En este retiro queremos, con la gracia de Dios, comprender lo que el Señor nos pide cuando en el libro del Génesis leemos: “Creced y multiplicaos y llenad la tierra” (Gn 1,28). Pero para poder comprenderlo hemos de reflexionar antes sobre la originalidad y dignidad del ser humano, el único ser que Dios ha querido por sí mismo.
La dignidad de ser hombre y de engendrar un hombre
Cuando Dios creó el universo, lo hizo dando órdenes: “que haya luz”, “que haya un firmamento por en medio de las aguas, que las aparte unas de otras”, “que se acumulen las aguas de por debajo del firmamento en un solo conjunto, y se deje ver lo seco”, “que la tierra produzca vegetación” etc. etc. (cf. Gn 1ss). Sin embargo para crear la hombre no dio una orden, sino que se dio un consejo a Sí mismo: “hagamos al hombre a nuestra imagen, a semejanza nuestra” (Gn 1,26). La Tradición enseña que en este misterioso plural (“hagamos”) Dios se dirige a Sí mismo (Trinidad), o que habla a los ya creados ángeles, o que habla al mismo hombre que va a ser creado, como diciéndole: lo que yo quiere hacer, un ser “a imagen y semejanza” de mi propio ser, no lo puedo hacer si tú, oh hombre que vas a ser creado, no colaboras conmigo; necesito tu libre colaboración para que tú seas de verdad “imagen y semejanza” mía. Lo cual se comprende perfectamente cuando pensamos que Dios es Persona, que es Libertad, que es “Aquel que es” como reveló a Moisés en la zarza ardiente (“Yo soy el que soy”: Ex 3,14).
Esta singular dignidad del hombre la expresa también el segundo relato de la creación del ser humano (Gn 2,4-7) en el que Dios “formó al hombre con polvo del suelo, e insufló en sus narices aliento de vida, y resultó el hombre un ser viviente” (Gn 2,7). Lo que hace que el hombre sea hombre es, pues, una participación en el “aliento” divino, una participación en el “Espíritu de Dios”; podríamos decir “un beso” con el que Dios comunicó a aquel ser algo de su aliento, algo de su Espíritu. Dios insufló algo de su aliento sobre aquel ser que provenía de la tierra, y surgió un ser nuevo, fruto del encuentro de la tierra y del cielo, del polvo de la tierra y del soplo divino. La Sagrada Escritura no niega el hecho material: el hombre proviene de la tierra. Pero en el dinamismo evolutivo de los seres vivientes ve surgir una novedad: por el soplo divino el hombre es constituido persona, es hecho semejante con Dios.
El surgimiento de un nuevo hombre, su aparición en el mundo, es siempre un milagro porque el ser que aparece no es un producto del esfuerzo del hombre sino que es mucho más: el esfuerzo y la inteligencia del hombre pueden producir seres de este mundo, de esta tierra; pero el hombre es más que eso, es otro que eso, puesto que posee algo del “aliento divino”. Y el aliento divino sólo lo puede dar Dios. Así lo comprendió nuestra común madre Eva cuando, al nacer su primer hijo Caín, exclamó: “He adquirido un varón con el favor del Señor” (Gn 4,1). En ese grito se expresa tanto la conciencia agradecida por un don recibido “de lo alto”, como el orgullo de haber contribuido, junto con Adán, al surgir de aquella nueva vida.
Sólo Dios es creador en sentido estricto y fuerte. Pero, al ser que Él ha creado “a imagen y semejanza Suya”, le ha concedido el don de ser procreador, es decir, de estar asociado a la obra divina de crear un nuevo ser humano. Cada vez que en la intimidad del vientre materno surge la vida, es Dios quien dice de nuevo: “Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza” (Gn 1,26). Lo que significa, como afirmó Juan Pablo II, que “en la paternidad y maternidad humanas Dios mismo está presente de modo distinto respecto de la manera en que esto sucede en cada generación sobre la tierra”. El amor conyugal es el templo en el que Dios celebra el misterio de su amor creador. En el momento en que los cónyuges se donan recíprocamente el uno al otro en el signo del cuerpo (…) precisamente entonces pueden ellos convertirse en colaboradores de Dios para llamar a la vida a una nueva persona, que nace como don nuevo del don esponsal recíproco de los cónyuges.
El hijo no es un producto sino un misterio
“Hacer un hijo” es una expresión horrorosa y completamente falsa. Se hacen cosas, pero no se hacen personas. Un hijo no es una cosa sino una persona, un ser que viene a la existencia a través de sus padres pero de más allá que sus padres, como comprenden éstos cuando contemplan a su recién nacido. El grito de Eva sigue recorriendo la historia humana de manera silenciosa: “he adquirido un hombre con el favor del Señor”.