los que ama (Heb 12, 5-7. 11-13)
  • Vendrán de oriente y occidente y se sentarán a la mesa en el reino de Dios (Lc 13, 22-30)
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Venga a nosotros tu Reino


Introducción: Jesús y el reino de Dios

Toda la vida terrena de Cristo estuvo marcada por “el reino de Dios”. La realeza divina se atribuye a Jesús ya en la anunciación: “El Señor Dios le dará el trono de David, su padre; reinará sobre la casa de Jacob para siempre y su reino no tendrá fin” (Lc 1,32-33). Ya al poco de nacer llegaron unos magos de Oriente preguntando por “el rey de los judíos” (Mt 2,2). Empezó su predicación diciendo: “Se ha cumplido el tiempo y se acerca el reino de Dios: ¡convertíos y creed en la buena noticia!” (Mc 1,15). Se pasó su vida pública predicando mediante las parábolas el reino de Dios. Y por ese reino fue a la muerte. Pilato, en efecto, le preguntó: “¿Eres tú el rey de los judíos?”. A lo que Jesús respondió afirmando: “tú lo dices, soy rey”, aunque matizando que su reino “no es de este mundo” (Jn 19,1-16). En el rótulo de la cruz leemos: “Jesús de Nazaret, rey de los judíos” (Jn 19,19). El reino jugó, pues, un papel esencial en la vida y en la muerte de Cristo: constituye el corazón de su misión en la tierra, y por lo tanto esta súplica constituye en corazón del Padrenuestro.

Jesús ve este mundo como una tierra donde existe un reinado: el reinado de Satanás, que es “el príncipe de este mundo” (Jn 12,31). Aquí impera el diablo, es decir, “el que divide”, y los hombres se hallan, en efecto, profundamente divididos a causa de lo social, lo político, lo económico, lo cultural, lo racial, lo ideológico etc. etc. Unos -los que dominan la situación- no quieren que cambie nada. Otros -los que la sufren- quieren darle la vuelta a la tortilla y vengarse de sus opresores. A todos, a unos y a otros, les va a proponer Jesús una situación totalmente nueva: el reino de Dios. 

La primera realización del reino de Dios

La primera realización del Reino de Dios tuvo lugar en el paraíso. Dios creó al hombre a su imagen y semejanza y le entregó lo que sólo pertenecía a Él: el mundo. Y lo hizo dándole esta orden: “Creced y multiplicaos y llenad la tierra y sometedla; mandad en los peces del mar y en las aves de los cielos y en todo animal que serpea sobre la tierra” (Gn 1,28). El dominio del hombre sobre la tierra convierte a la tierra en reino del hombre; pero como el hombre vive en pura obediencia a Dios, ese reino es también reino de Dios; Dios es el primer Señor, al cual el hombre obedece amorosamente dominando el mundo, y así el mundo se convierte en reino de Dios. Y ese estado de cosas se llama paraíso. Pero en esta primera realización del reino de Dios se mete “la Serpiente antigua, el llamado diablo y Satanás” (Ap 12,9), el ángel rebelde que logra arrastrar al hombre en su propia rebelión. La consecuencia es que el mundo se va a convertir en reino del hombre, pero de un hombre que ya no obedece a Dios, y dejará, por tanto, de ser reino de Dios.

La historia del pueblo de Israel como intento de restablecer el reino de Dios 

Pero Dios no se rinde y abre un nuevo comienzo con la historia del pueblo de Israel. Por la misteriosa alianza que Dios establece con Moisés en el monte Sinaí, Dios da a su pueblo constitución y orden de vida; pero ahí no se habla de ningún jefe supremo. Nadie está en ese puesto, donde en la vida de los demás pueblos de la Antigüedad, estaba el rey, pues Dios mismo quiere ser el rey de ese pueblo. Dios se une al pueblo de Israel y se compromete a hacer suyo propio el destino de este pueblo, uniendo su propio honor al honor del pueblo de Israel. 

En los tiempos de Abraham, Moisés, los Jueces… hasta 1030 antes de Cristo, Israel no tiene rey. Dios es su único Señor. pero en el momento en que el pueblo hebreo toma posesión de la Tierra Prometida y se instala en ella, siente la necesidad de organizarse frente a los paganos, para protegerse de ellos y también para adoptar una forma de gobierno parecida a la de sus vecinos. Es entonces cuando Israel desea tener un rey. Se propone como rey a Gedeón: “Tú serás nuestro jefe, y después tu hijo y tu nieto, porque nos has salvado de los madianitas” (Jc 8,22). Pero Gedeón se niega: “Ni yo ni mi hijo seremos vuestro jefe. Vuestro jefe será el Señor” (Jc 8,23).

Sin embargo, una vez establecido en la tierra de Canaán, en tiempos de Samuel, el pueblo de Israel quiere tener un rey, al igual que lo tienen los otros pueblos, y así se lo piden a Samuel. Samuel queda espantado, porque comprende que lo que Israel no quiere es seguir viviendo bajo la dirección inmediata de Dios, seguir en el misterio del servicio directo a su reino. Este modo de pertenecer a Dios se les hace pesado y quieren vivir “como todos los pueblos”. Samuel consulta al Señor y el Señor le dice: “Haz su voluntad en todo lo que te pidan. Pues no es a ti a quien han rechazado sino a mí, para que no sea ya Rey sobre ellos” (1Sm 8,5-7). Ésta es la primera conmoción, diríamos radical, que experimenta el reino de Dios en la historia del Antiguo Testamento. Pero Dios acepta la decisión de los hombres y guarda fidelidad a los infieles. Así, en lo sucesivo, el rey será su representante. (N.B. los reyes de Israel no tendrán legitimidad más que en la medida en que obren según les indica Dios)

XX Domingo del tiempo ordinario


14 de agosto de 2016
(Ciclo C - Año Par)






  • Me engendraste hombre de pleitos para todo el país (Jer 38, 4-6. 8-10)
  • Señor, date prisa en socorrerme (Sal 39)
  • Corramos en la carrera que nos toca, sin retirarnos (Heb 12, 1-4)
  • No he venido a traer paz, sino división (Lc 12, 49-53)
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El temor de Dios


“El inicio de la sabiduría es el temor del Señor” (Pr 1, 7). Unifica, pues, mi corazón en el temor de tu santo Nombre, en el amor a Ti.

Pues si no lo haces, Señor, mi corazón se dispersará buscando una multitud de bienes, que sólo lo son por referencia a Ti, pero que, vividos sin que todo mi ser esté centrado en Ti, se convierten en ídolos que tiranizan mi corazón y esclavizan mi libertad.

Dame, pues, tu santo temor (Is 11, 3), que no comporta miedo alguno, sino la lucidez de una jerarquía de valores en la cual Tú, Señor, ocupas el primer puesto y eres amado como la Luz por la que vemos la luz (Sal 35, 10) y el Bien por el que es bueno todo lo que merece ser amado.

Y así mi libertad será liberada de la fascinación del mal (Sb 4, 12), que oscurece la mente y ofusca el bien, y mi corazón será dilatado para correr por el camino de tus mandatos (Sal 118, 32).

Unifica, pues, mi corazón en el temor de tu santo Nombre, en el amor a Ti.

XIX Domingo del Tiempo Ordinario


7 de agosto de 2016
(Ciclo C - Año Par)






  • Con una misma acción castigabas a los enemigos y nos honrabas, llamándonos a ti (Sab 18, 6-9)
  • Dichoso el pueblo que el Señor se escogió como heredad (Sal 32)
  • Esperaba la ciudad cuyo arquitecto y constructor iba a ser Dios (Heb 11, 1-2. 8-19)
  • Estad preparados (Lc 12, 32-48)
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El ser personal, el yo, el rostro

(Se trata de fragmentos de una larga carta que un pastor metodista, casado en segundas nupcias en su ancianidad, escribe al hijo que ha tenido en este matrimonio -del matrimonio anterior tuvo una hijita que murió muy pronto, así como su madre, Luisa- ante la conciencia que tiene de que su muerte no está lejos. Vive en un pequeño pueblo -Gilead- y es muy amigo de otro pastor, Boughton, que es algo más mayor que él).

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Cuando la gente viene a hablarme, de lo que sea, me impresiona una especie de incandescencia que hay en ella, ese “yo” cuyo verbo puede ser “quiero” o “temo” y cuyo predicado puede ser “alguien” o “nada” y en realidad no importa, pues el encanto está precisamente en esa presencia, moldeada alrededor del “yo” como la llama en torno a la mecha, que surge en forma de pesadumbre y culpa y gozo y lo que sea, pero rápida, ávida e ingeniosa. Ver este aspecto de la vida es un privilegio del ministerio que rara vez se menciona.

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Un centelleo de la mirada. Qué expresión más maravillosa. De vez en cuando, he pensado que era lo mejor de la vida, esa pequeña incandescencia que ves en los ojos de la gente cuando descubre el encanto de algo, o su humor. “La luz de los ojos alegra el corazón”. Es indiscutible. 

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Luego, cuando llegó tu madre, cuando aún apenas la conocía, ella me lanzó esa mirada suya -nada de centelleos en aquellos ojos- y dijo, muy suavemente y muy en serio: “Deberías casarte conmigo”. Fue la primera vez en la vida que supe qué era amar a un ser humano. No se trataba de que no hubiera amado antes a otros, pero no me había dado cuenta de lo que significa amarlos. Ni siquiera a mis padres. Ni siquiera a Luisa. Fue tal mi sorpresa cuando me lo dijo que, durante un minuto, no encontré palabras para responder. Así pues, ella se alejó y tuve que seguirla por la calle. Todavía no tenía valor para tocarle la manga, pero dije: “Tienes razón, lo haré”. Y ella dijo: “Entonces, nos veremos mañana”, y continuó caminando. Fue lo más emocionante que me ha sucedido en la vida. Te desearía que tuvieras en la tuya un momento como ése, aunque, cuando pienso en todo lo que tanto tu querida madre como yo pasamos antes, no estoy seguro de que deba. 
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